Conviene dejarlo claro desde el mismo título: España es ya un Estado federal.
Es verdad que no es idéntico a ningún otro Estado federal, pero no hay que alarmarse por ello. Sencillamente, porque no hay dos Estados federales que sean idénticos. ¿En qué se parecen entonces EE UU o Brasil, Alemania o Suiza, por citar solo un par de ejemplos, a ambos lados del Atlántico, de Estados federales paradigmáticos? ¿Por qué todos estos Estados, siendo diferentes, son todos federales, de igual modo que también lo es el Estado español?
La clave que explica por qué todos esos Estados, pese a ser tan distintos, forman parte de la gran familia del federalismo no podemos encontrarla ya en la apelación a conceptos que hoy día han perdido gran parte del significado que tuvieron en el pasado. No es, en efecto, la soberanía la que da razón de ello. Los Estados integrantes de EE UU o de Brasil, los länderalemanes o los cantones suizos, por mucho que se diga, no son soberanos. O, desde luego, no lo son como lo es el correspondiente Estado global en que se integran todas esas unidades federadas (EE UU, Brasil, Alemania o Suiza). Es más, ni siquiera creo que se pueda decir con propiedad que hoy día existen Estados plenamente soberanos. En el siglo XXI la soberanía ha mudado su significado. Más aún cuando, como es el caso de los Estados miembros de la Unión Europea, los mismos han renunciado voluntariamente a ella en facetas tan importantes como la de la moneda. O, por ampliar la mirada, cuando el proceso de globalización, lejos de ser un mero espejismo intelectual, ha pasado a convertirse en una realidad con consecuencias directas en lo financiero, lo económico, lo laboral o lo social. O cuando, por terminar, hay Estados integrados en estructuras defensivas militares que son las que les garantizan, nada más y nada menos, que su seguridad exterior.
Si no es la soberanía la clave, ¿cuál es esta? Aun a riesgo de caer en el reduccionismo, inevitable en un escrito de estas características, me parece que la clave que explica por qué hay Estados que siendo muy diferentes son, sin embargo, todos federales, tiene que ver con el reparto efectivo del poder público entre las distintas instancias, centrales y federadas, que integran el correspondiente Estado federal. Reparto del poder público (autonomía política) que se traduce, jurídicamente, en el reparto de competencias, fundamentalmente, de carácter legislativo (las auténticamente políticas), pero también ejecutivo y administrativo y, en su caso, pero no imprescindiblemente, jurisdiccional.
Ese reparto del poder público, constitucionalmente garantizado, debe de ser, además, indisponible para una sola de las partes; lo que quiere decir que, en caso de que se desee alterarlo, trasladando competencias de una parte a otra, será preciso contar con la voluntad favorable de ambas.
El correlato necesario de la división del poder público entre las distintas partes que integran el Estado federal es el de la autonomía y suficiencia financiera de cada una de ellas, que les permita hacer frente, en debidas condiciones, al ejercicio de las competencias que tienen atribuidas. De nada sirve ser titular de competencias si no hay recursos económicos suficientes para hacerlas efectivas, de igual modo que tampoco sirve de mucho hablar de autonomía política si después se carece de autonomía para conseguir ingresos y efectuar gastos. Al igual que la distribución de competencias, los principios básicos de la autonomía y suficiencia financiera (y presupuestaria) debieran venir garantizados en la Constitución federal, y ser indisponibles para una sola de las partes, más allá de supuestos excepcionales, que, por ser tales, no merece ahora la pena tratar.
Otra de las características que suelen considerarse esenciales en un Estado que merezca denominarse federal (si bien, a este respecto, podríamos encontrar alguna singularidad no desdeñable) es la que tiene que ver con la posibilidad de que las unidades federadas participen en la formación de la voluntad federal en relación con aquellas cuestiones que más directamente les atañen. En efecto, es muy común que en los Estados federales, además de la cámara de representación popular (Parlamento, Congreso, etcétera), exista también una cámara de representación territorial (senado, Bundesrat, etcétera), competente para participar en la aprobación de leyes de gran relevancia para esas entidades estatales federadas.
Evidentemente, habría otras muchas cosas que añadir, características también de los Estados federales, o de la mayoría de ellos, pero me parece que estas son las fundamentales.
Pues bien, si sometemos el Estado español a examen comparativo a la vista de todas ellas, llegaremos a la conclusión de que, sin duda, las dos principales se cumplen: tanto el Estado central como las comunidades autónomas, por un lado, gozan de auténtico poder político, al disponer de importantes campos materiales sobre los que ejercen facultades de carácter legislativo y ejecutivo; y, por el otro, ambas partes disponen de recursos financieros suficientes y autonomía presupuestaria, por más que estas cuestiones precisen de matices en estos años de crisis económico-financiera tan acusada, y, sobre todo, a la luz de la última reforma constitucional (artículo 135) y de la consiguiente aprobación de la legislación orgánica que la desarrolla (Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera).
Más dudas caben en relación con la cámara de representación territorial, pues aunque formalmente disponemos de ella, el Senado, lo cierto es que por su composición y funciones no responde adecuadamente a ese propósito.
En definitiva, el Estado español, pese a sus peculiaridades, deficiencias y disfunciones, es ya, como se anunciaba al comienzo, un Estado federal. No lo era cuando se aprobó la Constitución en 1978, pero tras más de 30 años de vigencia y de desarrollo estatutario y legal de la misma, ha llegado a serlo.
Y, entonces —podría alguien preguntarse—, si el Estado español es ya un Estado federal, ¿por qué todo este ruido federal? ¿Por qué la palabra “federalismo” se nos mete hasta debajo de la manta, perturbando nuestros sueños y juegos? ¿Por qué no lo dejamos estar?
Cada uno tendrá sus respuestas, lógicamente. La que a mí me vale es esta: porque aunque nuestro Estado autónomo ya es un Estado federal, existen, sin embargo, deficiencias y disfunciones, como se señalaba con anterioridad, que merece la pena corregir. Y para hacerlo con base firme y criterio cierto nada mejor que acudir a las enseñanzas que nos ofrece el federalismo comparado.
Se trataría, en conclusión, de reformar nuestro Estado de las autonomías a la luz de la experiencia federal comparada, con el fin de hacerlo más eficiente, más previsible, menos sujeto a los vaivenes de la política partidista, más seguro desde un punto de vista competencial y financiero; en definitivas cuentas, para organizarlo mejor. ¿Hay alguien que se niegue a ello? Pues si es así, que, por favor, nos explique sus razones. Y obsérvese bien, se piden razones, no emociones o pasiones, tan perjudiciales cuando se trata de organizar un Estado.
Antonio Arroyo Gil es profesor de Derecho Constitucional de la UAM y autor de los libros El federalismo alemán en la encrucijaday La reforma constitucional del federalismo alemán. Miembro del colectivo Líneas Rojas.
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