El problema del populismo no es que haya sido la palabra de moda en 2016 sino que lo vuelva a ser en los próximos años.
Como moda ha ido demasiado lejos: en concreto hasta la presidencia del país más influyente del planeta. Si el populismo fuese sólo un significante, un término –la palabra del año según los centinelas del español urgente–, su actualidad sólo resultaría de interés para la sociología del lenguaje. Lo inquietante es que se trata de una tendencia política a cuya expansión no se le ven por el momento límites. Ni siquiera es una ideología sino una estrategia de opinión pública, una herramienta de comunicación, una técnica electoral de preocupante eficacia. Una epidemia de oportunismo y demagogia que amenaza el sistema inmunológico de las sociedades democráticas.
El populismo es un producto de la crisis destilado en alambiques de rabia. Su éxito consiste en catalizar la frustración a través del espíritu de represalia. Convierte emociones negativas –el desengaño, la ira, el fracaso– en combustible de una sacudida de desagravio, de desquite: es una doctrina para perdedores en busca de revancha. Su discurso explota el desencanto con la cínica promesa de falsas esperanzas. Todo su mecanismo es fraudulento: los diagnósticos están sesgados, los enemigos son ficticios y las soluciones, adulteradas. Pero triunfa porque en un ambiente de pesimismo social las mentiras resultan mucho más seductoras que ciertas verdades antipáticas.
El momento populista ha hecho eclosión en Estados Unidos, en Gran Bretaña, en Italia, y amenaza con desequilibrar Alemania y Francia. Naciones estables cuya médula política sufre problemas de parálisis orgánica. Con su camaleónica metamorfosis suplanta en unos sitios a la derecha liberal y en otros desborda por la izquierda arrollando a la socialdemocracia.
España estuvo al borde, allá por junio, de entregarse a los tribunos inflamados, a los vendedores de mercancías averiadas. Tuvimos suerte, o acaso suficiente madurez colectiva; al final la melodía tramposa de Hamelin no sonó aquí lo bastante alta. Pero el virus del ventajismo ha encontrado condiciones para propagarse en sociedades desarrolladas, de apariencia consistente, en cuya estructura intelectual ha encontrado grietas, puntos débiles, fallas. Y la ausencia de liderazgo que necesita para implantar su penetrante propaganda de recetas trucadas.
Ya estamos advertidos, sin embargo; el efecto sorpresa ha caducado. A partir de ahora no cabrá llamarse andana ni poner cara de pasmo. Sabemos cómo funciona el fenómeno y toda dirigencia pública madura tiene la responsabilidad de afrontarlo. Costará porque requiere mucha pedagogía y un esfuerzo de autoconvicción incompatible con éticas indoloras y espíritus pusilánimes o apocados. Pero va en ello la subsistencia misma del orden de las libertades y los códigos morales democráticos. El problema del populismo no es que haya sido la palabra de moda en 2016 sino que lo pueda continuar siendo en los próximos años.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 31/12/16
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