Hace tiempo que se anuncia el declive de Occidente, pero ahora los síntomas de esa decadencia nos acosan: un crecimiento mínimo, una deuda asfixiante, una población envejecida, conductas antisociales. ¿Qué le pasa a la civilización occidental?
La respuesta que ofrece Niall Ferguson es que nuestras instituciones, los complejos marcos dentro de los que una sociedad puede florecer o fracasar, están degenerando. El gobierno representativo, el libre mercado, el imperio de la ley y la sociedad civil: estos solían ser los cuatro pilares de las sociedades occidentales. Estas instituciones, más que ninguna ventaja geográfica o climatológica, permitieron el dominio global de Occidente a partir de 1500.
En nuestra época, sin embargo, estas instituciones se han deteriorado de modo alarmante.
- Nuestras democracias han roto el pacto intergeneracional al amontonar deuda sobre nuestros hijos y nietos.
- Nuestros mercados cada vez están más deformados por regulaciones hipercomplejas que son la enfermedad, no la cura que pretenden.
- El imperio de la ley se ha convertido en el imperio de los abogados.
- Y la sociedad civil es ahora la sociedad incivil, en la que esperamos perezosos que el estado resuelva todos nuestros problemas.
La gran degeneración, es un poderoso y en ocasiones polémico alegato contra una era de negligencia y pasividad. Mientras el mundo árabe lucha por alcanzar la democracia y China avanza de la liberalización económica al imperio de la ley, europeos y estadounidenses malgastan el legado institucional de varios siglos. Detener la degeneración de la civilización occidental, advierte Ferguson, requerirá líderes audaces y una reforma radical.
Nuevamente uno de los grandes historiadores británicos del presente sorprende con un libro original, políticamente incorrecto y desafiante en el plano intelectual. En el 2012 apareció Civilización. Occidente y el resto (Barcelona, Debate, 509 páginas), en el cual intentaba explicar la supremacía occidental del último medio milenio, sobre los ejes de la competencia, la ciencia, la propiedad, la medicina, el consumo y el trabajo. El libro concluye: “Lo que hoy estamos viviendo es el final de 500 años de predominio occidental”.
Este es el tema que profundiza, en un análisis de actualidad, en el libro de 2013, subtitulado de manera elocuente Cómo decaen las instituciones y mueren las economías. La fórmula retoma el asunto tratado por el influyente texto de Daron Acemoglu y James A. Robinson, Por qué fracasan los países (Barcelona, Deusto, 2012), que estimaba un adecuado orden institucional en lo político y económico como factores cruciales para el éxito de un país, con ejemplos históricos abundantes, en la línea de Douglass North.
Ferguson, por su parte, analiza las sociedades en “estado estacionario” (Adam Smith), es decir, los países que habiendo sido ricos han dejado de crecer, como sería el caso occidental en el presente. En efecto, otros estudios prospectivos indican que en los próximos años, y ciertamente hacia el 2050, se producirán algunos cambios sustantivos en el orden económico mundial en relación a las grandes potencias. Como señala un informe de Price Waterhouse de 2012 y un estudio reciente de la OCDE, pronto Estados Unidos perderá la primacía que ha ostentado durante largo tiempo, a favor de China y la India, las pobladas potencias del Este. Asimismo, a mediados de siglo ningún país de Europa estará entre las ocho primeras economías del mundo.
La razón de la situación actual, estima el autor de La gran degeneración, radica en las leyes e instituciones, que son el verdadero problema, mientras que la recesión solo es el síntoma de una profunda decadencia. Esta degeneración se manifiesta en cuatro cajas negras que son analizadas en diferentes capítulos: la democracia, el capitalismo, el imperio de la ley y la sociedad civil.
En el primer tema, Ferguson comparte que “algo falla en nuestras instituciones políticas”. No se suma a los ataques de la izquierda o a los gritos de los indignados, pero manifiesta que la acumulación de deuda pública es un signo evidente de un gran problema político, del cual no se puede culpar a las guerras como en el pasado. No le interesa tanto la discusión entre partidarios de los “estímulos” o de la “austeridad” en relación al gasto, sino que le preocupa, en la línea de Edmund Burke, “el contrato social entre generaciones”. Tanto los receptores de salarios del Estado como los de prestaciones públicas son una oposición bien organizada frente a una política fiscal más responsable. Esto, además de representar una fórmula adecuada de administración de los recursos, indica una necesaria solidaridad intergeneracional.
En cuanto a la economía, el autor no comparte que el problema sea de desregulación, como enfatizan muchos análisis posteriores a la crisis que todavía sufren muchos países del orbe. Por el contrario, el exceso de una compleja regulación, o reglas mal diseñadas, incentivos inadecuados para directivos de Bancos, la acción de los Bancos centrales o las normas que permiten a personas de renta baja acceder a la propiedad de sus viviendas. ¿Y quién custodia a los reguladores?, se pregunta Ferguson, proponiendo algunas maneras de incentivar adecuadamente a los banqueros para evitar repetir errores: reforzar el papel de los Bancos centrales y la calidad de sus miembros, que conozcan algo de historia financiera, pero además una cuestión clave: evitar la sensación de impunidad, que haya castigos reales para quienes transgreden las normas bancarias, incluso la cárcel y no meras multas que no disuaden.
El imperio de la ley, el Estado de Derecho, es fundamental en cualquier desarrollo, y la arbitrariedad, el personalismo y sus derivaciones son síntomas claros de degeneración. Los enemigos del imperio de la ley son variados, desde la pérdida de libertades civiles (por el estado de seguridad nacional por ejemplo) hasta las complejidades y el coste del derecho. El exceso de restricciones, la falta de flexibilidad laboral, la ineficacia del marco legal o las dificultades a la inversión generan pesadez en el sistema, exceso de rigidez, corrupción y otros tantos males hacen que el sistema se vuelva poco creativo, carezca del necesario dinamismo y condene a las sociedades a la esterilidad o la degeneración.
Aquí emerge el último tema: el valor de la sociedad civil. Para ello Ferguson regresa al clásico tratado de Alexis de Tocqueville, Democracia en América, donde el pensador francés sostenía una afirmación decisiva: “Norteamérica es el país del mundo donde se ha sacado mayor partido de la asociación”, que se reflejaba en la seguridad pública y el comercio, en la industria y la religión. Todo ello ha disminuido a comienzos del siglo XXI, tanto en los Estados Unidos como en Europa. Este declive del “capital social” puede tener consecuencias nefastas, como el inmoderado crecimiento del Estado y las consecuencias de debilitamiento democrático. Resulta particularmente interesante su desafiante y polémica propuesta de ampliación de la enseñanza privada.
A pesar de su análisis, muchas veces implacable, el libro no es necesariamente pesimista, aunque Ferguson recuerde con cierta nostalgia 1989, cuando “parecía que Occidente había ganado y que se había iniciado una gran regeneración”. En medio de las dificultades presentes, el autor menciona “los posibles futuros”, dejando abiertas las puertas tanto al fracaso como a la recuperación, según sean las decisiones libres que se tomen por los Estados, la comunidad internacional y la sociedad civil. Esto exige esfuerzo y trabajo conjunto, capacidad de asumir desafíos en la educación de los hijos y en el barrio donde vivimos, sin esperar todo de las autoridades políticas y del Estado. Los peligros para el mundo oriental hoy son la revolución y las guerras. El mundo occidental está varado en un “estado estacionario”. Para salir de él no solo se necesita el tradicional y muchas veces exitoso espíritu crítico occidental, sino también una capacidad para enfrentar los problemas con creatividad, espíritu de victoria y pensando también en el futuro
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