Ha publicado El Mundo una columna de Jorge de Esteban que merece ser reproducida hasta nuestros políticos abran los ojos y asuman la realidad.
Ya no cabe que disimulemos lo obvio, ni que miremos para otro lado, debemos afrontar la realidad tal como es, porque no podemos seguir corriendo tras los hechos para intentar alcanzarlos. No hay más remedio que pararse y aceptar lo que tenemos delante, con el fin de resolver el embrollo que nos envuelve, reconociendo de una vez que el Estado de las autonomías, que surgió de la Constitución de 1978, ha fracasado rotundamente, convirtiéndose más bien en el Estado de las anomalías.
Ahora bien, es conveniente no sólo hacer el diagnóstico de esta aberración constitucional que padecemos, sino también conviene explicar las causas por las que se creó. Las razones, sin que nos remontemos al siglo XIX, que es la fecha de donde partió el problema que todavía nos acecha, fueron cuatro en los inicios de nuestra actual democracia. En primer lugar, se trataba de resolver la cuestión de las reivindicaciones de los vascos y catalanes, algo que el propio Rey, en el discurso de su proclamación el 22 de noviembre de 1975, había ya sugerido. En segundo lugar, tras la llegada del presidente Tarradellas a Madrid en el año 1977, y de la restauración de la Generalitat de Cataluña, se intentó generalizar las autonomías para evitar la susceptibilidad de los medios más conservadores del régimen franquista, todavía en pie, a través de las llamadas preautonomías, antecedente de lo que vendría más tarde. Sin embargo, hay que señalar que además de estas dos primeras razones, había dos más que eran defendibles desde una perspectiva meramente democrática. En efecto, en tercer lugar, la adopción de las autonomías tenía la pretensión de acercar la administración a los administrados, mediante la descentralización del poder. Y, por último, también cabía defenderlas en razón de que podían ser un instrumento válido para acortar las diferencias económicas entre las regiones españolas, sacando a algunas del subdesarrollo económico y cultural en que se encontraban secularmente.
Pues bien, ninguna de estas razones se ha cumplido satisfactoriamente, salvo si acaso la última, pues no cabe duda de que regiones como Extremadura o Canarias, por poner algún ejemplo, se han beneficiado en cierto sentido del Estado de las autonomías. Pero dicho lo cual, no hay más remedio que afirmar que en su conjunto el Estado autonómico, ha fracasado, como, por ejemplo, se acaba de poner de manifiesto en un curso de la Fundación Denaes en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, en el que yo he participado. Pero, los testimonios de este fracaso nos lo ofrecen todos los días los periódicos y, en especial, la opinión pública de los españoles, que por fin se han dado cuenta de dónde procede la mayor parte de su desastrosa situación económica y de la senda que nos lleva al temido «rescate».
Conviene, por tanto, que entremos ahora en el diagnóstico de las razones de por qué ha fracasado un modelo de Estado descentralizado, que era bastante viable, y hasta beneficioso, si se hubiera regulado su diseño de forma racional y estable. La primera de las razones de su fracaso es la que se refiere, como digo, a su insuficiente regulación en el título VIII de la Constitución. Ciertamente, los constituyentes podían haber optado por un modelo concreto de los que ya existían en Europa para descentralizar el Estado, como podía ser el portugués, con dos regiones autónomas y el resto del territorio peninsular descentralizado administrativamente; el italiano, con 20 regiones autónomas, pero cinco de ellas con más competencias que las demás; y, por último, el alemán, en donde todos los Estados miembros tienen parecidas competencias. Sin embargo, no se siguió ninguno de esos tres modelos, sino que siguiendo el funesto ejemplo de la II República, se decidió crear un Estado descentralizado a trompicones y de manera desigual. Las consecuencias de ese sistema abierto, progresivo y nunca terminado, ha contribuido definitivamente a llevarnos a la situación actual. Porque, además, en segundo lugar, la concurrencia de ese sistema continuo de regateo competencial de las comunidades autónomas creadas, se agudizó al máximo, por permitir en nuestro sistema electoral la existencia de partidos nacionalistas, en las Cortes Generales, que es una característica anómala en los Estados federales que funcionan.
En tercer término, cabe afirmar que en la dialéctica que es propia de todo Estado federal, entre las fuerzas centrípetas y las fuerzas centrífugas, el ideal radica en la búsqueda de un equilibrio armónico entre ambas tendencias. Ahora bien, en España ha existido un elemento distorsionador que ha favorecido absurdamente el centrifuguismo, que paradójicamente no ha sido otro que el propio Tribunal Constitucional, cuyas muchas sentencias, especialmente la que se refiere al Estatuto de Cataluña, y a las legalizaciones de los partidos pro-ETA, Bildu y Sortu, no han hecho más que perturbar la lealtad federal o constitucional, que es necesaria en los Estados de este tipo.
Pero no sólo eso, sino que la diversidad de las competencias que han asumido las diferentes comunidades autónomas, han comportado, en cuarto lugar, que se haya establecido una situación de confusión en el funcionamiento general del Estado, dejando al Gobierno Central prácticamente sin competencias, o, dicho de otro modo, convirtiendo al Estado-aparato en un cascarón vacío. Como era de esperar, en quinto lugar, la reivindicación permanente de competencias, llevaba aparejada el aumento continuo de las clases políticas regionales, que han convertido a España en el país europeo con mayor número de políticos por metro cuadrado. Además, se ha ido fomentando la creación de empresas públicas, de televisiones autonómicas y organismos inoperantes, la mayor parte de los cuales con la única finalidad de emplear a simpatizantes, amigos y parientes.
Todo ello, en sexto lugar, fue favorecido por la modificación de la ley de las cajas de ahorro, que fueron invadidas por los políticos y sindicalistas locales, conllevando la corrupción y el despilfarro. La consecuencia ha sido que nuestras comunidades autónomas se han convertido en la mayor fábrica de déficit del Estado, hasta el punto de que ya no podemos continuar con este sistema de autonomías, de las que se ha perdido todo control, como se demuestra por el intento de rebelión encabezado por Cataluña en los momentos actuales, sin que ni siquiera nadie haya aludido al artículo 155 de la Constitución, que se hizo para algo. Semejante situación -y eso es lo peor- la conocen ya perfectamente las instituciones europeas, el Gobierno de los Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional, la OCDE y, especialmente, lo que se llama metafóricamente los mercados. De ahí que mientras que no se resuelva este galimatías, España no saldrá de la recesión, por muchos parches que ponga el confuso Gobierno actual.
Sin embargo, nada de esto habría ocurrido si la Constitución hubiese establecido con claridad cuáles eran las comunidades autónomas, sus respectivas competencias, y las propias del Estado. Por el contrario, no sucedió así, dando comienzo una carrera hacia el desguace del Estado. Muchos, sin embargo, desde el primer momento afirmamos la necesidad de que se acabase el diseño del Estado. En mi caso, por ejemplo, siendo subdirector del Centro de Estudios Constitucionales, sugerí al ministro de la Presidencia, Pío Cabanillas, la conveniencia de llevar a cabo una ley que estableciese el diseño final del Estado, puesto que la reforma de la Constitución en aquellos momentos no era viable. De este modo, Calvo-Sotelo cayó en la cuenta y se redactó la llamada Loapa, que trataba de llevar a cabo ese cometido en algún sentido. Pero los nacionalistas vascos y catalanes recurrieron la ley ante el Tribunal Constitucional, y éste en una de sus desafortunadas sentencias, siempre influidas por los partidos nacionalistas, anuló varios artículos de la misma. Si esa ley, o incluso otra parecida, se hubiera impuesto, junto con el acuerdo de los dos grandes partidos, España hubiese podido tener un Estado descentralizado que habría sido beneficioso para el país. Pero no fue así.
De este modo, hemos llegado irremediablemente a la actual situación, en que después de los ocho años de Gobierno del presidente Zapatero, las cosas se degradaron al máximo. La esperanza que se había depositado en el presidente Rajoy, en el Partido Popular, por el momento han defraudado ampliamente a todos los españoles. Nos encontramos en una situación cada vez peor, pero no sólo desde el punto de vista económico, sino también psicológico. Los españoles ya no confían en nadie o, mejor dicho desconfían de todo y de todos, y, a su vez, nadie fuera de España confía en nosotros. El Gobierno tenía que haber elegido entre reorganizar o desmantelar el Estado de las autonomías, o reducir cada vez más, con recortes y subida de impuestos, el Estado de Bienestar, en perjuicio de los españoles más necesitados. Pues bien, fatalmente eligió la segunda opción, que nos lleva claramente al abismo. Pero, se quiera o no, el Estado de las autonomías ha fracasado ya estrepitosamente, y será necesario reorganizarlo en profundidad, o incluso suprimirlo, si nos lo exigen nuestros deudores y socios europeos, porque la soberanía nacional es ya una entelequia jurídica. Sea lo que fuere, o entramos en un momento constituyente para revisar nuestra Constitución o depositamos a ésta en el almacén de los objetos perdidos.
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