No existe ninguna democracia en el mundo, y con mayor razón ningún régimen autoritario, en donde millones de personas a través de la televisión asistan al denigrante espectáculo de contemplar cómo 100.000 espectadores, al inicio de la final de un campeonato, pitan al himno nacional y al jefe del Estado. Pero en España esto sí es posible; caso único, por tanto, en el mundo.
¿Cómo hemos podido llegar a esta situación tan deplorable? Por supuesto, se pueden tomar medidas sancionatorias contra unos u otros, pero una ley de hierro de la política establece que no se puede resolver un problema creando otro mayor. Lo que sucedería, por ejemplo, en el supuesto de suspender el partido, sur-le-champ, según una ley que se aprobó en Francia en tiempos del presidente Sarkozy, por la sencilla razón de que España no es Francia. Si el mandatario galo pudo hacer algo así es porque Francia es un país unitario, sin amenazas separatistas, y con unos símbolos nacionales que todos comparten por encima de sus ideologías. Pero esto no ocurre aquí a causa de dos motivos que paso a exponer y que son los que explican el lamentable suceso del pasado sábado.
Por una parte, se comprobó una vez más que el Estado de las Autonomías ha fracasado si tenemos en cuenta que todo su entramado se aprobó para resolver el llamado problema catalán y, consecuentemente, también el vasco; es decir, para superar los excesos nacionalistas de esas dos regiones españolas. Pues bien, sin tener que recurrir a más razonamientos, basta contemplar el panorama resultante de las recientes elecciones autonómicas y locales. Sus resultados son desalentadores en este aspecto, pues junto a los tradicionales nacionalismos de vascos y catalanes ha emergido también una mayoría abertzale en Navarra y un potente nacionalismo valenciano, bajo el nombre de Compromís -del que no sabemos cuál es su auténtico objetivo-, aderezado todo ello con la poliédrica naturaleza de Podemos que todavía no ha definido su modelo es Estado, si es que lo tiene.
En otras palabras, tras las elecciones del pasado día 24, España se contempla como un país desintegrado cuyo futuro es cada vez más incierto. Sin embargo, a pesar del inmenso error que fue la adopción del sistema autonómico de la II República, se podía haber enderezado el entuerto mediante la reforma de la Constitución a fin de dejar zanjado el modelo definitivo de Estado que necesitábamos. Sin embargo, todo se dejó abierto, elevando a principio constitucional básico el llamado principio dispositivo, mediante el cual cada región podía iniciar su proceso de autogobierno cuando quisiera y solicitar, sin tiempo límite, las competencias que deseara. Semejante regla, que conducía a la inestabilidad y al desbarajuste del Estado, ha sido elogiado por muchos y alguno ha llegado a decir que «constituye la característica más destacada de nuestra Constitución, que la distingue de todas las demás del mundo, hasta el punto de ser considerada las más original aportación de los constituyentes de 1978 al constitucionalismo universal…».
Los resultados de tamaña filigrana desintegradora se han comprobado en el Nou Camp: los catalanes y vascos nacionalistas no quieren este Estado ni a sus símbolos, empezando por el jefe del Estado. Pero lo grave es que nuestros gobernantes de UCD, del PSOE o del PP no han hecho nada para impedir esta aberración constitucional, cuando se hubiese podido solucionar hace años mediante la oportuna reforma constitucional.
Pasemos ahora a la segunda razón de lo que pasó en Barcelona el sábado. Es sabido que España es el primer país europeo que alcanza su unidad como Estado, a pesar de ser una nación plural que se unificó por encima de basarse en varios reinos, varias culturas y varios idiomas. Esa unificación se hizo a través de un solo Estado y de la Monarquía, la cual llegó en una primera fase hasta la I República, en una segunda, desde 1874 hasta 1931, y de una tercera, desde 1975 hasta nuestros días. Sea como fuere, el caso es que para haber logrado un Estado sólido, por encima de los regímenes políticos, era necesario que hubiesen existido unos símbolos del Estado fuertes, compartidos por todos.
Como señala Balandier, «el poder no puede ejercerse sobre las personas y las cosas, más que si recurre, junto a la coerción legítima, a los medios simbólicos». Porque, en efecto, los símbolos del Estado que necesita cualquier organización política, ejercen cuatro decisivas funciones.
- En primer lugar, sirven para exaltar al propio Estado, porque se considera que es la primera y principal institución del país.
- En segundo lugar, tratan de instruir a los ciudadanos sobre la Historia común a todos.
- En tercer lugar, tienen como fin primordial mantener cohesionado el grupo, favoreciendo la lealtad individual hacia los intereses generales del conjunto.
- Y, por último, sirven para despertar emociones positivas en el seno de la población, fomentando el sentimiento de pertenencia y de identidad.
Así las cosas, España nunca ha tenido símbolos totalmente admitidos por todos, por lo que es difícil, si no imposible, que cumplan la función principal que éstos deben ejercer en toda sociedad, logrando el sentido de pertenencia de los ciudadanos a un territorio, a una cultura, a una lengua… De cualquier modo, los símbolos materiales más importantes en España -la bandera, el escudo, el himno y el Día nacional- no han sido fomentados por nuestros gobernantes.
Comenzando por la bandera es ridículo que se siga considerando la roja y gualda como franquista, por lo que muchos recurren a la que adoptó erróneamente la II República, pues la I República mantuvo la que procede de la época de Carlos III. A nadie en Francia, por ejemplo, se le ocurrió cambiar de bandera tras cada cambio de régimen.
Lo mismo ocurre con el escudo o emblema nacional que a veces se incluye en la bandera y que aquí también se modifica en cada cambio de régimen, en lugar de mantener el mismo.
En cuanto al himno, teniendo en cuenta que es una partitura que procede también del reinado de Carlos III, hay que destacar principalmente dos cosas. Por una parte, que no es un himno franquista, aunque muchos lo creen así y prefieren el himno de Riego adoptado por la II República. Y, por otra, es también una originalidad mundial que no disponga de una letra, lo que debilita su fuerza integradora en eventos como, por ejemplo, los deportivos, en los que suelen usarse a veces los himnos regionales que sí tienen letra.
Y, por último, la fiesta nacional, que es el día de la patria común, es otro error que cometieron nuestros dirigentes, pues en lugar de haber establecido una fecha aceptada por todos como, por ejemplo, la del 15 de junio -las primeras elecciones democráticas-, se escogió el 12 de octubre, que tiene otra significación y que algunos rechazan como fiesta nacional.
En definitiva, tras lo que acabo de exponer no resulta sorprendente que los asistentes al partido de la final de la Copa rechazasen el himno español, porque no se ha hecho gran cosa en España para fortalecer los símbolos del Estado, a fin de que fuesen asumidos por todos o, al menos, por la inmensa mayoría de ciudadanos. Aquí no se ha pensado en decisiones como, por ejemplo, la que se tomó en Francia con la Ley Fillon que estableció en 2005 la obligación de que los escolares aprendiesen de memoria La Marsellesa con el objeto de que desarrollasen su sentimiento de integración y solidaridad en una sociedad común para todos. Aquí, por el contrario, lo que rige es el localismo, lo que separa a los españoles, en lugar de buscar lo que nos une a todos tras varios siglos de Historia. Y así vamos.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.
LENTO SUICIDIO DE ESPAÑA
NO es la primera vez que ocurre. A lo largo de la Historia, España ha protagonizado varios intentos de suicidio con la misma fiera determinación con la que en otras ocasiones ha llevado a cabo gestas transformadoras del mundo. Nunca como en estos años, empero, tuvo en su mano tantos triunfos susceptibles de impulsarla hacia un futuro luminoso y los dilapidó en el afán de liquidarse al mismo tiempo como nación, sociedad y proyecto compartido de progreso colectivo.
Vista desde la distancia geográfica y emocional que proporciona el alejamiento físico, España es hoy un país en trance de descomposición avanzada cuya deriva produce pena, estupefacción, preocupación e incredulidad a partes iguales. Una realidad antaño sólida que se diluye cual azucarillo en un magma corrosivo. Explicar a un extranjero el porqué de lo que nos está sucediendo resulta prácticamente imposible. ¿De verdad no quieren ser españoles tantos catalanes, vascos y ahora también navarros y valencianos, dotados de amplias competencias autonómicas y beneficiarios de las ventajas que otorga pertenecer a la UE? ¿Cómo es posible que en el aeropuerto de Barcelona el castellano sea la tercera lengua, detrás del catalán y el inglés? ¿Realmente ha ganado las elecciones a la alcaldía de la Ciudad Condal la líder de un movimiento antidesahucios conocida por encabezar escraches y decidida a inclumplir las leyes que ella considere injustas? ¿Los dos grandes partidos de izquierda y derecha vertebradores de la nación han llegado a tal grado de podredumbre que ven a sus tesoreros, presidentes autonómicos, ministros y cargos públicos, algunos todavía en activo, presos o imputados ante la Justicia por robar a los contribuyentes? ¿Apoyan los electores de forma significativa a fuerzas que se niegan a condenar el terrorismo y hasta lo justifican con mayor o menor impudicia? ¿Respaldan a grupos entusiastas de regímenes liberticidas como el chavismo? ¿Todo eso sucede en un país llamado España, con un pasado determinante en la Historia Universal, una cultura no menos influyente, un formidable potencial parejo a su privilegiada posición en el mapa y una modélica transición de una dictadura a una democracia hace apenas cuarenta años? Al interlocutor versado en política le cuesta encajar tanto «sí» en un esquema argumental lógico.
Y es que por las venas de España corren venenos de acción lenta, aunque letal, que nosotros mismos segregamos: corrupción, ignorancia, revanchismo, relativismo, cainismo, envidia, abuso de poder, picaresca, amiguismo, sectarismo, cobardía... Venenos para los cuales producimos antídotos únicamente en las situaciones extremas, dejando que vuelvan a fluir en cuanto pasa el peligro. Ahora hemos llegado a un punto de enfermedad terminal debida a la acumulación de tóxicos.
Ni el PSOE, ni el PP ni tampoco IU, y mucho menos los nacionalistas, se han mostrado capaces de poner coto a una corrupción desmedida que ha laminado la confianza de los gobernados en los gobernantes y dado alas de gigante al «sálvese quien pueda» territorial. La respuesta de Podemos a este colapso es un vaso lleno de odio y revancha que pretenden hacernos tragar a todos, a fin de «socializar» la miseria de la que ellos se nutren para lanzar su definitivo asalto al cielo de la democracia. Ciudadanos vacila a la hora de tomar partido, atrapado en sus propias exigencias, obligado a elegir entre lo malo y lo peor sin contar tampoco entre sus filas con la experiencia y la excelencia que serían necesarias. Y así vamos avanzando, derechos a la consunción, lastrados por la herencia que dejó un Zapatero devastador, compendio de ineptitudes, y la que ha acumulado en tres años este Tancredo Rajoy, campeón del inmovilismo.
ISABEL SAN SEBASTIÁN EN ABC
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