jueves, 26 de julio de 2012

EL EMPEÑO EN ACABAR CON ESPAÑA SÓLO PARA LLEGAR AL PODER

Arturito Mas, ese chulo de la política que se cree el Clark Gable de la piel de toro, "me tienen envidia por guapo" llegó a decir, sigue tensando la cuerda. Mientras los políticos catalanes arruinan esa comunidad con sus idioteces, culpan a Madrit y a España de sus desgracias, le piden que la rescaten, y exigen una hacienda propia con la que mangonear los impuestos que las empresas catalanas recaudan en toda España.


España corre el peligro de desaparecer, desangrada por esos diecisiete mini-estados autonómicos que han engordado a su costa a semejanza de las pulgas. Nacieron esos gobiernos territoriales con el presunto propósito de acercar la Administración al ciudadano y ofrecerle mejores servicios, pero el tiempo los ha convertido en parásitos insaciables. Unos más que otros, por supuesto. Tanto más dañinos cuanto mayor ha sido su ambición de acaparar competencias dotadas de los correspondientes recursos. Y sumamente gravosos para el contribuyente, a la par que destructivos, los que han dedicado gran parte de su dinero y el nuestro a sus políticas de «construcción nacional» consistentes en subvencionar la lengua vernácula en la cultura e imponerla en la educación a costa de discriminar al castellano y relegar el inglés a una «maría», abrir embajadas en el extranjero (unas cincuenta tiene Cataluña), dotarse de un remedo de Fuerzas Armadas en forma de policía autóctona, y demás disparates perpetrados mientras crecían por doquiera aeropuertos, palacios de congresos y trenes de alta velocidad innecesarios. En menos de cincuenta años se ha multiplicado por tres el número de empleados públicos, sin que el beneficio resultante para el ciudadano se aproxime remotamente a su coste. Los partidos se han convertido, con alguna honrosa excepción individual, en maquinarias destinadas a conseguir o conservar el poder. Y dado que éste nunca resulta suficiente para colmar todos los anhelos, han ido multiplicándose los pesebres en los que alimentar a tanta gente sumisa ansiosa por ser premiada. Hasta llegar a donde estamos, con un pie en el precipicio y el otro asomándose a él.


ESPAÑA ha vivido en plena borrachera, y hoy se halla en plena resaca. Borracheras mejor dicho, pues hubo varias, aunque dos en especial: la del euro y la nacionalista. La del euro nos convirtió de la noche a la mañana en ciudadanos de primera. De andar por el mundo con pesetas que apenas daban para alojamiento y comida, pasamos a manejar una moneda más fuerte que el dólar, que nos permitía encontrar todo barato. Nos convertimos de golpe en ricos sin serlo, pues el país seguía igual. Pero era agradable creérselo.


La borrachera nacionalista fue aún peor. Siguiendo la senda de Cataluña, todas las Autonomías reclamaron un «hecho diferencial», una «deuda histórica», un nuevo Estatuto-Constitución y atributos de Estado, con ministros-consejeros, centenares de consultores, millares de funcionarios, representación exterior, palacios de congresos, de deportes, AVE, aeropuertos, etcétera. Algo que Cataluña no podía consentir, y aparte de una «aerolínea de bandera», exigió un pacto fiscal como el vasco y pretendió presentarse en Bruselas como modelo financiero. Todo ello se ha ido al traste. En Bruselas le han recordado su condición «regional», la «línea de bandera» ha tenido que ser clausurada tras enormes pérdidas y las «embajadas» cuestan cientos de millones de euros anuales. A lo que hay que añadir la «proyección interior»: ayudas a los medios de comunicación y demás promoción de la cultura catalana, por la que se va un río de dinero. Sin que valga decir que se debe a la desastrosa herencia del tripartito, pues la cosa viene desde Pujol, que Mas ha asumido. 


Total, que pese a los recortes de éste, Cataluña tiene una deuda de 42.000 millones de euros, la mayor con mucho de las Autonomías, con pagos inmediatos de 5.755 millones, que no puede afrontar. Por lo que no va a tener más que pedir ayuda al Gobierno español, que éste se muestra dispuesto a concederle. Desde allí insisten en que no se trata de un rescate. Pura lingüística: como en el caso español ante Bruselas, si se recibe un préstamo es siempre con condiciones. Insisten también en el «pacto fiscal», hoja de parra para tapar sus vergüenzas: saben perfectamente que, aunque quisiera, Rajoy no podría dárselo por prohibírselo Europa, que camina hacia la normalización fiscal.


La crisis deja meridianamente claro que Cataluña está como España: las mismas deudas, las mismas corrupciones, los mismos problemas, las mismas excusas, los mismos callejones sin salida. Lo que significa que Cataluña es España, dicen algunos. Pero si de la borrachera económica le saca a uno el amoniaco de la realidad, la borrachera nacionalista tiene peor arreglo. Es más, temo que los nacionalistas, tras haber gobernado Cataluña despendolados durante tres décadas, culpen a España de su situación. Artur Mas lo hizo ayer. Su última mentira. El nacionalismo catalán insiste en que sus males provienen de España aunque sea en España donde busca la solución.


El nacionalismo catalán se ha encontrado de bruces ante dos problemas muy conflictivos para su orgullo identitario: el primero que Cataluña está en quiebra, y el segundo que sólo puede afrontarla mediante el enojoso trámite de solicitar ayuda al Estado español. Para digerir el mal trago de esta bandera blanca financiera los soberanistas han levantado al mismo tiempo la que mejor saben enarbolar, que es la de la reclamación de más autonomía amparada en el tradicional bucle victimista. El talismán ficticio del pacto fiscal encubre con disfraz reivindicativo un fracaso político que, en justicia, no cabe atribuir sólo a Convergencia i Unió porque el tripartito le dejó en herencia una ruina inasumible. Pero en vez de negociar con honestidad un acuerdo honorable, la Generalitat ha preferido la amenaza de echar el carro por las piedras y abrir la caja de Pandora del independentismo. Siempre la fuga hacia adelante basada en la idea de que todos los males catalanes proceden de España. Incluso cuando toca aceptar, con los dientes apretados, que en este caso también está en España la única solución a su alcance.


En este juego del embudo los nacionalistas han sacado su vena más fenicia. Piden ayuda y se hacen los ofendidos. Quieren lo suyo sólo para ellos y repartir entre todos lo de los demás. Con una mano piden como panacea la soberanía fiscal que impugna de forma expresa la solidaridad constitucional entre las autonomías, y con la otra reclaman su derecho -que lo tienen, claro- a acogerse al Fondo de Liquidez que el Gobierno ha dispuesto con dinero de todos los contribuyentes españoles… y de los jugadores de Lotería. La evidente contradicción la combaten agarrados al falaz argumento de que España les perjudica, cuando no directamente les roba. El Estado opresor de los independentistas vascos se transforma para sus correligionarios catalanes en el Estado ladrón. Nadie dirá allí que una Cataluña independiente sería hoy una Cataluña en suspensión de pagos.


La estrategia de presión de Mas va dirigida a lograr que el Gobierno pague y calle sin meterse en camisas de once varas ni enviar los «hombres de gris» de Montoro. Se trata de escapar de la intervención cortando a base de alharaca soberanista cualquier tentación gubernamental de meter mano en el detalle del gasto, lo que supondría de facto una humillante suspensión parcial del autogobierno. Nada demasiado diferente, en el fondo, de lo que el propio Gabinete central reclama a los socios europeos: un crédito blando sin contrapartidas que evite el conflictivo término de «rescate». Sólo que España lo hace reclamando más Europa y Cataluña aprovecha para reivindicar menos España. Porque puede y le dejan, claro; si Rajoy amenazase en Bruselas con salir de la Unión monetaria correría serio riesgo de que algunos presuntos aliados cediesen a la tentación de tomarle la palabra.




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