miércoles, 20 de enero de 2016

PEDRO SÁNCHEZ Y LOS ESTÚPIDOS MALICIOSOS

En su ensayo satírico sobre la estupidez humana, Carlo M. Cipolla clasificó a los individuos en varias categorías, una taxonomía muy útil para comprender el pelaje de los políticos en España. Los dirigentes públicos suelen ser básicamente egoístas, incluso egocéntricos, perseguidores de su propio beneficio. Pero existen matices que permiten distinguir tres subgrupos.
  • Los políticos inteligentes se preocupan también de favorecer a sus conciudadanos: hacen compatibles sus intereses con los de la mayoría.
  • Los inteligentes-maliciosos perjudican al ciudadano, pero, al menos, la pérdida que provocan a la sociedad es inferior a la ganancia que obtienen. 
  • Los más nefastos son, con diferencia, los políticos estúpidos-maliciosos, unos fulanos completamente dominados por la estulticia, capaces de causar gigantescos quebrantos a su país, irreparables estragos, con tal de alcanzar un beneficio particular relativamente pequeño. Desgraciadamente, el sistema institucional español generó demasiados dirigentes de esta última ralea. Y así nos va.

¿Qué importa acabar de hundir un país comparado con el placer de ser llamado "presidente", de recibir reverencias de una nube de pelotas y aduladores?


En estos días ha sido Pedro Sánchez el abanderado de este enfoque, el encargado de demostrar que, en la política española, la estupidez constituye una tentación demasiado irresistible como para no sucumbir a ella. Si para alcanzar la presidencia es necesario contar con el voto de los partidos secesionistas, aquellos que niegan la propia esencia de la legalidad española... se cede ante sus exigencias y santas pascuas. Si hace falta conceder una independencia de facto, por la puerta de atrás, un quebranto que imposibilitaría al propio jefe del ejecutivo gobernar en una parte de España... se consuela pensando que queda la otra parte. ¿Qué importa acabar de hundir un país comparado con el placer de ser llamado "presidente", de recibir reverencias de una nube de pelotas y aduladores? El estrecho fin justifica los medios. Para Sánchez, y para una abundante patulea de políticos actuales, los intereses de España importan un comino si se comparan con la inmensa satisfacción de asentar las posaderas en una mullida poltrona, el placer de repartir prebendas a sus paniaguados o, llegado el caso, el deleite de recoger algún sobre despistado por ahí.

Egoístas, tontos y maliciosos

Pero sería injusto atribuir al secretario general del PSOE la exclusiva de estas inclinaciones. Sánchez es sólo un ejemplo paradigmático, el sujeto que se encontraba en la escena del crimen el día de autos, quien tenía el motivo, el medio, el arma y la oportunidad. Y, según su criterio, el ángulo de tiro adecuado y la puntería suficiente como para cometer el crimen. Sin olvidar unos reflejos pavlovianos que le llevan a apretar automáticamente el gatillo cuando se abre cualquier vía para acrecentar su poder. El comportamiento estúpido-malicioso se encuentra demasiado arraigado en la élite gobernante española, para la que el aprovechamiento de lo público para fines privados, la ausencia de responsabilidad o la numantina resistencia a abandonar cargos que proporcionan inmunidad, constituyen la tónica general. Si dispusiera de esa misma opción, seguramente Mariano Rajoy, y muchos otros, explorarían un nuevo pacto con los secesionistas, o con el diablo de ser necesario, como vía para permanecer en el cargo. La letal combinación de maldad y estupidez asemeja los políticos españoles a esos burdos ladrones que, para robar una determinada cantidad, causan un destrozo de incalculable valor. Con tal de figurar, gozar de coche oficial, mangonear profusamente, presumir de cargo rimbombante o embolsarse discretamente unos millones de euros, nuestra clase política genera costes sociales inmensamente superiores. 


No hay que caer en la ingenuidad de esperar dirigentes generosos y altruistas, personajes que se limiten a velar por el bien común: la clase política es interesada en todas las latitudes. Pero existen algunas diferencias. En países más asentados, el egoísmo queda atemperado por un entorno de valores, ideales y visiones del mundo; los intereses particulares constreñidos por un estricto marco legal. Los políticos de democracias con apropiados controles, suelen perseguir su propio interés, por supuesto, pero también otros objetivos más nobles. Miran por ellos mismos sin renunciar a una visión de futuro. Intentan beneficiar a su patria al tiempo que obtienen los réditos. Y muy pocos se permiten perjudicar desproporcionadamente a su país tan sólo para obtener una magra ganancia. No así en España, donde la política es un mercadillo donde todo está en almoneda. Sin ideas profundas o aspiraciones elevadas, las leyes y valores se retuercen en beneficio particular;  y el bien común importa un comino.

Rajoy y Sánchez... a subir cafés

¿Por qué no surgen en la política española principios y valores capaces de atemperar el egoísmo más pedestre? ¿Por qué padecemos la plaga bíblica de los tontos-maliciosos en lugar de males menores como políticos tontos-bondadosos o listos-malvados? No es nuestra mala estrella sino el resultado inevitable de un diseño institucional pensado con los pies, de unos inadecuados procesos de selección de las élites que, combinados con la ineficacia de los controles sobre poder, producen una degradación extrema de la política. 

En un sistema medianamente sano, espíritus tan estrechos, tan cortos de miras como Pedro Sánchez o Mariano Rajoy, no habrían pasado de meros oficinistas de partido, o de chicos para subir los cafés. Pero nuestro perverso sistema tiende a promover a quienes carecen de criterio, de ideales, a los más desprovistos de escrúpulos, a los veletas, a los más inclinados a cambiar de posición según sopla el viento de los cargos. E impone enormes costes a los militantes con principios, saber, inteligencia, generosidad y visión de futuro. Nuestra partitocracia constituye un campo abonado para esos tontos-maliciosos que, finalmente, toman decisiones por todos, promueven la arbitrariedad, la ausencia de reglas, impulsan una política que margina el bien común. Y fomentan un desmoralizador relativismo que se extiende por toda la sociedad. La estupidez y la malicia se muestran públicamente como las características más valoradas, aquéllas que permiten medrar, alcanzar los puestos de mayor responsabilidad. Ése es el ejemplo, el mensaje que recibe la juventud.

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