miércoles, 5 de febrero de 2014

LA VIOLENCIA DE LA EXTREMA IZQUIERDA Y LA CLAUDICACIÓN DEL GOBIERNO

Los tribunales ayer nos sorprendieron con un auto en el que consideran que los escraches, lo que son claramente acosos y amenazas a políticos elegidos en las elecciones, son legales y una demostración de la conciencia política ciudadana y su participación activa en el sistema político. Dice hoy el diario El Mundo.es: Intimidación, no 'mecanismo de participación'

EL TRIBUNAL Superior de Justicia de Madrid (TSJM) rechazó ayer el recurso del fiscal contra el archivo de la causa abierta por el escrache que el pasado mes de abril se produjo ante el domicilio de la vicepresidenta del Gobierno. El fiscal consideraba que existieron delitos de amenazas, coacciones, manifestación ilícita, desórdenes y desobediencia a la autoridad por parte de las personas denunciadas. La querella, presentada por el marido de Sáenz de Santamaría, había sido archivada por un juez al considerar que los concentrados no atentaron contra la intimidad de la vicepresidenta y su familia, sino que se limitaron a ejercer su derecho a la libre expresión y manifestación. El TSJM ratifica las tesis del juez y va aún más allá al calificar el escrache como «un mecanismo ordinario de participación democrática de la sociedad civil y expresión del pluralismo de los ciudadanos»

El Tribunal sostiene que no hubo ni amenazas ni coacciones, dado que la finalidad perseguida no era «quebrantar la voluntad política» de la vicepresidenta, sino el «legítimo intento o deseo de influir en el criterio de otro». Aparte de que la diferencia que establecen los jueces entre ambos conceptos parece escolástica, es evidente que para influir en el criterio de un alto cargo existen muchas vías que no pasan por concentrarse ante su casa familiar con gritos y pancartas. Y que eso no puede considerarse más que como intimidación. Tampoco aprecia la sentencia que la finalidad perseguida por los concentrados fuera la de impedir que la familia de la vicepresidenta saliera de casa. Una conclusión ciertamente llamativa, porque si los manifestantes taponan la acera frente a una casa lanzando consignas parece evidente que están obstaculizando la salida del domicilio, lo cual aunque no sea un delito, sí es una falta de coacciones leve. Podría discutirse si los protagonistas del escrache incurrieron en un delito o en una falta. En este sentido, algunos juristas -como se reflejó en las páginas de este diario durante el tiempo que duraron estas concentraciones frente a las casas de dirigentes del PP- tienen muy claro que con el Código Penal en la mano los hostigamientos en los domicilios «son un delito de coacciones ejercida contra sujetos pasivos del delito o contra personas dependientes de él». Lo que nos parece a todas luces un exceso es que el Tribunal califique estas conductas como «mecanismo ordinario de participación democrática de la sociedad civil».


Los ciudadanos tienen a su alcance protestar contra el Gobierno con la dureza que quieran, pero en el ámbito que corresponde, que es el de la esfera pública. Los padres, maridos o hijos de los cargos políticos no tienen por qué ser intimidados en su vida cotidiana. Según la doctrina del Tribunal de Estrasburgo, el derecho del individuo a la intimidad en su domicilio no puede ser violado por ninguna «injerencia». Los miembros de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca podrían haber hecho uso de ese «mecanismo de participación democrática» delante del Palacio de La Moncloa o ante la sede del PP.

Conviene recordar como se encuentra España en este momento y la actitud de nuestra izquierda en casos como el del barrio Gamonal de Burgos.

Surge en consecuencia una pregunta ¿también se consentirían y autorizarían legalmente estos escraches si los protagonistas fueran de extrema derecha y las víctimas los políticos progres?

LA MECHA

DESDE que comenzó la crisis cierta izquierda radical alimenta la esperanza de una catarsis colectiva de índole prerrevolucionaria. El famoso «estallido social» se ha convertido en un mantra evocado con más voluntarismo que base real por quienes desean un colapso del sistema. Lo cierto es que la sociedad española se viene comportando con admirable madurez ante unas circunstancias de durísima adversidad que han extendido un lógico descontento. No se trata de mansedumbre ni de conformismo, sino de cordura; la gente sabe o intuye que lo último que necesita el país en medio de esta zozobra es la inestabilidad de un alboroto que sacuda las debilitadas estructuras del Estado.

Hasta ahora el malestar se ha expresado de forma razonablemente democrática. Hay desapego y protestas y muchos ciudadanos están esperando las urnas para propinar una bofetada a los políticos que les han decepcionado. Pero el número de movilizaciones violentas es mínimo y los incidentes los han causado extremistas que como no ven síntomas de ruptura intentan precipitarla echando gasolina –a menudo de manera literal– sobre los rescoldos de la queja. Entre miles de manifestaciones son muy pocas las que han acabado a gorrazos. Siempre a cuenta de exaltados grupos antisistema que buscan entre las barricadas el atajo para acaparar los telediarios.

La bronca de Burgos, imprevista por Interior y mal gestionada por el alcalde, sienta el peligroso precedente de otorgarles un triunfo a los incendiarios que ahora conocen la eficacia de su guerrilla urbana. La miopía municipal al negarse a negociar de entrada con un vecindario airado ha desembocado en un mensaje explícito para cualquier reivindicación ciudadana: la quema de contenedores y sucursales bancarias tiene más éxito que la reclamación civilizada. Los radicales se sienten victoriosos porque han acojonado a las autoridades, cuya torpeza les ha regalado un símbolo. El barrio de Gamonal tiene poca masa crítica para una deflagración social, pero la experiencia puede servir de mecha con la que prender hogueras de mayor escala.

En Burgos ha faltado cintura política para escuchar y replantear proyectos y plazos, y han sobrado testosterona, ardor guerrero y violencia oportunista. Aunque el desenlace provisional aporta cierta sensatez tardía, también envalentona a los nihilistas de pasamontaña y a los revolucionarios de salón que sueñan con el mito nostálgico del 68, con la revuelta en los bulevares y los adoquines levantados. Esa combustión artificial, escenográfica, no refleja la temperatura de la España actual, mucho más juiciosa y paciente, pero hay un izquierdismo de queroseno que ve cómo se le empieza a acabar el tiempo de que ardan las calles. Y va a tratar de impedir que a los treinta años de haber hecho una transición política ejemplar este país salga de una recesión descomunal con el mobiliario casi intacto.

IGNACIO CAMACHO en ABC


La palabra «democracia» está empezando a perder en España su sentido clásico para adaptarse al que los grupos antisistema están logrando imponer en la calle. «Pueblo» ya no es sinónimo de «electorado», que se expresa libremente en las urnas a fin de que prevalezca la voluntad mayoritaria con el debido respeto a las minorías; es un vocablo prostituido con el que una minoría ruidosa o violenta se arroga la representación de la ciudadanía en su conjunto. Se la arroga impunemente porque quien posee los medios para impedirlo se lo consiente. Veamos algunos ejemplos recientes del poder de estos izquierdistas enfurecidos y la cobardía de las instituciones:
  1. Lo sucedido en Burgos constituye una claudicación en toda regla ante la coacción del vandalismo (o de algo peor). 
  2. En Madrid ocurrió algo muy parecido en el contexto de la última huelga de limpieza, que vio cómo los piquetes convertían la capital en un auténtico vertedero. 
  3. Meses antes se había cancelado una sesión plenaria de la Cámara Baja, sede de la soberanía nacional, sin otra razón que el miedo ante la amenaza de la plataforma «Rodea el Congreso». 
  4. En Bilbao, tres cuartos de lo mismo. La Audiencia Nacional se rindió ante los portavoces del terror, consintiendo que se manifestaran en apoyo de sus pistoleros presos, mientras el PNV se sumaba a la marcha, según su líder, Ortuzar, para impedir que la capital vizcaína «fuese escenario de una batalla campal».

Todo se resume en esa metáfora magistral de Konrad Adenauer que recientemente recordaba Luis María Anson: «Un método infalible para apaciguar a un tigre es dejarse devorar por él».

La estrategia del apaciguamiento cobarde y claudicante se impone a todos los niveles y en múltiples planos. Los poderes democráticos, llamados a defender su legitimidad y nuestro voto con determinación inquebrantable, ceden a la primera de cambio ante la violencia callejera y otras presiones, tal vez menos visibles pero aún más inconfesables, que mueven intereses milmillonarios de los que antes o después muchos de ellos se benefician personalmente. Ceden ante las «mareas» secesionistas, otorgando privilegios fiscales como el del déficit a la carta para Cataluña, en un patético intento de contentar a quien ha hecho de la queja su razón de existir. Ceden también ante el hacha y la serpiente.

La moraleja que se deriva una vez más de lo acontecido en Burgos es inequívoca: si no ganas en la contienda electoral ni convences con tus razones, traslada tu lucha a la calle y asegúrate de quemar suficientes contenedores destrozando al mismo tiempo los escaparates adecuados. El mensaje que recibimos quienes cumplimos la ley y pagamos impuestos a tocateja, por injustos o abusivos que nos parezcan y por más que nos hubieran prometido reducir esa carga, es que somos víctimas de una siniestra tomadura de pelo.

Las reglas del juego democrático están cambiando a toda prisa ante la pasividad impotente de un Gobierno al que los españoles otorgaron una holgadísima mayoría absoluta en vano. El tigre tiene cada vez más apetito y afila las garras para saciarlo.


No hay comentarios: