domingo, 2 de febrero de 2014

"ES LA POLÍTICA, IDIOTAS DEL PP, LA POLÍTICA"

Ahora que se está celebrando la convención nacional del PP es bueno recordar porqué están perdiendo votos "a espuertas" entre sus seguidores.


LAS VÍCTIMAS

SI «la política es el arte de lo posible», según Bismark, ¿qué es gobernar? Pues convertir ese arte en realidad. Algo que el Canciller de Hierro practicó con pericia, forjando la moderna Alemania y adelantándose a los socialistas en el Estado social. Cualquier medio vale para no fracasar. Últimamente, debido al auge de los medios audiovisuales, lo más socorrido es el líder «carismático». Rajoy, que sabe perfectamente que no es un seductor, ha elegido el camino opuesto: fijarse el objetivo principal, concentrar en él todos los esfuerzos y olvidarse de lo demás, convencido de que, resuelto el gran problema, el resto se resolverá por añadidura. Si Clinton dijo aquello de «¡es la economía, idiota, la economía!», Rajoy no lo dice, porque se calla todo, pero lo hace.

Parece que está teniendo éxito, que estamos saliendo del pozo, que los números empiezan a cuadrar. Pero está visto que la plena felicidad no es de este mundo y, justo cuando parece haber vencido a sus rivales, surgen problemas entre sus seguidores. Las víctimas del terrorismo, el colectivo más golpeado en la Transición, se sienten no ya olvidadas, sino traicionadas por el Gobierno. Un Gobierno que no es del PNV, del que solo esperan agravios, ni del PSOE, que hace tiempo coquetea con el nacionalismo, sino del PP, el partido que consideraban suyo. Pero verle no mover un dedo cuando un juez mandó a casa a Bolinaga por razones harto discutibles e inclinar la cabeza cuando el Tribunal de Estrasburgo anulaba la doctrina Parot ha hecho pensar a algunas víctimas que ya no es su partido. Tras ellas, se han ido señalados militantes.

Pienso que ha habido un grave error por parte del Gobierno. No se gobierna solo a base de números y resultados. Requiere también corazón, cariño, calor humano. Habría bastado para evitar el infortunado desencuentro. Las víctimas del terrorismo son la esencia, por no decir el alma, del PP. Representan los valores que dignifican y cohesionan el partido, al haber dado lo máximo que puede darse en este mundo, la vida, por su causa. Pero, además, a las víctimas hay que escucharlas no por compasión ni por deferencia, sino porque tienen razón. Tienen razón por conocer mejor que nadie tanto a quienes han asesinado sin pestañear a sus padres, hermanos e hijos como a quienes de una manera u otra estaban tras ellos. Saben también que son gentes de las que no se puede uno fiar, que no se han arrepentido ni entregado las armas, y que si ya no matan es porque no pueden o porque esperan poder alcanzar sus objetivos de forma más cómoda. Pero que volverían a matar, robar y extorsionar de no alcanzarlos, ya que no han renunciado a lo que llaman su «causa» y son sus delitos.

Por eso no puede pactarse con ellos, porque los terroristas siguen siendo lobos, y sus valedores, lobos con piel de cordero. Porque la paz que predican es una falsa paz. Es «su» paz. La paz de los cementerios, de los zulos, de la humillación diaria. Algo que el PP no puede aceptar si quiere hacer honor a su nombre y seguir siendo el partido del pueblo español.

José María Carrascal en ABC


EL PROYECTO

CUMPLIR el déficit no es un proyecto político. Gran parte de la tensión interna que vive la derecha española se debe a un error de (minus) valoración sobre el grado de exigencia moral de su electorado. Concentrado en la emergencia económica, el Gobierno ha preterido la cohesión ideológica que sostenía el modelo de partido creado por Aznar y lo ha situado al borde del colapso o de la fractura. El aznarista tampoco era un patrón dogmático; se trataba de una especie de coalición de tendencias –liberales, democristianas, moderadas y conservadoras– aglutinadas en torno a un programa reformista y un núcleo de identidad común basado en una fuerte conciencia nacional de España. 

Las víctimas del terrorismo personificaban la solidez de ese concepto unitario al resistir hasta el martirio el embate de la violencia rupturista. Su potente papel simbólico del patriotismo constitucional ha quedado en entredicho por desidia, torpeza o descuido del marianismo en un momento de especial delicadeza, cuando la desaparición de la amenaza criminal exigía sumo cuidado en la preservación del sentido del sufrimiento y de la idea misma de justicia histórica.

Esta presión sobre las junturas del PP es la evidencia de una crisis de proyecto. El de Aznar, que tenía la legitimidad fundacional, se desgasta, se diluye y se resquebraja, y el de Rajoy no acaba de aflorar bajo su esfuerzo pragmático de estabilización de la economía, que pese a su éxito objetivo se halla aún en una fase inicial, fuera del alcance de las devastadas clases medias que representan el principal bastión sociológico del centro-derecha. Para cohesionar una mayoría social se necesita algo más que el mero ejercicio pragmático del poder: es preciso trazar un horizonte, un esquema doctrinal, un lazo sentimental, y respetarlo. Este Gobierno ha ofrecido una sensación –más aparente que real, pero muy extendida– de debilidad ante los desafíos a la idea de España, que es su elemento de convicción más potente, y al desdecirse de su propio programa ha olvidado que un partido-contenedor de amplio espectro requiere de al menos un emblema ideológico que le otorgue consistencia.

Para coser los desgarros abiertos en el liderazgo marianista es menester un esfuerzo de recomposición política que vaya más allá del enunciado de reformas concretas como las que el PP va a anunciar en su convención de este fin de semana. Hace falta un ejercicio proactivo de acercamiento y amparo a sus grupos básicos de apoyo. Una defensa de los principios que activaron la confianza de los grandes sectores de la sociedad española: la libertad, la convivencia, la ley, la ética pública, la iniciativa individual y la fe en una nación de ciudadanos iguales. Identificar la regeneración con unos puntos de déficit equivale a confundir los proyectos con los objetivos, los deberes con los compromisos y la esencia con las circunstancias.

Ignacio Camacho en ABC


EL PLAN

ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC 26.01.2014

AUNQUE no desvela su contenido («no sería prudente que el presidente del Gobierno adelantara acontecimientos») Mariano Rajoy tiene un plan para frenar, in extremis, el proyecto independentista cuyo implacable acontecer ha llevado al Parlamento de Cataluña a fijar solemnemente, en el próximo 9 de noviembre, la fecha para la celebración de un referéndum de autodeterminación al que llaman «consulta».

El presidente tiene un plan, que no concreta, merced al cual piensa impedir que los separatistas catalanes se fumen un puro con la Constitución y usurpen al pueblo español la soberanía que por Derecho le pertenece. Algo es algo, pero no basta. A estas alturas del desafío, cuando la escalada ha llegado al punto de que las instituciones autonómicas ignoran sentencias firmes en materia lingüística y derrochan el dinero público en campañas de propaganda a favor de la sedición, anunciar un plan abstracto y garantizar un compromiso que se asumió al jurar el cargo es tanto como quedarse de brazos cruzados esperando a ver qué pasa. Incluso la alianza que se intuye con el PSOE a estos efectos resulta insuficiente y tardía. La buena intención se presupone; la determinación está por demostrar. Y mientras no quede probada por encima de toda duda razonable, como acreditado ha quedado el empeño de los separatistas en romper España, no les llegará un mensaje que les lleve a perder la esperanza.

Hasta la fecha ha sucedido justo lo contrario. La política de hechos consumados practicada por el nacionalismo ha supuesto para su causa una apuesta siempre ganadora. Exigiendo lo imposible han obtenido lo impensable, sin arriesgarse a perder. Cada amenaza rupturista ha encontrado comprensión y recompensa en forma de nuevas competencias, nuevas transferencias y mejor financiación, a costa de quienes nunca han dejado de ser leales. La estrategia del chantaje les ha dado excelentes resultados. ¿Por qué iban a renunciar a ella?

Lo sorprendente, lo realmente novedoso, sería que por una vez se invirtieran los términos de la ecuación y ese «plan» de La Moncloa contemplara la posibilidad de imponer el pago de un precio político a estos apóstoles del «derecho a decidir» que decidieron por su cuenta y riesgo romper las reglas del juego, quebrando así no sólo la convivencia, sino la confianza de los inversores en nuestro país. Que la jugada les saliera cara. Si por ventura fuese así, el artículo 155 de la Carta Magna indica el camino a seguir: «Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general».

Las agencias internacionales de calificación identifican el «problema catalán» como el máximo factor de riesgo para la economía española. El «Parlament» ha traspasado con creces los límites de la legalidad. Cataluña está quebrada y consume buena parte del fondo de rescate que pagamos con nuestros impuestos. ¿Qué más tiene que pasar para que el «plan» se materialice?

Es demasiado tarde para enviar ministros a hacer discursos patrióticos o desgranar cifras reales. El Estado perdió esa batalla hace años, cuando renunció a librarla. A estas alturas no hay más «plan» válido que la protección efectiva del interés general, con los instrumentos que hagan falta. Todo lo demás es nada.


CON SUS VIDAS EN NUESTRAS MANOS

Si la historia la escriben los vencedores, los terroristas habrán vencido al escribir nuestra historia. Y el pasado de España se agolpará en nuestra boca con el sabor a ceniza de todo un tiempo en vano. Y el pasado de España temblará en nuestros ojos con el sabor a pérdida de las lágrimas secas.

«Que se libre a mis restos de una sacrílega autopsia; que se ahorren de buscar en mi helado cerebro y en mi apagado corazón el misterio de mi ser. La muerte no revela los secretos de la vida». Chateaubriand iniciaba sus Memorias con esta advertencia: lo que quedara de su cuerpo sin espíritu de nada podía servir para explicar el significado de su existencia. Pero si la materia inerte nada nos dice ya del alma, de la conciencia de vivir, las circunstancias de la muerte pueden dar cuenta de nuestra condición de hombres, de nuestra sustancia de seres únicos alzando su integridad sobre la tierra y la historia.

Líbrennos nuestra inteligencia y nuestro sentido del ridículo del fervor romántico que idealiza la muerte heroica en una desquiciada fe de vida. Líbrennos nuestra lucidez humanista y nuestro culto a la razón de confundir la arrogante exhibición de la autenticidad con la humilde búsqueda de lo verdadero. Nada tenemos que ver con quienes, acostumbrados a convertir la vida en la pieza descartable de ideologías extremistas, han posado sobre nuestro tiempo el orden deforme de un firmamento inmoral. Sólo sentimos repugnancia de quienes han creído que el futuro había de edificarse sobre los escombros de la muerte, sobre el sacrificio de los inocentes y sobre los escenarios donde la sangre oficia el sucio ritual de los verdugos y de las víctimas.

Desde la convicción de la dignidad intrínseca de la vida, de su finalidad en sí misma, de la negativa a aceptar su validez relativa, algunas ocasiones nos obligan a hacer una pausa en nuestro camino. Pocos días atrás, en una localidad del norte de Pakistán, un adolescente de catorce años, Aitzaz Hasan Bangash, detuvo a un terrorista talibán que pretendía detonar una carga explosiva en el interior de su escuela. Sólo pudo hacerlo abrazándose a él y provocando un estallido prematuro, que permitió evitar la masacre que iba a producirse entre los estudiantes reunidos en aquel momento en una asamblea. Bangash había tratado de disuadir al terrorista gritándole y arrojándole piedras, pero al final no tuvo más recurso que entregar su propia vida. La donación de una existencia tan joven aún, el sacrificio temprano nada tuvo que ver con la decisión de morir ni con el deseo de matar. Por el contrario, fue una prueba de respeto al ser humano, una forma de afirmar el privilegio de vivir. Fue uno de esos actos en los que la humanidad entera justifica su existencia en el mundo, su necesidad de tomar una opción moral, la exigente, irrevocable y preciosa condición de nuestra libertad.

Esta decencia limpia, este coraje humilde nos incumbe a nosotros, los españoles, con especial dureza en estos días. Porque han aparecido de nuevo los asesinos, los pistoleros, los verdugos, posando orgullosamente en el congruente espacio de un antiguo matadero de Durango. Ellos han protagonizado una de las historias más pavorosas sufridas por Europa en la segunda posguerra mundial. En los reportajes que han cubierto su insultante manifiesto, hemos podido ver el rostro de quienes también tomaron una decisión. Hemos visto la tiniebla podrida de sus ojos, la corrupción de su sonrisa descompuesta, el aliento estancado de su voz. Hemos visto a quienes son ya, para siempre, imagen de la muerte. Decidieron que el crimen formara parte de nuestra existencia, segregaron el temor en el aire de nuestras calles, diezmaron el paisaje de nuestra patria. No solo provocaron un daño irreparable en asesinatos que zanjaron vidas con derecho a ser vividas. Nos condenaron a existir en una libertad condicional, a la indignidad del dolor inútil, a la vejación de nuestro miedo a ser asesinados. Nos obligaron a incorporarnos a diario con toda nuestra muerte a cuestas, nos sometieron al cautiverio de una teogonía infame, en la que a ellos correspondía escribir nuestro destino y a nosotros sólo cabía cumplirlo con una irrenunciable dignidad.

Pero ahora, además, nos fuerzan a convivir con su monstruosa existencia. Tenemos que aguantar la obscenidad de su presencia en las instituciones. Tenemos que soportar la humillación suprema de pagarles el sueldo. Ahora pretenden que la calidad de nuestra democracia y la virtud de nuestro civismo se midan por la capacidad de negar lo que ha ocurrido. Ahora reivindican que, después de haber condenado a muerte a nuestros amigos, a nuestros familiares, a nuestros compatriotas, los condenemos al olvido. Ahora nos arrebatan también el recuerdo, intentan inventar un pasado sin víctimas ni verdugos, un tiempo sin moral, reducido a los contextos atenuantes y las circunstancias absolutorias. Si la historia la escriben los vencedores, los terroristas habrán vencido al escribir nuestra historia. Y el pasado de España se agolpará en nuestra boca con el sabor a ceniza de todo un tiempo en vano. Y el pasado de España temblará en nuestros ojos con el sabor a pérdida de las lágrimas secas.

En nuestro propio suelo, con el permiso concedido por una autoridad que desdeñan, refugiándose en la protección de un Estado que rechazan, los asesinos tratan de establecer las condiciones políticas de nuestro futuro, pero también de perfilar las dimensiones morales de nuestra existencia. La redención de su pena será la aniquilación de nuestra legítima tristeza. La relativización de su crimen será aceptar la validez relativa de sus víctimas. Ninguna nación ha puesto a prueba las bases fundacionales de su cultura de este modo. A ningún terrorista de un país occidental se le habría ocurrido que las instituciones parlamentarias, los partidos, las garantías jurídicas y la simple decencia cívica de una comunidad podrían tomarse en serio tales pretensiones. Porque no definen solamente la catadura criminal de los asesinos que las proclaman, sino que también determinan la calidad democrática de la sociedad que las atiende.

Muy lejos de aquí, un adolescente entregó su vida para que cientos de muchachos de su edad pudieran vivirla enteramente. Bangash creció en una zona del planeta en la que la vida puede llegar a valer muy poca cosa, en que cada día que pasa es un tiempo ganado a la extinción. La vida no es un hecho rutinario, no transcurre con la inercia de lugares favorecidos por el bienestar y la libertad. La vida es voluntad de existir, pero no a cualquier precio. La grandeza del acto moral es que se basa en la posibilidad de escoger algo más fácil, pero menos bueno.

Lo que nos hace hombres es esa decisión que adquiere sus rasgos más intensos en circunstancias como las que nos ha ofrecido Bangash. En presencia del verdugo, él escogió ser la víctima, no por desprecio de su propia vida, sino por el amor a todas las que salvaba. Y, probablemente, habitando un lugar de tal dureza, por puro y simple amor al milagro de vivir. En el momento de tomar tan grave decisión, en el momento de dar ejemplo, este adolescente tuvo la vida de todos los hombres en sus manos. En su cuerpo destruido, vibró lo mejor de cada uno de nosotros. En su corazón desmantelado sobrevivió nuestra esperanza. En su sangre vertida tomó impulso nuestra definitiva fe en la bondad del hombre. Como lo escribió Cernuda, en la aspereza implacable del exilio: «Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Uno …uno tan sólo basta como testigo irrefutable de toda la nobleza humana».

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC 26/01/04

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