Cuando la venenosa sierpe nazi ideó la Solución Final y decidió ponerla en práctica no tuvo que ir demasiado lejos para aprender cómo borrar de la faz de la Tierra al pueblo judío. Al este, en la Unión Soviética, ya iban casi para dos décadas los devastadores aniquilamientos del Gulag, las hambrunas, la reeducación y los progromos contra los enemigos de Stalin. Ni la vieja guardia bolchevique se libró de aquella demencia asesina.
Los nazis tenían un devastador equipo de arquitectos del terror, Goebbels, Himmler y Heydrich, que habían aprendido de los mejores. Y los mejores estaban en la Lubianka, donde el NKVD (Comisariado del Pueblo) daba lecciones teóricas y prácticas de aniquilación todos los días.
El 22 de julio de 1942 comienza la Gran Operación de Realojamiento, cruel eufemismo para nombrar lo innombrable: el traslado de los judíos a los campos de exterminio. Pronto, media Europa apesta a carne quemada. Y las chimeneas de Auschwitz no descansan. Pero el ángel exterminador de la cruz gamada había empezado su trabajo antes, cuando el 22 de junio de 1941 Alemania invade la URSS. La carnicería comienza: asesinatos en masa, deportaciones, ejecuciones sumarias, toda clase de martirios, fusilamientos, violaciones, ahorcamientos, el manual al completo de la historia universal de la infamia es aplicado por los nibelungos hitlerianos. La principal víctima será la población judía, aunque los efectos más o menos colaterales también se ceben en quienes los defienden e intentan ampararlos y en quienes resisten. Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Letonia, Estonia y por supuesto Rusia sufren en carne propia y achicharrada la ira de la maquinaria nazi.
Oídos (y narices) sordos
En 1943, el pestazo a Zyclon B inundaba las cancillerías aliadas, aunque muchos hicieron oídos (o narices) sordos. A pesar de testimonios como este de febrero de 1943, Treblinka: «Tras formar a los niños, el nazi se cogió el martillo que siempre llevaba sujeto al cinto y tras escupirle en la cabeza como habría hecho un carpintero que se dispusiera a golpear un clavo, procedió a asesinar a los niños pegándoles martillazos en el tabique nasal». Pero el científico Albert Einstein sí se conmovió y se dirigió al Comité Judío Antifascista para que estos hechos fueran conocidos. Sin embargo, el testigo de la idea lo recogieron dos prohombres comunistas, los escritores Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg. Grossman había sido corresponsal para el periódico «Estrella Roja» durante la Guerra Patriótica. Y había estado en la liberación de Treblinka, aunque acabaría alejándose del estalinismo y su gran obra, «Vida y destino», no podría verla publicada en vida. Ehrenburg era un bolchevique de primera hora, pero pasó varios años en París porque no le gustaba lo que veía. Sin embargo, sería uno de los hombres de la nefasta presencia del comunismo soviético en nuestra Guerra Civil como corresponsal del «Izvestia» De paso, escribó su homenaje a la República: «No pasarán». Acabaría como uno de los intelectuales más vinculados al régimen.
Vasili e Ilyá recogieron miles de estremecedores testimonios (leer el libro es una experiencia que va más allá de las lágrimas) que debían ser recopilados en el «Libro negro». Lo completaron y llegaron hasta las puertas de la imprenta. Pero allí estaba Stalin. Quien había ideado la primera solución final para los habitantes del archipiélago Gulag no podía permitir que se conocieran las semejanzas entre la escabechina stalinista y la de sus aventajadísimos alumnos nazis.
El libro no se publicó hasta que la hija de Ilyá lo encontró y lo remitió a Jerusalén, donde se editó en 1980. Ahora, toda esta desolación aparece en castellano en edición de Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Terror en estado puro, del que Grossman y Ehrenburg dan cuenta, con más toneladas de sangre que de tinta, como espeluznados taquígrafos.
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