sábado, 6 de febrero de 2016

PODER SOBRE LA GENTE, PODER PARA EL ESTADO


No ha habido en estos últimos 40 años, no ya un partido, sino una mínima vanguardia capaz de combatir esta inclinación hacia una mentalidad colectivista, de súbdito, esclavo y dependiente. Muy al contrario, cualquiera con ciertas aspiraciones, siempre ha intentado colocarse lo mejor posible en el sistema, nunca cambiarlo.

Mientras las izquierdas llevan años en ebullición, fabricando frenéticamente partidos y partiditos extraordinariamente activos, con una sorprendente capacidad para superar el corte de los mass media, pidiendo "poder para el pueblo", que en realidad significa "poder sobre la gente, poder para el Estado”, al otro lado sólo ha estado un Rajoy indolente, perezoso y gris, ni liberal ni conservador sino todo lo contrario, con su reducido grupo de edecanes, a los mandos de un partido al que el ejercicio de un poder casi absoluto ha corrompido absolutamente.

El populismo ha aprovechado el crac financiero y la crisis para tirarse a la yugular del capitalismo y asediar las vituperadas libertades individuales, al asalto, cómo no, del control del presupuesto, y al otro lado no ha habido nadie que contrarrestara el engañoso discursos del “empoderamiento del pueblo con algo más que apelaciones a la sensatez y al conformismo, con algo más, en definitiva, que la vacuidad y la desvergüenza. Eso es lo que ha dejado a la intemperie y acongojadas a millones de personas que saben bien que si la única oportunidad que esta España del siglo XXI puede ofrecerles es ser iguales, y encima tomando como modelo a esa esa nulidad de políticos, entonces no habrá oportunidad ninguna.

Se ha echado muchísimo de menos un nuevo Ortega que volviera a clamar a voz en grito "no es esto, no es esto".

Se ha echado muchísimo de menos un nuevo Ortega que volviera a clamar a voz en grito "no es esto, no es esto", cuando los padres de la patria intentaban vender el Régimen del 78 como una democracia homologada, o el castizo capitalismo de amigotes, tanto nacional como autonómico, como quintaesencia de la economía de mercado, cuando no era más que el extremo opuesto. La izquierda vocinglera, crítica, intenta morder a un capitalismo y un mercado que en la realidad no existen, que no son más que un espejismo a imagen y semejanza de esta política sin políticos.

Dentro de esta mascarada, la preponderancia de las ideas-fuerza de la izquierda se ha vuelto tan abrumadora que Ciudadanos, un partido llamado a equilibrar el cada vez más descompensado mapa político, un supuesto catalizador para impulsar la reforma del sistema, lejos de postularse como alternativa inequívoca al colectivismo del pilla pilla presupuestario, tan apreciado a derecha e izquierda, ha terminado travistiéndose también de burócrata repartidor en lugar de impulsar la responsabilidad individual, dando por cierto que la sociedad española prefiere prebendas, dependencia, vivir de esas migajas que caen desde el mantel del poder, sabedores de que aquí lo que nos pone son las “paguitas”, eso que nos han inculcado desde la más tierna infancia. El “todo lo mío es mío, y lo tuyo de los dos” del que posiblemente provienen otros disparates, como el separatismo provinciano.

No ha habido en estos últimos 40 años, no ya un partido, sino una mínima vanguardia capaz de combatir esta inclinación hacia una mentalidad colectivista, de súbdito, esclavo y dependiente. Muy al contrario, cualquiera con ciertas aspiraciones, siempre ha intentado colocarse lo mejor posible en el sistema, nunca cambiarlo. Este es el nudo y el argumento de la fragmentación del Parlamento: organizar como sea un nuevo reparto de la tarta. Un prorrateo que el variopinto ejército progresista promete extender horizontalmente, como si el maná fuera infinito, inagotable, tal y como ya están haciendo en algunos ayuntamientos.

Para comprender hasta qué punto lo que amenaza con venir está muy lejos de lo que necesita el esforzado ciudadano, ese que vive a ras de suelo, basta con ver la tropa de aspirantes que hay más allá de la momia de Mariano.

Pablo Iglesias, un tipo que a los 14 años ya había ingresado en la Unión de Juventudes Comunistas de España; Mònica Oltra, que se unió al Partido Comunista del País Valenciano a los 15 años; Ada Colau, cuyo único mérito es ser activista desde los 17 años, también comunista, por supuesto; Pedro Sánchez, que a los 26 ya estaba colocado, en el buen sentido, como asesor en el Parlamento Europeo con la socialista Bárbara Dührkop… Gente, en definitiva, que ha vivido desde la más tierna infancia instalada en la utopía, en la idea que, si ellos pueden vivir del cuento ¿por qué no va a poder hacerlo quienes les den su voto? Hijos e hijas de familias acomodadas, que nunca conocieron la necesidad, la amargura de no poder pagar la factura de la luz, cuya experiencia vital es un hatillo de teorías políticas  biensonantes -pues son la base del más puro clientelismo- y que se ven a sí mismos dirigiendo los destinos de millones de personas, porque cualquier otra alternativa desmerecería su inteligencia.

Puestos a elegir entre lo malo o lo pésimo, ahí está postulándose como Presidente del Gobierno el tal Sánchez, cuyo programa regenerador se reduce según sus propias palabras en entrevista reciente en Tele 5, pásmense, a democratizar internamente los partidos políticos y despolitizar la radio televisión pública. De separación de poderes, controles y contrapesos, ni media palabra, de la Justicia independiente nada de nada, de una ley electoral que otorgue el control de la representación a los votantes, menos si cabe. Y un sistema económico sin barreras, que no privilegie a los empresarios amigotes del poder, los que pagan buenas comisiones, mientras impone innumerables trabas a quienes pretenden ganarse la vida dignamente, es como mentar la soga en casa del ahorcado. Porque con las mordidas no se juega.

Esto es lo que nos ofrece hoy el Parlamento: Sánchez "el guapo", la momia de Mariano Tutankamón o el régimen elevado la enésima potencia, que es lo que proponen Iglesias y sus díscolos virreyes valencianos, gallegos y catalanes. Este es el legado de 40 años de inmovilismo, al que Rajoy ha puesto rúbrica gloriosa. El Parlamento no está fragmentado, está roto, descompuesto. Y no caben milagros. De convertir este despropósito en una democracia presentable ya hablaremos, si acaso, dentro de unas décadas, cuando todos estos personajes disfruten, junto a Juan Carlos, de sus pingües beneficios en las Islas Caimán... si es que para entonces queda algo.

Javier Benegas y Juan M. Blanco en Vozpopuli.com

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