A los rusos les sigue costando expresar un punto de vista sobre alguien que fue en buena medida el padre del país.
"Mi abuela tiene un retrato de Stalin en su dormitorio. No es comunista, de hecho sabe que fue un régimen criminal. Pero para ella es algo íntimo y personal, mientras que para mí es algo ofensivo", explica Natalia Volodimirova, crítica literaria, mientras remata con gesto amargo el último sorbo de té. Esa encrucijada doméstica es una reproducción en miniatura de la espesa madeja de amor y resentimiento con la que Rusia mantiene envuelto su pasado reciente. Los comunistas han declarado el año que entra como "el año de Stalin", pues la constitución que redactó en 1936 cumple 80 años. De ella el líder soviético dijo que era "la más democrática del mundo", aunque en realidad fue el punto de partida para unas purgas a gran escala que segaron millones de vidas.
Los comunistas rusos han inaugurado este mes en Penza, una localidad situada a 600 kilómetros de Moscú, un centro de Stalin para "rehabilitar" el nombre del dictador y promover su labor al frente de la Unión Soviética. El objetivo es "lavar el nombre de Stalin tras décadas de calumnias", explica su director, Gueorgui Kamnev, líder del Partido Comunista de la región de Penza. Haber frenado al mal absoluto del nazismo no impide que muchos rusos echen una mirada crítica al pasado, pero a los rusos les sigue costando expresar un punto de vista sobre alguien que fue en buena medida el padre del país. El 24% de la población cree que la muerte de Stalin supuso la pérdida de un gran líder, según una encuesta hecha por el Centro Levada el año pasado. En Rusia están presentes de manera constante las dos caras del líder soviético: fue capaz de derrotar a Hitler, pero al mismo tiempo mató a unos 20 millones de personas. Por eso el 37% apoyaba que se hiciese un monumento a Stalin al celebrar en verano los 70 años del fin de la II Guerra Mundial, pese a que un 46% de los rusos relacionan la muerte de Stalin en 1953 con el final del terror y la represión en masa.
"Todavía está viva una generación que creció con una idea del Estado como padre protector", reflexiona Maya, compositora rusa que va a cumplir 30 años y pertenece por tanto a esos nuevos rusos que no recuerdan el comunismo pero fueron educados por unos padres que no conocían otra cosa. "El problema es que ese papá protector era al mismo tiempo autor de multitud de crímenes y abusos contra sus hijos y esa idea de padre abusador, aunque sea plenamente cierta, no es nunca fácil de asimilar", añade. Natalia, que va a cumplir 40, recuerda la seguridad de la URSS y la zozobra de la llegada del capitalismo, pero no puede conformarse con la visión de sus mayores, como Alexander, traductor de 56 años, que cree que es "la historia y no la gente la que tiene que juzgar a Stalin".
Aunque para el Gobierno ruso el sucesor de Lenin dista mucho de ser una referencia, dos aspectos han devuelto este año su obra a un incómodo primer plano.
Por un lado el conflicto con Ucrania, un país diezmado por la hambruna causada por Stalin (Holodomor) que Moscú negó durante años, y por otro la consiguiente escalada de tensión con Occidente, en la que Moscú ha intentado aferrarse al reparto de poder que deparó el fin de la Segunda Guerra Mundial. Este año, durante una rueda de prensa con la canciller alemana, Angela Merkel, el presidente ruso, Vladimir Putin, defendió el polémico pacto Molotov-Ribbentrop, bautizado con el nombre de los ministros de exteriores de Stalin y Hitler, que el 23 de agosto de 1939 acordaron lo que en la práctica suponía un acuerdo de no agresión, pero que incluía una cláusula secreta que establecía que ambas potencias se repartirían Europa central: el resultado de aquello fue la deportación o directamente el exterminio de millones de personas.
Historiadores como Robert Coalson, fallecido este año, señalaron el pacto como el elemento que allanó el camino para que Hitler invadiese Polonia y la URSS ocupase los países bálticos en 1940. Para Putin sin embargo el pacto "tenía sentido en la medida que garantizaba la seguridad de la URSS". Y eso que en diciembre de 1989, tras años de negar que tal protocolo oculto existiese, el Congreso de los Diputados del Pueblo de la Unión Soviética lo condenó en una resolución. Pero el encontronazo con Occidente ha rebajado hoy la pulsión autocrítica que existía en Rusia. Y vuelve a hablarse de esferas de influencia rusa y, necesariamente, del instrumento con el que se lograron: el régimen de Stalin, que significa "hecho de acero" en ruso.
"Es cierto que provocó muchas víctimas inocentes, son errores que nunca se deben repetir", admite Kamnev. "Pero el estalinismo es también sinónimo de grandeza del país, de protección social, de éxitos científicos y culturales, así como de victoria en la II Guerra Mundial", puntualiza. La misión de este nuevo Centro Stalin es conceder becas a estudiantes de Historia, distribuir retratos del líder y organizar conferencias, sobre los logros del estalinismo. Las autoridades rusas han denunciado oficialmente el terror de Estado que llevó a cabo Stalin durante los años 30 hasta su muerte en 1953. En 2007 Putin se sumó por vez primera a la condena de las represiones políticas soviéticas. Pero la ofensiva separatista patrocinada por Moscú en el este de Ucrania ha devuelto los grandes retratos de Stalin a las calles de Donetsk, la capital tomada por los rebeldes prorrusos. Porque el lúgubre líder soviético sigue siendo el combustible del empuje ruso hacia el oeste. Al fin y al cabo el dictador continúa enterrado frente al Kremlin, en la Plaza Roja. Para conmemorar su cumpleaños o la fecha de su muerte se dan cita una treintena de fieles con flores rojas a primera hora de la mañana. Aunque son conscientes de que los tiempos han cambiado, contemplan la gesta de Stalin como una lucha entre el bien y el mal que tiene una dimensión global y que sigue sucediendo. Por eso tras descubrir a un periodista español junto a la sepultura lo interrogan como si toda la sangre roja se hubiese derramado anteayer y en clave rusa: "Díganos tan sólo si en su guerra civil usted iba con los rojos o los blancos".
XAVIER COLÁS Moscú 27/12/15 El Mundo
Crónicas del infierno
«Soy historiadora de almas». Así se define Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel 2015. Sus últimos libros trazan un puente de horror sobre Rusia, de la II Guerra Mundial a la «Perestroika»
«¿Quiere saber por qué no juzgamos a Stalin?». El interlocutor de Svetlana Aleksiévich, uno de los cientos de anónimos ciudadanos rusos a los que la cronista bielorrusa ha ido entrevistando desde los años de la Perestroika, pone la tragedia al desnudo, de un modo que no admitiría consuelo. «Se lo diré… Juzgar a Stalin implicaba juzgar también a nuestros conocidos. A nuestros seres más próximos. A mi familia, por ejemplo». Se lanza entonces en una de esas historias espeluznantemente cotidianas de cuyo horror están tejidas las dos obras de la escritora bielorrusa, reciente Premio Nobel de Literatura ahora traducidas al español: «La guerra no tiene rostro de mujer», dedicada a la tragedia de las mujeres rusas que combatieron durante la Segunda Guerra Mundial en el Ejército Rojo, y «El fin del “Homo sovieticus”», que recorre las miserias que vinieron de la mano misma de la Perestroika y que duran hasta hoy. Un puente de horror ininterrumpido se tiende entre ambos momentos. Nos dice hasta qué punto, para un ruso, lo peor es siempre.
«¿Por qué no juzgamos a Stalin?». El interlocutor es un pequeño contrabandista. Trapichea con electrodomésticos occidentales y se bandea razonablemente. Su historia es la de tantos: padres represaliados, Gulag, familia destruida. «Los verdugos eran personas normales», cuenta, «no parecían especialmente terribles. A papá lo denunció nuestro vecino, el tío Yura. Y, según mamá, lo hizo por una tontería. Yo tenía siete años entonces. El tío Yura nos llevaba a pescar a sus hijos y a mí, y nos llevaba a montar a caballo. También se ocupaba de arreglarnos la tapia. ¿Se da cuenta? Es una imagen del verdugo distinta, era una persona corriente, incluso bondadosa. Una persona como cualquier otra. Unos meses después del arresto de papá se llevaron a su hermano. Una de las denuncias contra él estaba firmada por la tía Olia, su sobrina… ¿Entiende lo que trato de decirle? No existe un mal químicamente puro. El mal no eran sólo Stalin y Beria. El mal son también el tío Yura y la hermosa tía Olia».
Negrura sin alivio
De la lectura de los libros de Aleksiévich (Stanislaviv, 1948) no es posible salir indemne. Todo en ellos habla de un carácter primordial del mal que no cambia, que emerge siempre a través de las rendijas de los discursos épicos, de las retóricas políticas. Y que, al final, acaba por ganar la partida. En 1937 como en 1993.
El mal. Aún dulcificado por cierta veneración épica hacia las heroínas rusas de la Segunda Guerra Mundial, en «La guerra no tiene rostro de mujer». Allí, incluso lo espantoso preserva cierta esperanza de grandeza histórica. Aunque mienta. El segundo libro, el dedicado a la caída de la Unión Soviética, es de una negrura para la cual no hay alivio. Late en él que la pudrición del alma rusa por esos tres cuartos de siglo de tiranía socialista no tendrá jamás cura.
Otra historia. La narra uno de esos jóvenes rusos de los años noventa. Aleksiévich lo identifica tan sólo como «el hijo», en contraposición a la previa narración de «la madre», que, nacida en 1937, vivió la peculiaridad soviética de idéntico salvajismo. En esta historia el joven pasa la sobremesa hablando con el abuelo de su prometida. Es uno de esos viejecillos inofensivos que buscan ser escuchados. Pero en Rusia, advierte el narrador, «esos viejos no son inocentes».
Es la suya la historia de un matarife. De un tétrico funcionario de la NKVD. Narra con inocente detalle sus muy profesionales sesiones de tortura, la difícil tarea de borrar del cuerpo el pegajoso perfume de la sangre, lo pesado que es tener que pasarse una jornada ejecutando presos a punta de pistola: «Hacías que el condenado se hincara de rodillas y le disparabas a quemarropa en la sección izquierda de la nuca, justo detrás de la oreja. Al término de la jornada, el brazo te colgaba como un trozo de cuero. El dedo índice era el que más sufría. Como cualquier otro trabajador de la URSS. Nosotros también teníamos una norma que cumplir cada día. Como si trabajáramos en una fábrica». Una fábrica de muerte, por supuesto. Igual que lo fue Auschwitz.
Lo más difícil
El joven huyó de su pueblo después de aquella plácida sobremesa junto al benévolo abuelo. Nunca más quiso saber qué fue de aquella muchacha con la cual estaba a punto de casarse. Pero recuerda muy bien que nadie condenaba a los que entonces torturaron y asesinaron. Ni siquiera los miraban mal. Los compara con las joviales fotos de los oficiales nazis de Auschwitz: «¿Alguien se ha puesto a mirar atentamente las fotografías de nuestros chekistas en las paredes de los museos. Mírelas algún día… También en ellas verá rostros juveniles y risueños. Siempre nos dijeron que eran unos santos».
«Soy historiadora de almas», escribe de sí misma Svetlana Aleksiévich. Idéntico es su proceder en los dos libros. Un cúmulo muy largo de grabaciones con quienes vivieron lo más difícil de ser dicho. Y una construcción literaria, luego, donde la sobriedad es exigida para dar énfasis cero a algo que cualquier enfatización trivializaría. «Por un lado, estudio a la persona concreta que ha vivido en una época concreta y ha participado en unos acontecimientos concretos; por otro lado, quiero discernir en esa persona al ser humano eterno. La vibración de eternidad. Lo que en él hay de inmutable».
Y es eso, con exactitud, lo que resulta al cabo de estas crónicas: la eternidad de Rusia. La dimensión teológica de sus momentos más oscuros. Los que un viejo estaliniano reivindica ante su entrevistadora: «Sólo se nos puede juzgar según las leyes de la religión. ¡De la fe! Algún día nos envidiaréis. ¿Qué tenéis vosotros de sagrado? ¿Eh? Nada». Nada. Por eso Stalin pervive.
GABRIEL ALBIAC - @ABC_Cultural - 23/12/2015