Sin la victoria de los españoles en las Navas de Tolosa en julio de 1212, no existiría ninguna de las instituciones que en 2012 ha considerado más importantes sus componendas, pillajes, vergüenzas y desvergüenzas, y hasta conmemorar la Constitución de Cádiz o la incorporación final de Navarra a la Corona. En las Navas no se dirimió un equilibrio circunstancial de poderes y riquezas, sino un enfrentamiento directo entre dos civilizaciones, en la vanguardia de una de las cuales estaba España. Por cierto que en la vanguardia de la vanguardia, es decir al frente de la hueste central cristiana, estaba el señor de Vizcaya, don Diego López de Haro, fiel vasallo de su señor el rey de Castilla como (casi) siempre han sido los vascos.
El 14 y 15 de julio de 1212 ya estaban dispuestos en el campo de batalla entre 50.000 y 120.000 musulmanes dirigidos por el califa, llamado Miramamolí, que moriría un año después de la derrota y entre 20.000 y 75.000 cruzados franceses, tropas aragonesas, catalanas, navarras templarios, de los reinos de Castilla y Portugal, además de maestros del Temple y de San Juan. Los cristianos habían aparcado sus propias disputas territoriales, respondiendo a la llamada a la cruzada contra los almohades del Papa Inocencio III y aún con la gran derrota de la Batalla de Alarcos en la mente, hacía apenas veinte años, en la que Alfonso VIII no quiso esperar refuerzos cristianos. El 19 de junio de 1212 salieron de Toledo las huestes cristianas. En su camino tomaron las plazas musulmanes de Malagón, Calatrava, Alarcos y Caracuel. Aquí se les unió el ejército de Sancho de Navarra, con sólo 200 caballeros. Tras una escaramuza en el Puerto del Muradal, el choque definitivo se producirá junto al lugar llamado Mesa del Rey.
En el ejército cristiano, unos 12.000 hombres divididos en tres cuerpos, el rey de Aragón mandaba el ala izquierda, correspondiendo el centro al castellano y la derecha al navarro. En primera línea se colocaron las respectivas vanguardias, con los ejércitos y costaneras en el centro y las zagas mandando las retaguardias. Los musulmanes, unos 10 o 12.000, instalaron su campamento en el Cerro de las Viñas, con la infantería al frente y la caballería ligera en los flancos. Detrás se situó la caballería pesada almohade, con la zaga musulmana guardando el campamento del Califa.
Las primeras luces del día 16 de julio de 1212 ponen en marcha el avance cristiano, hostigado por una lluvia de flechas. Pronto la vanguardia chocó con las defensas musulmanas, que se cerraron sobre ella, causando numerosas bajas. Al ver retroceder a los cristianos, los musulmanes rompieron su formación para perseguirles, lo que fue un grave error táctico. En ese punto, los tres reyes con sus mesnadas, lo más granado del ejército cristiano, se lanzaron por el centro que la caballería enemiga había dejado abierto. Al poco quedaron rotos tanto el frente almohade como su zaga, produciéndose su desbandada. Los cristianos se lanzaron sobre el campamento enemigo, aplastando a la guardia musulmana y poniendo en fuga al califa. La batalla había terminado.
La victoria en las Navas de Tolosa aumentó la presión cristiana sobre los musulmanes. Por el reino de Aragón, Jaime I conquistó Mallorca e Ibiza, así como el reino de Valencia. Fernando III de Castilla ocupó la baja Extremadura, Sevilla, Córdoba, Jaén y Murcia, mientras que Sancho IV toma Tarifa. Por su parte, Portugal completa la conquista del Algarve hacia 1250.
Ha habido conmemoraciones, más privadas que públicas y más locales que nacionales, en Las Navas de Tolosa, en Roncesvalles, en Aldea del Rey y hasta en Pamplona. Pero ha faltado la Corona, ha faltado el Gobierno y en consecuencia los políticos de primera fila se han dedicado a otras actividades veraniegas. Nadie recordó el pasado día 10 que era el aniversario de la muerte del Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar; las autoridades locales comentan con decepción que ha vuelto a pasar lo mismo que al conmemorarse en 2008 el aniversario de la batalla de Bailén.
Todas las comunidades humanas necesitan, si han de perdurar, unos mitos compartidos que vertebren su identidad. Lo peculiar de España es que ha hecho mitos de acontecimientos históricos que no necesitaban cambios para retratar la personalidad colectiva de muchos siglos y generaciones. Quizá por eso entre nosotros no hay más dragón que el de Montserrat, y por eso no hemos necesitado una construcción tan imaginativa como la de Israel ni tan endeble como las de casi todos los Estados surgidos en el último siglo, o dos. Mitos, sin duda, pero fundados en hechos, desde Numancia a Pompeyo, de Recaredo a don Pelayo, del Cid a las Navas, de Caspe a Granada, y así. Y por eso mismo la negación y destrucción de la identidad española tiene un problema particular, que es que no basta a sus enemigos identificar sus mitos y calificarlos como tales, sino que han de promover la negación y el olvido de la verdad histórica.
Antes ya de que existiese el concepto moderno de nación existía España, y era la memoria de las Navas un pilar de su identidad. Un mito, sí, pero uno que no necesitaba como otros temer la investigación histórica sino, al revés, podía permitirse promoverla. De hecho, es muy de notar que hasta la Constitución vigente reconoce, y no pretende crear, esa identidad y esa unidad: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles»; de los españoles, no de sus representantes, ya que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Defender los cimientos de esa unidad no es por tanto para ninguna autoridad pública una opción, sino un deber, puesto que sin tal identidad desaparecería la legitimidad misma de todos los cargos, carguitos y cargüelos.
Las Navas de Tolosa era una batalla debidamente recordada en nuestras escuelas, pero no lo es ya en los planes de estudios que padecemos, donde todo lo precontemporáneo y no sectario es despreciado. Las Navas de Tolosa era una batalla conmemorada sin interrupción en toda España y aún fuera de ella, puesto que españoles de todas partes vencieron allí juntos y todos sus descendientes nos beneficiamos hasta el día de hoy de aquella victoria; ya no es así, puesto que se miente sobre lo que pasó o sencillamente se niega y olvida, para dar aliento a mitos e identidades sin fundamento en el pasado pero con sustento en los nuevos reinos de Taifas en que vivimos.
Europa, nos dicen, ha entrado en la era post-nacional "exaltada por los herederos de la reconstrucción y por los turiferarios del patriotismo constitucional teorizado por Jürgen Habermas, obsesionados por la ideología del mestizaje, que persiguen todas las formas de culturalismo o de esencialismo, invocando el advenimiento de una Europa desencarnada, dirigida por un universalismo abstracto". Como recordaba Jean de Lothier en el último número de Diorama Letterario, la nación moderna sirvió en sus orígenes al liberalismo, pero en las últimas décadas, en general, tanto el socialismo marxista como el liberalcapitalismo han optado por lo genéricamente humano y por la negación de las identidades naturales; en consecuencia, han empezado por negar los hechos y los mitos fundacionales de tales identidades en la tradición europea.
En consecuencia, ante las Navas, negar lo que sucedió, falsificarlo o relegarlo a un rincón de la vida colectiva no es sino un paso más hacia la destrucción de la identidad española, con la complicidad del gobierno del PP, antesala de la reducción de Europa a un inmenso rebaño de individuos hipotecados, dispuestos a llamar libertad a su sumisión individual e irreversible y a su falta de verdaderas libertades. Don Claudio Sánchez Albornoz identificó España con una permanente opción por lo cristiano, lo europeo y lo occidental, de la que esta batalla no es sino una muestra grandiosa. Desde luego que a las distintas formas de materialismo actual, incluso el de nuestros personajes y políticos, conviene más el individualismo de Américo Castro. Sólo que no tenía razón.
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