miércoles, 23 de diciembre de 2015

CABO ESPARTEL, TABLAS NAVALES CON LOS INGLESES

Cabo Espartel, la extraña batalla sin vencedor entre la Armada española y la Royal Navy

En 1782, nuestro país se enfrentó a marina británica en una contienda que, a día de hoy, sigue sin tener un ganador claro.

Si hay algún rasgo característico de las contiendas, además de la sangre, es que la mayoría suelen tener un ganador y un perdedor. Sin embargo, esto no es lo que sucedió el 20 de octubre de 1782 cuando, a orillas del Cabo Espartel (en el norte de Marruecos) una flota franco española de 46 navíos se enfrentó a 34 buques de la Royal Navy. Y es que, aunque aquel día se dejaron ver elementos clásicos de una lucha naval como cañonazos y caídos, lo que no hubo fue un claro ganador, pues ambas armadas sufrieron un número similar de bajas antes de que los británicos se alejaran de la lucha.

Corría por entonces el final del S. XVIII, una época incierta en la que la Pérfida Albión vivía unos de sus momentos más aciagos a nivel internacional. Y es que, desde hacía ya varios años, los presuntuosos «sirs» británicos habían tenido que dejar a un lado su querido té de las cinco para darse de bofetadas y fusilazos contra George Washington quien -junto a sus Trece Colonias- había decidido independizarse a toda costa de aquellos hijos de la Gran Bretaña.



No eran, en definitiva, buenos tiempos para los ingleses, y eso iba a ser aprovechado por la larga lista de enemigos que, a base de cañón y piratería (corso, que dirían ellos, siempre muy refinados), se habían ido labrando a lo largo de la historia. Así pues, los enemigos de la Pérfida Albión empezaron a aflorar en tierras como las españolas, donde el monarca Carlos III, con el objetivo de recuperar Gibraltar grabado a fuego en su mente, inició los preparativos para alzarse en armas contra sus vecinos marítimos.

Con el sable entre los dientes y ansias de venganza, el rey hispano buscó aliados en Europa hasta hallar a los franceses, ávidos también de repartir algún que otro sopapo a los casacas rojas. De esta forma, Carlos III y el rey gabacho (conocido entonces como Su Majestad Cristianísima) firmaron en 1779 el Tratado de Aranjuez, mediante el cual se renovaban las antiguas alianzas -o Pactos de Familia- que sus países habían mantenido años atrás contra Inglaterra.

En este tratado, ambos reyes se comprometieron a no dar por terminada la contienda hasta cumplir unos objetivos mínimos. Concretamente, aquel día firmaron, entre otras cosas, lo siguiente: «Sus Majestades Católica y Cristianísima prometen hacer todos sus esfuerzos (…) hasta que hayan obtenido el fin que se proponen: ofreciéndose mutuamente no deponer las armas y no hacer tratado alguno de paz, tregua o suspensión de hostilidades, sin que a lo menos hayan obtenido y asegurado respectivamente la restitución de Gibraltar y la abolición de los tratados relativos a las fortificaciones de Dunquerque, o, en defecto de este, otro cualquier objeto de la satisfacción del rey Cristianísimo».

El asedio a Gibraltar

Dicho y hecho. Tras declararse oficialmente la guerra, España partió con sus navíos e inició el 21 de junio de ese mismo año el decimocuarto sitio del Peñón, el cual ha sido conocido a la postre como «el Gran Asedio». De esta forma, durante los siguientes tres años Carlos III estableció un bloqueo mediante el que pretendía acabar con las reservas de comida y munición de la plaza. Sin embargo, todo cambió en el verano de 1982 pues, hasta el cetro de esperar la rendición de Gibraltar, organizó sus fuerzas para asediar de forma definitiva el asentamiento.

Para el asalto, Su Majestad Católica mandó construir unos nuevos ingenios bélicos: las baterías flotantes –unos buques presuntamente insumergibles con capacidad para absorber el fuego que llegaba desde Gibraltar y desembarcar en el Peñón a los soldados aliados-. Estos novedosos barcos, no obstante, fueron tan altamente inútiles como su precio, y supusieron además a España la muerte de 2.000 hombres. Tras el desastre, al rey hispano sólo le quedaba una opción: impedir con su flota que los buques ingleses atravesaran el bloqueo y abastecieran a la ciudad sitiada.

«A pesar del mal suceso de las baterías flotantes, no se perdía la esperanza de rendir Gibraltar con el bloqueo por haber consumido la mayor parte de sus municiones en el cañoneo sostenido en los quince días de Septiembre. (…) Debían estar escasos en la plaza, y no siendo socorrida, como de cierto se sabía que iba a intentarlo la escuadra inglesa, fundamentalmente se podía confiar en el tiempo», destaca el ya fallecido historiador y marino Cesáreo Fernández Duro en su obra «Armada española (desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón)».

A la caza del inglés

Con este objetivo, España y Francia asentaron a orillas de Algeciras una imponente armada formada por nada menos que 46 navíos de línea (menos de una docena de ellos gabachos). En el centro de la columna destacaba el imponente «Santísima Trinidad», un coloso de (por entonces) 120 cañones a bordo del cual enarbolaba la insignia de general superior el español Luis de Córdova. Conjuntamente, la flota estaba apoyada por varias lanchas cañoneras –unas pequeñas embarcaciones fuertemente blindadas que portaban una pieza artillera de 24 libras-.

A pesar de la potencia de fuego con la que contaban en sus cubiertas, lo que también sabían bien los españoles era que sus navíos nunca alcanzarían en velocidad a los de la Pérfida Albión. Por ello, Córdova estableció que su táctica consistiría en esperar agazapados en Algeciras hasta que la Armada Combinada divisara la primera vela inglesa. Después, y a base de cañón por aquí y sablazo por allá, se invitaría a los casacas rojas a regresar al norte con toda su pomposidad británica entre las piernas.

Con todo, la precaución del español tenía su razón de ser, pues varias jornadas antes había partido desde Gran Bretaña un convoy con destino a Gibraltar escoltado por varios navíos de guerra británicos. «La escuadra y convoy de los ingleses (…) mandábala lord Howe, contando en la primera 34 navíos (de línea), seis fragatas y tres brulotes, divididos en grupos que gobernaban los almirantes subalternos Barrington, Milbank, Hood, Hughes y Rotham», añade Duro en su narración de los hechos.

Un temporal con bandera inglesa

Así pues, se sucedieron las lunas mientras los españoles aguardaban pacientemente a que sus presas aparecieran. No obstante, y antes que los ingleses, llegó a su posición un fuerte temporal que, en la noche del 10 de octubre, sacudió a la Armada Combinada con más fuerza que 100 navíos enemigos dispuestos a descerrajar con sus cañones hasta el último buque de Su Católica Majestad y Su Majestad Cristianísima.

«El temporal puso (a todos) en grave riesgo. Los navíos tuvieron que fondear otra vez las segundas y terceras anclas, calar masteleros, adoptar, para asegurarse, las precauciones ordinarias, que no fueron suficientes; varios de los navíos garraron yendo unos sobre otros con mutuas averías; algunos partieron las amarras, y, de estos, el nombrado “San Miguel” fue arrastrado por la violencia del viento hasta varar cerca del Muelle Nuevo de la plaza (Gibraltar) sin quedar a la tripulación otro recurso que entregarlo, quedando prisionera. (…) Por último, en aquella noche, que a muchos parecía la última del mundo, cual más, cual menos, (…) todos los bajeles recibieron avería o desperfecto», completa el experto español.


Los británicos usaron la mayor velocidad de sus buques contra los navíos aliados

Tras aquella aciaga noche -y mientras los marinos de la Armada Combinada trataban por todos los medios de reparar los bajeles- la suerte (mala, todo sea dicho) quiso que los vigías divisaran las primeras velas del convoy inglés. Howe había llegado, y lo hacía a toda vela y dispuesto a desembarcar municiones, armas y hombres en Gibraltar. El destino quedó entonces en las cubiertas de las lanchas cañoneras, las cuales provocaron a base de un constante fuego que los buques de la Pérfida Albión se vieran obligados a cambiar de rumbo. Espantados ante los disparos y el número de barcos enemigos, los británicos decidieron desviarse hacia el interior del Mediterráneo para evitar el combate directo.

Siguiendo a un fantasma

Por su parte, Córdova -detenido como estaba por las averías y la tempestad- no tuvo más remedio que esperar hasta el día 13 para disponer nuevamente de su flota. Fue entonces cuando tomó una decisión que, a la postre, significaría la ruptura del bloqueo sobre Gibraltar. «Calmada la furia del ventarrón, dio la vela el general Córdova con todos los navíos españoles y francesas, poniéndose en demanda de los de Inglaterra, lo cual a muchos pareció desacertado, porque, trayendo por objeto el auxilio de la plaza, a ella procurarían volver (los ingleses), y entonces fuera la ocasión de presentarles batalla», destaca Duro.

Fuera por la razón que fuese, lo único cierto es que, aquel día 13, los navíos de la Armada Combinada cargaron cañones y se dispusieron a seguir la popa de lord Howe. De nada sirvió que se informara a Córdova de la mayor velocidad de los navíos ingleses, pues ordenó izar velas y abandonar el sitio de Gibraltar. En las jornadas siguientes, no obstante, el español tomaría constancia de su error cuando las corrientes empujaron a su flota primero hasta Málaga y luego hacia la Costa de Berberia.

Howe, en cambio –y para desgracia española-, hizo honor a sus galones el día 17 cuando, aprovechando la noche, logró eludir a la Armada Combinada y llegar hasta Gibraltar. «Howe supo burlar al adversario (…) y en dos días desembarcó en la ciudad el enorme almacén de boca y guerra que conducía, aumentando la guarnición de la plaza con 1.400 soldados (…). Sabía de verdad, y nadie lo ignoraba, que sus navíos andaban más que los contrarios por la ventaja del forro de cobre que ellos no tenían», ultima el marino hispano en sus escritos.

El error de Córdova

La ira debió recorrer a Córdova cuando vio a su enemigo fondeado en Gibraltar el día 19, pues ordenó de nuevo sacar todas las velas posibles para atrapar a Howe. Este, en cambio, al divisar a la flota hispanofrancesa puso pies en polvorosa hacia el Océano Atlántico. «Al advertir la proximidad enemiga, Howe apresuróse a salir del estrecho, donde su armada no podía desplegarse, y aprovechar la ventaja de la mayor velocidad para combatir como y cuando quisiera. (…) Indudablemente, el almirante inglés no tenía francos deseos de entablar una acción innecesaria, ya que su misión se había cumplido», explica, en este caso, el oficial de la Armada José María Martínez-Hidalgo y Terán en su «Enciclopedia general del mar».

Con muy poco que ganar (quizás la honra) y mucho que perder, Córdova ordenó entonces a su flota atravesar el estrecho en persecución de Howe. Concretamente, el general estableció que se navegaría a toda vela y sin importar la formación, lo que provocó que las fuerzas se disgregaran quedando en vanguardia los navíos más veloces y, en retaguardia, los más pesados. De esta forma, la Armada Combinada quedó dividida en dos grupos y perdió su mayor ventaja frente a la Pérfida Albión: la superioridad numérica.

El número de caídos no llegó al centenar en cada bando

Los ingleses, por su parte, no tardaron en percatarse del grave error español, por lo que detuvieron su avance a la altura del Cabo Espartel (ubicado en el norte de Marruecos) y formaron una poderosa línea de combate. «En la mañana del día 20 (…) y a la vista del cabo Espartel, la armada inglesa se detuvo y reformó su línea, en espera de la aliada, pero con ciertas precauciones, evidentemente a fin de, aprovechando su mayor velocidad, combatir solamente contra los navíos hispano franceses más rápidos, retirándose después, a medida que fueran llegando los restantes, para evitar así ser atacada por la totalidad de las fuerzas oponentes, que la superaban en doce unidades», destaca Martínez-Hidalgo en su obra.

Comienza la batalla

Aproximadamente a la una de la tarde comenzó a reducirse rápidamente la distancia entre el contingente inglés y el primer grupo de navíos aliados. Algunos minutos después, Córdova dio la orden de constituir una formación de combate lo suficientemente compacta como para enfrentarse a la bien situada flota de Howe, la cual se había estrechado componiendo una apretada columna con la que cañonear a la Armada Combinada. No obstante, lo único que se consiguió debido al desorden existente fue reunir en una desigual línea de batalla a 34 de los 46 buques hispano franceses. El resto, debido a su lentitud, se encontraba demasiado lejos para entrar en fuego. A pesar de todo, Córdova hizo gala de toda su valentía y, aproximadamente a las cuatro de la tarde, izó en el buque insignia la señal de ataque total.

A las 17:47 los barcos más veloces de la Armada Combinada (los que iban en cabeza) rompieron un vivo fuego contra la línea inglesa. «Poniéndose ya el Sol, los navíos más adelantados de la combinada tomaron contacto con los enemigos, comenzando el cañoneo sobre la vanguardia de aquélla el (oficial) francés La MottePicquet, que encabezaba, con el formidable tres puentes “Invencible”, al grupo de navíos más rápidos», añade el autor de la «Enciclopedia general del mar». Los británicos tampoco se quedaron atrás y, tras recibir las primeras bolas metálicas, prendieron las mechas de sus cañones.

El desastre del «Trinidad»

Mientras este primer grupo de buques dirimía sus diferencias con el centro de la línea inglesa a base de cañonazos, Córdova -henchido de valor- se puso a la cabeza del segundo pelotón de barcos (más lentos que los anteriores) con su imponente «Santísima Trinidad». Al poco, flanqueando al orgullo de la marina española se situaron el también tres puentes galo «Majestueux» (a las órdenes del almirante galo Rochechouart) y varios buques menores de dos puentes. Concretamente, lo que buscaba el general español era atravesar uno de los flancos de la línea británica aislando tres de sus barcos: el tres puentes “Union” y los de dos puentes “Buffalo” y “Vengeance”.

No obstante, esta osada artimaña se diluyó en el agua del océano debido a la falta de compenetración entre los buques, lo que provocó que el «Trinidad» tuviera que enfrentarse sólo a media docena de barcos sajones. «La maniobra, mal realizada, sin duda por la desigual marcha de los navíos aliados, no tuvo otra consecuencia que el “Santísima Trinidad”, sin el debido apoyo por los navíos aliados que le seguían, recibiera el fuego conjunto de seis o siete unidades de la retaguardia inglesa, que le ocasionaron daños considerables», añade Martínez-Hidalgo.

A su vez, los ingleses aún se guardaban un as en la manga que utilizaron cuando Córdova abrió las portezuelas laterales del «Trinidad» dejando ver sus cañones. «El hecho de haber cargado los navíos aliados las velas altas para iniciar la acción (fue aprovechado) por los ingleses, que, al tomar contacto con el enemigo, reanudaron la marcha sin perder su formación a fin de llevar a cabo la táctica apuntada y recobraron la ventaja en la marcha, siendo necesaria a las naves aliadas una continua arribada si querían no perder su proximidad (…). Con ello la acción no era continuada, sino a intervalos, y cabe decir que a voluntad de los británicos» finaliza el experto.

Una victoria sin dueño

De esta guisa transcurrió la lucha bajo la luna otoñal hasta que, a las diez de la noche, los ingleses decidieron abandonar el combate haciendo uso de su mayor velocidad y aprovechando la oscuridad. La escuadra hispano francesa, en cambio, continuó en posiciones de combate durante toda la noche y parte de la mañana siguiente, momento en que, con las primeras luces del alba, se divisó en la lejanía la huida de la Royal Navy en dirección oeste. Esta vez, Córdova abandonó sus pretensiones y decidió no perseguir de nuevo a Howe. Una vez terminado este extraño combate tocó calcular las bajas, las cuales fueron muy parejas (60 muertos y 316 heridos para los aliados, y 68 muertos y 208 heridos para los británicos).

Al final, el paso de los días trajo consigo la incertidumbre. Y es que, por un lado, Inglaterra proclamó a los cuatro vientos que 34 de sus buques habían hecho frente a 46 hispano franceses. Sin embargo, y como era de esperar, Córdova no era de la misma opinión, algo que dejó claro con el siguiente escrito: «La Inglaterra se gloriará en sus papeles de haber hecho frente a (…) 46 navíos (…), pero quien conozca el oficio sabe que la circunstancia de tanta ventaja de vela suple al mayor número en grado (además de) que nunca pudieron entrar en fuego 12 navíos de la retaguardia (…). Así no podrán decir las relaciones del Almirante inglés que combatió con más de igual número, y las nuestras deberán asegurar que batimos a 34 con toda la desventaja de una situación accidental»


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