viernes, 1 de enero de 2016

LA BATALLA DE RANDE DE LOS CUATRO EJÉRCITOS, UNA DE LAS MÁS DURAS DE NUESTRA HISTORIA


Vientos muy potentes venían persiguiendo a la flota española del tesoro, que a duras penas había rebasado las Azores. Algunas velas llevaban heridas rasgadas y las violentas mareas propias de septiembre y octubre en esas latitudes, a ratos embarcaban agua por las troneras inferiores, mientras una mar arbolada amenazaba con mayores. Una flota francesa compuesta por una veintena de veloces fragatas daba cobertura al mayor envío de plata y oro conocido desde la conquista de América y el tiempo apremiaba para llegar a Galicia, pues otra flota anglo-holandesa estaba presta, apostada ochenta millas al norte de Finisterre para hacerse con aquel descomunal tesoro, y ello impedía descargar con solvencia lo que de manera rutinaria se venía haciendo con regularidad desde hacía casi doscientos años. 

Hay que recordar que por aquel entonces, la Casa de Contratación de Sevilla tenía la exclusiva de la valoración de carga estibada y de hacer llegar el quinto real a la Corona. Cualquier otro lugar no era “apto” para ello pues infringía los intereses de un entramado establecido desde in illo tempore .



Los ingleses no veían con buenos ojos una alianza entre los Borbones franceses y españoles por las repercusiones que podría acarrearles

Por aquel entonces, tres naciones protestantes, Inglaterra, Austria y Holanda habían declarado la guerra a los borbones franceses que pugnaban contra el candidato de los primeros, que era un Habsburgo llamado Carlos de Austria. Felipe de Anjou, que era nieto del rey-sol Luis XIV –"el Estado soy yo"–, disputaba el trono de España tras la desgraciada e infértil esterilidad del monarca español, Carlos II, que acabó muriéndose como quien no quiere la cosa, el día uno de noviembre del año 1700.

Hay que recalcar que para entonces Inglaterra, potencia naval de primer orden, disputaba la hegemonía de los mares a una España que ya mostraba síntomas de agotamiento. Los ingleses no veían con buenos ojos una alianza entre los Borbones franceses y españoles por las repercusiones que podría acarrearles.

Este rey español con aspecto de mequetrefe, raquítico y majara perdido en el sentido literal de la palabra, extinguiría a los Austrias peninsulares. El legado que dejo la sucesión de Carlos II de España, benévolamente llamado “el hechizado”, fue por pasiva y por activa una guerra más como herencia a un reinado de incompetencia incalificable. Y en estas estábamos cuando se iba a producir la batalla de Rande.

Dejación de responsabilidades

Una vez llegados los catorce galeones y su potente escolta francesa al albergue natural de Rande, y prácticamente metidos con calzador por la premura de evitar un encuentro en mar abierto con las ´ágiles naves inglesas, dejaron a retaguardia la cobertura de las fragatas galas mientras más de tres mil hombres entre paisanos, marinos y soldados se afanaban en descargar a la mayor brevedad la totalidad de la plata y oro en un millar de carretas de bueyes decomisadas a tal efecto a la población local a cambio de irrisorias indemnizaciones. Un contador facultado y destacado desde la Corte con poderes especiales para fiscalizar la carga llegó como una exhalación desde Valladolid para organizar el tema. Los angloholandeses ya estaban entrando en la ría y no había tiempo para descargar las toneladas de joyas, piedras preciosas, pieles y cueros que quedaban en las bodegas, aligerados a los autóctonos de allende los mares. Además, sucedía que Manuel Velasco de Tejada, el almirante español que comandaba la flota junto al francés Chateau-Renault, había hecho una probable dejación de responsabilidades y durante tres años había evitado navegar hacia lo profundo del océano con el pretexto de que había demasiada piratería por aquellos pagos. Al parecer el marino en cuestión vivía en un variopinto concubinato rodeado de mulatas no aptas para corazones de frágiles texturas (otro más de los desgraciados aristócratas que han carcomido nuestra historia pasada e hipotecado la actual y la futura).

Lo tremendo del caso es que el monto o valor aproximado según los estudiosos del tema podría haber ascendido a la escandalosa cifra de 50.000 millones de euros al cambio actual, así, tal cual. Un documento probatorio encontrado en el Archivo de Indias sevillano apunta a que la cantidad podía ser superior a la estimada por los rácanos contables que, en origen, allá en Veracruz, elevaban la picardía a rango de arte, convirtiendo la natural gravedad de los objetos en una original suspensión portante o en una colosal sisa a gran escala. El caso es que Velasco, para embarcar el máximo de plata y oro, había aligerado imprudentemente los galeones reduciendo su capacidad de fuego a menos de la mitad, y esto lógicamente tendría sus consecuencias.

Para ponernos en situación, el almirante ingles Rooke, venía del asedio de Cádiz con un amargo sabor y desquiciado. Después de haber perdido diez navíos de línea de gran porte y seis rapidísimas fragatas durante el infructuoso asalto a la incombustible y antiquísima ciudad ventana del Atlántico, y quería hacer caja a toda costa para no ser defenestrado por el severo almirantazgo insular.

Para cuando entraban por la barra de la ría en su comunión con el mar, los galeones habían sido vaciados de más del ochenta por ciento de su carga. Quedaban algunas plantas para el nuevo jardín botánico del monarca, cueros y pieles; poca chicha. El recaudador Juan Larrea, enviado especial del rey, había cumplido competentemente con su tarea.

Los gallegos venían sufriendo desde el principio de la larguísima e intermitente confrontación hispano-inglesa duras represalias por parte de la marina de este país. Hay que recordar que ya el almirante Tovar y sus castellanos, allá por el año 1380, habían remontado con veinte galeras y naos el Támesis e incendiado la ciudad portuaria de Gravesend, en el condado de Kent y a menos de 20 kilómetros de Londres, causando una notable impresión entre el público local. En este toma y daca, las costas gallegas fueron muy maltratadas por los anglos como respuesta a las múltiples incursiones de los españoles a las islas británicas, que todo hay que decirlo.

Dicho esto, cuando ya las naves angloholandesas habían embocado la ría de Vigo en medio de la mágica e inquietante bruma local, una enorme milicia de cabreados autóctonos de alrededor de 12.000 efectivos estaban esperándoles por si ponían pie en tierra. Los voluntarios que se presentaron al “evento” triplicaban en número las armas disponibles. Los pescadores locales habían contado un número aproximado de 190 naves enemigas y todavía quedaban cuatro de las propias por descargar. Era el 22 de octubre del año 1702.

Desde Teis, Rande y Corbeiro una lluvia de fuego caía sobre la flota invasora. En medio del fregado, más de una docena de buques adversarios quedaron varados alrededor de la Isla de San Simón contra los bajíos, mientras buscaban posiciones ventajosas. 

Paradójicamente, el tema se estaba complicando más allá de la apariencia inicial de que la organizada resistencia diseñada por los dos almirantes de la flota hispano francesa, Velasco de Tejada y Chateau-Renault, daba a entender. Las baterías de Rande y Corbeiro habían sido tomadas al asalto al ser agotada toda la munición de los defensores. No se hicieron prisioneros. Estas mismas baterías serían las que luego dispararían a la flota francesa de protección que luchaba a la desesperada en un espacio cada vez más reducido. Mientras, en ese lapso, solo había dado tiempo para descargar dos de las cuatro naves pendientes de ello. En ese aciago día, sólo un buque holandés, el Vrijheid de dos mil toneladas de porte, se había cepillado a media docena de fragatas francesas .

Visto el panorama, Velasco y Renault acordaron incendiar las naves con todo lo que restaba dentro, como así sucedió. Dicho y hecho, Velasco se tiró al agua cuando ya era cierto que uno de los galeones, el Santo Cristo, ardía como una tea –hoy todavía se puede observar su fantasmal figura entre las bateas de mejillones–. A continuación, como quien no quiere la cosa, se fue nadando hasta el buque inglés más cercano y se rindió.

Dando ejemplo a sus oficiales y en medio de la enorme nebulosa de humo que cubría esa sección de la ría, siguiendo el código de cualquier buen comandante, el almirante francés sería el último en abandonar su barco.



En aquel nefasto día, tres naves españolas serían conducidas a alta mar, todavía con carga suficiente como para disimular el fiasco. El balance del monto de lo capturado fue magnificado en exceso. Desde el punto de vista de la apuesta, fue un desastre para todas las partes en contienda en aquella durísima batalla. La sorpresa de los atacantes fue mayúscula al ver el exiguo resultado en relación con la inmensa inversión de fuerzas puesta en juego. La gran mayoría de lo estibado en las embarcaciones fue puesto a buen recaudo. Para lavar la cara ante aquella victoria-desastre, se acuñaron monedas conmemorativas con el aval del dudoso prestigio obtenido.

En su viaje a las profundidades, salvo dos galeones españoles y tres fragatas francesas capturadas y remolcadas; en el espectral lecho marino queda la memoria sellada por el lodo acumulado tras siglos, de cerca de 2.500 almas –la mitad de ellas de nuestros vecinos galos–, de la práctica totalidad de la flota hispano-francesa y de una parte del tesoro, cuyo monto hoy en día sigue sujeto a debate.

Un día malo lo tiene cualquiera.


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