Ética o ideología. El viejo debate de los filósofos se ha trasladado a la política. Se piensa más en las siguientes elecciones que en los problemas actuales
El antiguo dirigente socialista José Martínez Cobo ha escrito para la Fundación Sistema un lúcido artículo sobre la figura del exprimer ministro francés Michel Rocard, recientemente fallecido.
Rocard, como se sabe, representaba el ala más moderada del Partido Socialista, y, como sostiene Martínez Cobo, había sido capaz de sustituir la ideología por la ética. El político francés aconsejaba a los socialistas que en lugar de polemizar sobre el futuro se preocuparan más por el presente, porque de lo contrario sería la derecha quien gobernara. Y el tiempo le ha dado la razón.
La socialdemocracia tradicional ha dejado de seducir a millones de trabajadores y otros partidos han ocupado buena parte de su espacio político. Entre otras cosas, porque el propio centroderecha europeo ha hecho suyo los principios esenciales del Estado de bienestar.
Aunque Rocard fue varias veces ministro de Mitterrand, su gran antagonista, siempre mantuvo una formidable autoridad intelectual sobre el conjunto de la izquierda. De hecho, Mitterrand, el viejo canalla de la política francesa, lo nombró primer ministro para neutralizarlo políticamente.
Buena parte de esa izquierda lo odiaba políticamente como una especie de traidor a la causa de la clase obrera. Pero Rocard, acostumbrado a nadar a contracorriente, se despidió de este mundo con una frase lapidaria. En su testamento político dejó dicho que la izquierda francesa era la “más retrógrada de Europa”.
La disyuntiva entre ética e ideología forma parte de un viejo dilema entre filósofos. Y de forma sucinta puede definirse como el debate entre el fin y los medios. O lo que es lo mismo, a través de la ideología se pretende alcanzar unos objetivos políticos, lo que presupone que los medios utilizados para lograr ese fin son irrelevantes (el cielo suele estar empedrado de cadáveres); mientras que desde el lado de la ética, tan importante es el fin como los medios. Y si para lograr determinados horizontes de bienestar hay que sacrificar la dignidad humana, pues es mejor no hacer la ‘revolución’.
El siglo XX significó el triunfo trágico de las ideologías en estado puro, sin matices, cimentadas sobre una absurda superioridad moral de unos y de otros; mientras que el siglo XXI está preñado de pragmatismo, lo que ha dado carta de naturaleza a la existencia de sistemas económicos mixtos en los que conviven una fuerte presencia del Estado (casi la mitad del PIB es gasto público) y unos más que aceptables niveles de libertad económica.
Miseria intelectual
Es evidente, sin embargo, que ética e ideología no tienen que ser necesariamente términos contrapuestos. La democracia, de hecho, se legitima cuando es capaz de ofrecer un pacto entre ambos conceptos, pero se diluye, se agrieta, cuando se plantean falsas contradicciones que, en realidad, enmascaran toneladas de miseria intelectual. Una especie de regreso a disquisiciones teológicas -el bien y el mal, el cielo y el infierno- anterior a la Ilustración y a la edad de la razón. En lugar de vivir el presente para transformarlo racionalmente, se opta por quimeras destinadas a construir un futuro idílico que nunca se alcanzará.
Partidos como Podemos han construido su discurso no sobre el presente, sino sobre cómo ganar el futuro, lo que le ha llevado a la inutilidad
Este falso dualismo, en términos políticos, conduce al fracaso. Y eso explica que en España, en línea con lo que sugería Rocard, la izquierda tenga más votos que la derecha (10,4 millones entre el PSOE y Unidos Podemos, frente a los 7,9 millones del Partido Popular), pero que Rajoy haya sido, por dos veces, el político más votado. Probablemente, porque sus votantes quieren ganar el presente -la ética del pragmatismo- y no entienden de discursos abstractos: la ideología desnuda de realismo. Sin contar, obviamente, con el efecto de la ley electoral.
Partidos como Podemos, en este sentido, han construido su discurso no sobre el presente, sino sobre cómo ganar el futuro, lo que le ha llevado a la inutilidad. Si el partido de Pablo Iglesias hubiera entendido que se hace política para gobernar ahora y para resolver los problemas de la gente, hay razones para creer que hoy un pacto PSOE-Podemos hubiera estado en condiciones de intentar formar Gobierno, incluso con el respaldo de Ciudadanos en aras de regenerar la vida pública. Algo que explica que Podemos se haya convertido, finalmente, en Pudimos. O lo que es lo mismo, 71 diputados -más de cinco millones de votos- con los que nadie quiere pactar.
La ética de la responsabilidad
El resultado concreto, en todo caso, es un bloqueo institucional sin precedentes. Precisamente, porque la ideología -sin duda esencial para el discurso político como instrumento de análisis y de coherencia política- se ha impuesto a la célebre ética de la responsabilidad de Max Weber, que consiste, frente a la ética de la convicción kantiana, en asumir las acciones que libremente se han decidido. Una especie de autonomía del individuo destinada a resolver los problemas no ocultándolos bajo la lona de la ideología.
Los líderes actuales entienden la política como un fin en sí mismo cuando no es más que un instrumento de transformación de la realidad: pensiones, educación…
Pero además, en el caso español, con una paradoja. Las discrepancias no surgen de la negociación, lo que sería algo más que razonable, sino de la no negociación. Es decir, se hace política a partir de un complejo sistema de sospechas mutuas que impide a los líderes políticos centrarse en la parte esencial de la negociación.
Todos saben lo que votarán con carácter previo ante un hipotético debate de investidura, pero nadie conoce las razones -más allá de las generales o las puramente ideológicas- que expliquen el sentido del voto. Simplemente, porque no hay negociaciones con propuestas concretas y sin vaguedades, lo cual es de aurora boreal. Máxime cuando ni el propio candidato Rajoy garantiza que acudirá a la investidura, lo cual impediría conocer las razones concretas del voto negativo o de la abstención una vez que se hiciera público el programa de gobierno.
Weber recomendaba a quien buscara la salvación de su alma y la de los demás que no transitara por el camino de la política, y lo cierto es que este país se ha llenado de ‘patriotas’ incapaces de formar gobierno, lo que revela dos cosas.
La primera, que los líderes actuales entienden la política como un fin en sí mismo, cuando no es más que un instrumento de transformación de la realidad: las pensiones, la educación, la sanidad o la política cultural.
La razón de ser de algunos partidos, de hecho, es su propia supervivencia. O dicho de otra manera, lo que interesa es si el pacto les beneficia o les perjudica de cara a las siguientes elecciones. Sin duda, una extraña competencia electoral que margina el presente para garantizarse el futuro.
La segunda lección es que este país sigue instalado en el siglo XX, en el de las ideologías pedestres y rotundas. O, incluso, en el XIX, marcado por los filósofos de la sospecha. Algo que justifica la ausencia de diálogo fértil entre distintas formaciones políticas. Y para llegar a esta conclusión solo hay que echar un vistazo a lo que pasó en la legislatura de Mariano Rajoy con mayoría absoluta (también en las anteriores). De aquellos barros, estos lodos (trufados de falsa ideología).
EL CONFIDENCIAL 07/08/16 CARLOS SÁNCHEZ
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