Hacia 1930 estaba cada vez más claro que el optimismo y las ilusiones de una nueva belle epoque no parecían muy justificados. De hecho, de forma gráfica Niall Ferguson ha utilizado la expresión «Edad del odio» para calificar el período comprendido entre las dos guerras mundiales \[...\] Después de la Gran Guerra casi ningún país escapó a esos cambios, un proceso caracterizado por George Mosse como brutalización de la política.. Las violencias partidistas se multiplicaron en el difícil contexto de transición de la guerra a la paz. Finalizadas las hostilidades, la guerra se prosiguió de otra forma. Los lenguajes bélicos se mantuvieron en vigor así como el deseo de aniquilar totalmente al adversario. \[...\]
Ciñéndonos a la República, aunque de tarde en tarde se glorifique el mito, esta experiencia democrática y sus élites rectoras tuvieron muy poco de modélicas, hasta el punto de que sólo de forma forzada se les puede considerar antecesoras de la democracia española actual \[...\]. Más allá de los avances que impulsó (la extensión del sufragio a las mujeres, las reformas sociales, la ampliación de los derechos ciudadanos a las capas populares, la política educativa...) dejó mucho que desear como régimen pluralista basado en el pacto y en el consenso. En este aspecto, tuvieron una gran responsabilidad, qué duda cabe, las fuerzas políticas y sociales que no se identificaron con el proyecto democratizador iniciado en 1931 \[...\]. Salvo excepciones individuales más bien contadas, los grupos políticos que nutrieron ese abundante caudal autoritario (monárquicos tradicionalistas, católicos corporativos, fascistas) no miraron a la democracia como punto de llegada \[...\].
«La República es nuestra»
Pero la República no sólo encontró obstáculos en su flanco derecho. La puesta en cuestión de esta democracia también partió del universo —igualmente plural— de las izquierdas, en particular de las izquierdas revolucionarias. Los comunistas, que eran pocos, y sobre todo los anarcosindicalistas le declaron la guerra a la República prácticamente nada más nacer. De hecho, hasta 1934 el principal escollo interpuesto en el camino de la democratización fueron los segundos. Su protagonismo antidemocrático durante esas fechas fue mucho más importante que los impulsos desestabilizadores lanzados desde el mundo conservador. \[...\]
Para los socialistas, aunque no fuera su modelo ideal, la República únicamente habría de ser para ellos y para los republicanos, y por lo tanto sólo ellos deberían ser sus exclusivos gestores. Dado su carácter «revolucionario y popular», el nuevo régimen solamente podía ser administrado «por los genuinos representantes de ese pueblo que lo había traído». En consecuencia, sus enemigos y opositores quedaban automáticamente fuera del hecho fundacional. El manifiesto lanzado a los pocos días del 14 de abril por las ejecutivas socialistas no dejaba ningún resquicio a la duda: «Esta República española que ahora empieza, y de la cual hemos de ser nosotros guardianes vigilantes, es algo esencialmente nuestro porque a nuestro calor ha nacido y a nuestro calor ha de afirmarse y perfeccionarse en el futuro \[...\].
Bajo tales presupuestos se entiende que los socialistas no concibieran la democracia republicana como una democracia pluralista, liberal y representativa en la que se sintieran cómodos todos los españoles, sino como una democracia revolucionaria forjada, siquiera parcialmente, a su imagen y semejanza. Su discurso subrayaba que sólo los que hubieran aceptado esa legitimidad revolucionaria de origen podrían estar legal y constitucionalmente capacitados para ejercer el poder y ser investidos con la consideración de fuerzas leales. Así, desde su particular interpretación la República echaba a andar como un sistema que excluía a sus adversarios, que castigaba —o en el mejor de los casos restringía— la disparidad de opiniones, supeditando la libertad individual al progreso colectivo de la sociedad. \[...\]
El solo hecho de que Acción Nacional se presentara a las elecciones para intentar llevar diputados a las Constituyentes era un gesto que les parecía inconcebible, pues al fin y al cabo no representaban a nadie. Eran «la España leprosa», cuya carroña había soterrado para siempre «el verdadero pueblo que trabaja y estudia, que sufre y ama». El despliegue de insultos con el que se recibió el retorno de los católicos al escenario político sorprende tanto por su riqueza expresiva como por su implacable ferocidad e ironía. Baste un ejemplo entre mil del periódico «El Socialista» (27-5-1931): «¡Ya viene, ya viene! [...] la turba de alimañas, de raposas, de avechuchos, de sabandijas, de vampiros, de cuervos, de garduñas, de lechuzas, de reptiles, de chacales, de hienas y demás animales y animánculos dañinos que infectaron el país hasta el advenimiento de la República, torna ahora en infernal algarabía de graznidos, chillidos, aullidos, silbidos y rugidos». \[...\]
A la agresión con la agresión
Desde principios del verano de 1933 numerosos círculos socialistas empezaron a acariciar en voz alta la idea de la dictadura del proletariado. Aunque la cosa estaba en el ambiente, el aldabonazo en el giro revolucionario del socialismo lo dieron los famosos pronunciamientos públicos de Largo Caballero, que se sucedieron sin solución de continuidad desde el mes de julio. El entusiasmo con el que recibió la llegada de la República en 1931 se esfumó ahora como por ensalmo. \[...\] En una entrevista con Santiago Carrillo a finales de septiembre, Largo Caballero se explayó con la sincera rudeza que le caracterizaba, exponiendo a los lectores el núcleo más antidemocrático de su pensamiento: «Yo no sé cómo hay quien tiene tanto horror a la dictadura del proletariado, a una posible violencia obrera. ¿No es mil veces preferible la violencia obrera al fascismo?» En los doce meses siguientes, tanto de puertas afuera como en privado, se continuó hablando sin respiro de la amenaza fascista —sin especificar muy bien qué era eso—, de la obligación de estar alerta y de la necesidad de armarse para hacer la revolución. \[...\].
Tras la caída del Gobierno Azaña a principios de septiembre y su recambio por un Gobierno Lerroux, la escalada verbal adquirió tonos casi apocalípticos. Dado que el «derrengado carro de la democracia republicana» les había expulsado «con vilipendio» del poder, abriendo la puerta al «fascista» Lerroux, no quedaba otro camino que conquistarlo «de la forma que sea» para «realizar la necesidad histórica de nuestros días: la dictadura socialista que gobierne para el proletariado». Las posiciones de los caballeristas fueron ganando peso por doquier, hasta el punto que casi todos los socialistas —con la salvedad del grupo de Besteiro— acabaron por hacerlas suyas. \[...\]
La aplastante victoria de las derechas y el centro exasperó a los socialistas y borró de su discurso cualquier resto de respeto a la legalidad constituida. Lo de menos era que ellos se hubieran implicado a fondo en su construcción mientras formaron parte del Gobierno. No aceptaron la derrota y se mostraron dispuestos a vulnerar las reglas del juego democrático. En sus esquemas ideológicos no se contempló como algo normal la alternancia en el ejercicio del poder. Se evidenciaba así, pues, que para los socialistas república no era igual a democracia. \[...\] El único sector socialista que se opuso a estos planes fue el representado por los dirigentes besteiristas que todavía controlaban la UGT. \[...\] Se desmarcaron claramente de los objetivos insurreccionales. En una reunión del Comité Nacional de la UGT celebrada el 13 de diciembre a puerta cerrada, Saborit negó que sobre la República recayese una verdadera amenaza fascista: «¿Se trata de que hay un peligro inmediato de fascismo? Yo digo que eso seriamente no hay quien lo diga [...]»
En abril de 1934, las Juventudes Socialistas ratificaron en un congreso su apuesta por la insurrección armada y la dictadura del proletariado. Al tiempo que dieron por agotado el «régimen burgués», desarrollaron una organización militar propia que conllevó el acopio de armas y el adiestramiento de los militantes en muchos sitios. En aquel congreso, lejos de atemperar sus encendidos ánimos, Largo Caballero —líder indiscutible ya de los socialistas— les animó a crear un «ejército revolucionario», a seguir el camino de la violencia y a adueñarse «íntegramente» del poder político «como sea», al margen de las «instituciones burguesas»: «tengo que manifestar que la revolución no se hace con gritos de viva el socialismo [...]. Se hace violentamente, luchando en la calle con el enemigo»
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