domingo, 27 de mayo de 2012

LOS MITOS DE LOS NACIONALISMOS EXCLUYENTES EN ESPAÑA


Los nacionalismos, según Orwell, malgastan energías en crear mundos de fantasía donde el pasado ocurre como nunca ocurrió y como los nacionalistas quisieran que hubiese ocurrido. Sus fabulaciones pueden parecer siniestras o risueñas, truculentas o divertidas, pero resultan siempre paranoides.

Ahora bien, la distorsión paranoica no opera exclusivamente sobre hechos y personas de la historia remota. La máquina de fantasear se halla en movimiento perpetuo, y así, por ejemplo, nuestros nacionalismos domésticos poseen ya mitologías de la Guerra Civil, del franquismo e incluso de la Transición. En algún caso se puede percibir su funcionamiento en pleno proceso de elaboración del delirio, como sucede ahora con el nacionalismo vasco, dedicado a la construcción acelerada de un relato exculpatorio del terrorismo de ETA.

En su primera época, los nacionalismos sintieron predilección por la mitología de los orígenes prehistóricos de los pueblos, pero, dado que el racismo era un ingrediente esencial de aquélla, fueron abandonándola tras el descrédito del concepto de raza después de la Segunda Guerra Mundial.

Suele colgarse —y no sin razón— el sambenito de racista al fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana Goiri, pero se olvida con frecuencia que los padres del nacionalismo catalán no fueron menos persistentes en su defensa de la existencia de una raza propia. El galleguismo desarrolló un racismo poético e inverosímil. Manuel de Murguía, esposo de Rosalía de Castro, se inventó una raza céltica ad hoc, y proclamó que los gallegos se caracterizaban por ser todos altos, rubios y de ojos azules (aunque él mismo no pasaba del metro y medio y era escuchimizado y cetrino, de cabellera oscura y crespa).

Con todo, no fue el racismo patrimonio de los nacionalistas periféricos. Giménez Caballero distinguía en la población española una mayoría de cepa africana, gente chaparra y morena que producía aguadores y mozos de cuerda, y una selecta minoría aria y rubia, dolicocéfalos de talla egregia cuyo arquetipo representaba José Antonio Primo de Rivera. Como es sabido, Franco se vengó de aquella insidia de Gecé contra su persona nombrándolo embajador en Paraguay.

Fernando el Católico
La Edad Media, por el contrario, ha conservado su prestigio en la fantasía nacionalista, que descubre florecientes comunidades nacionales en reinos minúsculos aficionados a destriparse entre sí cuando no los diezmaban el cólera o la peste negra, y deplora en cambio la formación renacentista de los Estados modernos, con sus burocracias y ejércitos profesionales. Un modelo que nunca ha dejado de estar de moda en el nacionalismo vasco es el de la Navarra anterior a 1512, es decir, a su conquista por Fernando el Católico, rey de Aragón y regente de Castilla.

Algo verdaderamente pasmoso, porque la Navarra medieval era una pequeña babel de etnias y lenguas distintas, donde se hablaba vasco, provenzal y romances afines al castellano. La tan traída y llevada guerra de Navarra (1512-1516) fue una guerra civil, con motivaciones dinásticas, en la que los bandos nobiliarios autóctonos se dividieron y enfrentaron, a favor unos de los Labrit, y otros, de los Trastámara. Resulta ocioso recordar que Ignacio de Loyola, el santo favorito de Sabino Arana, se quedó cojo en el asalto a las murallas de Pamplona, combatiendo al servicio de Fernando (que, por cierto, era vascohablante de cuna, pues había nacido y pasado su infancia en Sos, donde el eusquera era la lengua de la calle, mientras su adversario Labrit, más francés que Hollande según todos los indicios, apenas chapurreaba el bearnés). Es interesante resaltar, por el contrario, el hecho menos conocido de que el primer escritor en lengua vasca, el clérigo Bernard Dechepare, fue perseguido por los partidarios de Labrit a causa de sus simpatías por el rey Católico.

Los mitos nacionalistas son cuentos de buenos y malos. La historia de verdad nunca ha sido así. Valentí Almirall, el primer ideólogo del nacionalismo catalán, terminó en las filas de Lerroux; Arturo Campión, patriarca del nacionalismo vasco en Navarra, murió en San Sebastián en 1936 preguntando si habían llegado los suyos (o sea, los requetés); Francesc Cambó, el líder del catalanismo histórico, se pasó al bando de Franco, y lo mismo hicieron Pla, Risco, Barriola y un buen número de prestigiosos escritores nacionalistas catalanes, gallegos y vascos. La vida desmiente siempre, con su ambigüedad, el maniqueísmo de las ideologías.


LA PATRIA INVENTADA
El nacionalismo vasco, en sus distintas variantes, ha mantenido una permanente reivindicación de Navarra, sin cuya incorporación no sería posible la viabilidad territorial del proyecto estatista de Euzkadi. Pero para preparar su asalto independentista y hacer posible un sueño largamente acariciado, los hijos de Sabino Arana llevan más de un siglo tratando de demostrar la vasquidad del viejo reino y de denunciar el holocausto de su patria, esclavizada por los viles españoles desde 1512. En algún libro reciente se lee que cuando los castellanos (¡ y también guipuzcoanos y alaveses!) invadieron Navarra ese año se encontraron con muchedumbres enardecidas que gritaban Gora Euzkadi. Este brutal anacronismo podría ser una mera historieta chistosa si no retratara el desaguisado cultural ocasionado por los nacionalistas con su querencia a llevar a tiempos remotos sus más obsesivas quimeras.

Esta España nuestra ha sido regada de emociones peligrosas que oscurecen la razón, envueltas en un discurso trasnochado y pringoso. Pero desde Goebels hasta el publicitario de nuestros días saben que cualquier disparate, suficientemente repetido, pasa a ser una verdad evidente. El principal campo de fabulación nacionalista es siempre la historia. De ahí que, en el absurdo del País Vasco, se diga con cierto humor surrealista que lo verdaderamente impredecible es el pasado. Porque mientras los historiadores profesionales encuentran cada vez más semejanzas en la evolución de las distintas sociedades peninsulares, los constructores del futuro, los mitómanos nacionalistas, hallan cada vez más diferencias en los tiempos pretéritos. Utilizan la Historia como depósito de agravios con que encienden la pasión separadora; cocinan el hecho diferencial con el odio y el rencor que los hechos históricos deberían seguir produciendo en el presente. España fue y sigue siendo la verdadera razón de la existencia de la nación vasca desde que esta fraguó en el cerebro de Sabino Arana: solo a través del enfrentamiento con ella los vascos católicos y pastoriles de la pretendida ficción fuerista podrían adquirir su verdadera entidad nacional.

Pero nada había en la historia del País Vasco que permitiese pensar en hostilidad alguna hacia Castilla, un reino en el que se integró tempranamente y dio esplendor. Arana lo sabía y confesaba temblar cuando «me sentía inclinado a tratar la historia de mi patria». Sus hijos ya no tiemblan cuando se inventan una tradición llena de recursos míticos, de técnicas emocionales, de juegos de manos hechos con la historia. Y la guerra imaginaria «contra los españoles»,acariciada por todo el nacionalismo vasco desde Arana y Gallastegui hasta Krutwig, cobraría forma cruel en 1968 cuando un joven guardia civil fuese acribillado a balazos, tiro de gracia incluido, en un control de carretera cercano a Tolosa.

La manipulación histórica que pretende realizar Bildu desde el Ayuntamiento de San Sebastián sobre el bicentenario de la destrucción de la ciudad deja en evidencia una vez más las pretensiones nacionalistas de adecuar la historia a sus intereses e ideología. Da igual si los actos que se preparaban iban a dar abundantes beneficios a la ciudad vasca. La cuestión es manipular la historia para adecuarla a su mentalidad.

La razón de ser del nacionalismo se basa en la historia, y esta historia debe adecuarse a sus intereses. Y cuando más radical es el nacionalismo, más manipulados deben estar los acontecimientos. Por eso Bildu se esmera en tergiversar todos los acontecimientos y aprovecha las conmemoraciones para dar su propia versión.

Sucede con el bicentenario de San Sebastián, pero también ocurre con el V Centenario de la anexión de Navarra a la Corona de Castilla, como se ha visto esta semana con el intento de comparecencia en el Congreso de los Diputados del colectivo abertzale Nafarroa Bizirik.

Nunca hubo pueblo vasco
El propio diputado de Unión del Pueblo Navarro, Carlos Salvador, apuntó el pasado viernes que esta manipulación es «una gran operación de calado de ETA». Al fin y al cabo, las bases sobre las que se sustenta el terrorismo están basadas sobre la manipulación histórica. ¿La principal? Nunca ha existido el pueblo vasco como tal. Para Salvador, «ahora que ETA ha aparcado las armas, pretende centrarse en la tergiversación de los acontecimientos históricos». Si aceptaran la realidad de que nunca ha existido un pueblo vasco independiente, sus actos terroristas no tendrían ningún sentido.

Pero también el nacionalismo más moderado, encabezado por el PNV, está cayendo en la mentira para justificar sus postulados. De hecho, el fundador del Partido Nacionalista Vasco, Sabino Arana, fue el primer manipulador del nacionalismo. De su cabeza salió el término Euskalherria y de sus manos, la ikurriña.

Y los actuales dirigentes del PNV, al igual que otros partidos nacionalistas como Aralar o Geroa Bai, se suman a las reivindicaciones falsas que encabeza Bildu como la «conquista» de Navarra y el bicentenario de la destrucción de San Sebastián. De hecho, el portavoz nacionalista en las Juntas Generales de Guipúzcoa, Xabier Ezeizabarrena, pedía hace ya dos años «aprovechar la proximidad y los lazos que existen con Iparralde» (País Vasco-Francés) para potenciar la conmemoración del bicentenario. La idea de la Euskalherria, la que nunca ha existido, siempre está presente.

La misma unidad han demostrado todos los partidos nacionalistas para conmemorar el próximo 16 de junio en Pamplona la «conquista de Navarra» y con ella, reivindicar la «independencia de Euskalherria». Si admitieran que Navarra fue simplemente anexionada a la Corona de Castilla, no tendría sentido pedir la independencia.


EL REVISIONISMO HISTÓRICO CATALÁN
Solo una doctrina tan profundamente victimista como el nacionalismo catalán podría rendir tributo a un perdedor. Rafael Casanova simboliza las contradicciones de un soberanismo que homenajea a un personaje que simplemente se equivocó de bando monárquico; que califica de imposición una lengua, el castellano, usada como lengua materna por la mitad de los catalanes; que rechaza los toros, pero blinda los «correbous»; que toma como ejemplo Alemania, donde también hay déficit fiscal entre regiones, o que recupera estructuras medievales, como las veguerías, que luego no sabe aplicar.

Rafael Casanova, icono del nacionalismo catalán, murió plácidamente en su cama, perdonado por el Rey Borbón al que se enfrentó. Pero cada 11 de septiembre es saludado por los partidos nacionalistas con una ofrenda floral que atrae a muchos catalanes, sí, pero no para expresar su devoción identitaria, sino para silbar a los políticos culpables de la crisis.

Efectivamente, conmemorar los hechos de 1714, fecha en la que el decreto de Nueva Planta redujo las instituciones catalanas a la mínima expresión, no provoca excesiva excitación en la Diada Nacional de Cataluña. Pero, junto con el victimismo, crear artificialmente una masa crítica a favor de la causa también forma parte de la esencia nacionalista.

De ahí que el gobierno autonómico, liderado por Artur Mas, haya decidido festejar por todo lo alto el tricentenario de la entrada de las tropas borbónicas en Cataluña. La semana pasada, la Generalitat nombró al comisario de estos actos, Miquel Calzada, más conocido como Mikimoto, un famoso locutor catalán venido a menos que celebró su designación proponiendo que el Parlamento autonómico declare unilateralmente la independencia.

Hay quien ve en 2014 una excelente fecha para celebrar un referendo separatista. De hecho, convertir este año en una especie de «finisterre» soberanista no es nuevo: el exvicepresidente catalán, Josep Lluís Carod-Rovira, ya hizo algunos preparativos cuando gobernaba el tripartito. El revisionismo histórico de los secesionistas es casi una obsesión a veces tan ciega que incluye la recuperación de instituciones medievales de dudosa utilidad y viabilidad. Este es el caso de las llamadas veguerías, una estructura supramunicipal que el Estatuto de Autonomía de 2006 introdujo en su prolijo articulado y que debe sustituir a los consejos comarcales o las diputaciones, la cosa no está muy clara. Nadie ha sabido explicar las ventajas de estos entes y nadie se ha atrevido a crearlos. Entre otras cosas, porque CiU gobierna ahora diputaciones y consejos comarcales que hace seis años estaban en manos socialistas o republicanas.

Balanzas fiscales
Hace seis años también existía déficit fiscal, pero CiU nunca peleó por incluir el concierto económico en el Estatuto, mientras que ahora lograr un pacto fiscal es la única acción de gobierno en la que está entregado el equipo de Mas. Si no hay independencia fiscal, habrá adelanto electoral o referendo. Los convergentes aseguran que el déficit catalán supera los 16.000 millones, mientras que hay quien habla de superávit. Todo depende de los indicadores económicos y las balanzas fiscales que se utilicen.

Los nacionalistas sostienen que tienen detrás a una amplia mayoría social que apoya el pacto fiscal. Las cifras oficiales, las que arrojan las encuestas de la Generalitat, hablan de un 60%, aunque se desconoce si lo que reclaman estos ciudadanos es una mejora de la financiación o un concierto. Otra de las incógnitas es el porcentaje de catalanes que participaría en un referendo sobre el pacto fiscal, dada la experiencia del Estatuto, que fue votado solo por el 49% de la población. De estos, un 74% votó a favor, es decir, que dos de cada tres catalanes no apoyaron el texto.

El Estatuto supuso una experiencia traumática para el nacionalismo. Rebajado en el Congreso y en el Tribunal Constitucional, CiU lo da por superado y va más allá en asuntos como la citada financiación o la lengua. También aquí el Ejecutivo de Mas remite a épocas medievales para hablar de imposición del castellano, aunque hay autores que precisan que la preferencia de ese idioma por parte de la monarquía borbónica se circunscribía a las transacciones comerciales. Más allá de la reinterpretación histórica, el bilingüismo social no tiene una plasmación a nivel administrativo. Ni la tendrá, a pesar de las sentencias judiciales que así lo exigen. Con CiU, no habrá ningún paso atrás en una inmersión lingüística subvencionada que dura ya más de treinta años, pero que no ha impedido que la mitad de los catalanes usen el castellano de forma habitual. Ni las multas por no rotular en catalán ni la ausencia de la casilla de castellano en la preinscripción escolar han hecho retroceder este idioma. O que el 42,4% de los residentes en esta comunidad se sientan tan catalanes como españoles. Una dualidad que los nacionalistas se niegan a admitir, tal como se demostró durante la prohibición de las corridas. La medida, aprobada en julio de 2010, fue secundada principalmente por CiU, ERC e ICV —curiosamente el tripartito que ahora impulsa el pacto fiscal— con argumentos animalistas, en el caso de los ecosocialistas, y de identidad, en el caso de los partidos nacionalistas. Las imágenes del presidente catalán Lluís Companys en la Maestranza de Sevilla torpedeó el frágil discurso soberanista, pero lo que rehundió los atisbos de legitimidad que aún quedaban fue el blindaje de los «correbous» debido al granero de votos que ERC y CiU tienen en las tierras del Ebro.


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