El liberalismo ha estado en contra de todo tipo de absolutismos, del aristocrático al democrático, aunque, en ocasiones, ha sentido la contradictoria tentación del absolutismo liberal: la idea de que una élite tecnocrática sabe mejor que el pueblo lo que le conviene.
Para ello, pensadores liberales han despreciado al pueblo calificándolo de “masa”, una mezcla de ignorancia enciclopédica y sesgos cognitivos que haría que sus juicios estuviesen condicionados por la pereza, la cobardía y/o la estupidez. Los liberales se dejan llevar, entonces, por la impaciencia y la pedantería, arrogándose la paradójica misión de convertirse en “vanguardia de la burguesía” para llevar a los supuestamente indocumentados y errados votantes, consumidores y ciudadanos hacia lo que verdaderamente es bueno para ellos.
Un ejemplo de esto lo tenemos en el referéndum que ha conducido al Brexit. En lugar de reflexionar sobre todo lo que se ha hecho mal en la Unión Europea, una indigestión de elefantiasis burocrática y voluntarismo utópico, para que los británicos lo hayan rechazado, se ha preferido satanizar a los votantes euroescépticos tildándolos de “viejos”, “paletos” y otras lindezas clasistas por parte de unas supuestas élites que, para empezar, ni se han tomado la molestia de votar porque, supongo, creen que votar no es cool ya que, mordiéndose la cola, votar es de viejos y paletos. ¡Cómo comparar la anodina y vulgar urna electoral con la intensidad y la emoción de un concierto en Glastonbury! O un discurso del “brexiter” Nigel Farage (seguramente el político más infravalorado del panorama europeo) con otro del “bremainer” Thom Yorke, cantante de Radiohead (posiblemente el grupo más sobrevalorado de la última década).
La muestra más significativa de esta peligrosa tendencia entre los liberales para tratar de vencer mediante argucias retóricas, cuando no han sido capaces de convencer en el debate mediático, la ha protagonizado el filósofo inglés A. C. Grayling que ha enviado una carta a todos los parlamentarios de Gran Bretaña en la que justifica un golpe de estado intelectual contra el plebeyo referéndum. Invoca Grayling una serie de razonamientos que justificarían la negativa del Parlamento a llevar a cabo el mandato de las urnas. Es realmente patético que Grayling considere que por realizar algunos referéndums la democracia representativa no sólo no se mejora sino que degenera en “oclocracia”. La cuestión que legitima tanto los referéndums como la misma democracia representativa es si los mecanismos de debate son limpios, transparentes y se ha dado la oportunidad a todas las voces relevantes para expresarse en igualdad de condiciones. Y mal que le pese a Grayling, Gran Bretaña se parece en ese aspecto más a Suiza que a Venezuela. Una vez que se ha perdido no cabe, en fair play democrático, tratar de negar las reglas del juego sino empezar a trabajar para que a la próxima oportunidad se haga más y mejor campaña.
En todo caso, sería la Unión Europea el más acabado ejemplo de cómo pervertir la democracia representativa. Con Angela Merkel ejerciendo de facto de Presidenta de los “Estados Unidos de Europa” y con instituciones como el Banco Central Europeo o el Tribunal de Estrasburgo que convierten las pesadillas institucionales de Kafka en un anime al estilo de Heidi, los “grandes burócratas” y “altos funcionarios” como Jean-Claude Juncker ven espantados como les crecen los enanos, esos ciudadanos a los que desprecian pero que pagan con unos impuestos cada vez más exorbitantes unas instituciones sobredimensionadas y sufren unas leyes de laboratorio sobre las que nadie les pide opinión, no digamos voto. Cuando fue nombrado Juncker presidente de la Comisión, el muy poco bolivariano Bloomberg escribió
"Siempre fue una mala elección para el puesto, impuesta a los 28 Gobiernos nacionales por un Parlamento Europeo deseoso de ampliar sus poderes”
El referéndum británico, así como todos los que se están planteando a lo largo y ancho de la Unión Europea, es, en realidad, un grito de reivindicación democrática al estilo del “No taxation without representation” que recogía las quejas de los colonos de las Trece Colonias hacia las autoridades británicas a finales del siglo XVIII. Todavía estoy esperando que me envíen el ejemplar de la Constitución europea que solicité cuando el referéndum sobre la misma. Y eso que han pasado más de diez años.
De ahí el éxito de los populismos a derecha e izquierda. Son la expresión de una legítima y razonable demanda por parte de los ciudadanos de que su voz sea tenida en cuenta. Es ridículo criticar los referendos, como hace Mark Leonard, porque en ellos se pidan cosas contradictorias. Claro, como si los políticos profesionales no lo estuvieran haciendo día sí y otro también. El argumento de Mark Leonard no se dirige, entonces, contra las consultas populares sino contra el núcleo de la democracia representativa y hace emerger, en el horizonte de su argumentación, la sombra de la “dictadura de los sabios” platónica, el sesgo por excelencia entre los filósofos, como evidencia el caso Grayling. En este caso, la “tiranía suave” a la que aspiraba Jacques Delors.
Por todo ello, el liberalismo en una vertiente “populista”, es decir, radicalmente democrática, es la única receta que puede cortar este nudo gordiano, combinando los clásicos parámetros de la acción política liberal -la separación de poderes, las libertades individuales, el Estado de Derecho, la propiedad privada- con la satisfacción de las demandas populares ante las que hacen oídos sordos los caudillos tecnocráticos de Bruselas o Frankfurt.
Este liberalismo populista promueve la democratización, favorece a las clases medias y bajas, minimizando el poder de los lobbies de presión ligados a élites extractivas, corporativistas y caudillistas. Por ello, este neoliberalismo neopopulista critica tanto al gobierno como a las empresas, y la colusión que se realiza, en el contexto español por ejemplo, entre el BOE y el IBEX 35, favoreciendo a los organismos independientes que vigilan por el cumplimiento de la competencia, defendiendo a los más desfavorecidos contra los que detentan el poder, de la CNMV a la CNMC.
Porque a diferencia del populismo de extrema izquierda, carismático y voluntarista, el neoliberalismo neopopulista favorece las instituciones despersonalizadas y la racionalidad como método. Entre la oclocracia de Pablo Iglesias y la tecnocracia de Grayling, cabe una neodemocracia neoliberal y neopopulista, no donde reine el “Sapere aude!” kantiano que nos libre tanto de filósofos apocalípticos como de integrados.
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