viernes, 6 de septiembre de 2013

EL SOCIALISMO Y EL COMUNISMO, NUESTRA IZQUIERDA


El socialismo nació como una ideología y una fuerza social alternativas al liberalismo. Curiosamente, aquellos momentos en los que las crisis de gran calibre trastornaron los recursos de legitimación de la sociedad liberal, la izquierda socialista fue incapaz de ofrecer una organización más eficaz de la economía, una representación política más auténtica y una ideología esperanzada y prudente que proporcionase a los individuos una mayor confianza en su futuro y una mejor conciencia de su libertad. La izquierda clásica mostró su insolvencia para proceder a la sustitución de un régimen que la literatura socialista consideraba agotado. Ni siquiera la catástrofe de la civilización en que consistió el fascismo modificó la carencia de escrúpulos de una izquierda que llegó a denunciar en el horror totalitario el resultado lógico del sistema liberal. Sin embargo, cuando quiso adquirir un mínimo prestigio en la cultura política occidental, la izquierda tuvo que asumir como suyos los valores propios de la sociedad que arrancaba de las revoluciones liberales y constitucionalistas del siglo XVIII.

Ese cambio se hizo sin rectificación pública alguna, sin aceptación de sus errores y con una más bien discreta denuncia del régimen totalitario que se había construido en una parte importante de Europa siguiendo escrupulosamente los dictados de la ideología marxista. Rara vez se ha escrito en el currículo de nuestra izquierda su incansable labor, destinada a que millones de personas perdieran su fe en los sistemas constitucionales y se entregaran al saqueo de todos aquellos principios sobre los que pudo levantarse un régimen de convivencia libre tan difícilmente construido en los últimos dos siglos. Recordemos a esa izquierda, tan empeñada en darnos lecciones de generosidad, de apertura de miras, de tolerancia y de progresismo, que en su momento fue indispensable compañera de viaje para que se produjera la más grave fractura de la sociedad liberal que ha conocido la historia, y para que sobre ese desastre de civilización tuviéramos que empezar todos de nuevo, incluyendo a un socialismo que sólo descubrió su inaudita torpeza cuando pasó a ser víctima de una época en la que creía que iba a ser triunfador.

Desde luego, la redención política de la izquierda tiene mucho más que ver con la capacidad integradora del liberalismo que con la decencia de una cultura política tan dispuesta a malversar los fondos de su propia tradición. Esa tradición fue la que permitió a Marx referirse al Estado como un mero órgano de administración de los empresarios. Esa tradición fue la que permitió a Lenin calificar al Parlamento británico de órgano de representación exclusivo de la burguesía. Esa tradición fue la que permitió que incluso la socialdemocracia mantuviera el objetivo de la dictadura del proletariado, mientras observaba con burlona complacencia las dificultades de una sociedad burguesa cuyo final había de precipitarse para poder enviarla al museo de la historia. En los museos se exhiben ahora, precisamente, las espantosas imágenes de una Europa en la que los valores del liberalismo pasaron a considerarse objeto de mofa, odio y desprecio. Quizás convenga devolver las lecciones a quienes tan a menudo pretenden aleccionarnos. Quizás convenga que, ya que se quiere avivar la llama de la memoria histórica, rescatemos aquellos episodios en los que el papel desempeñado por la izquierda puede envolverse con el atavío de la insolvencia o el porte de la indignidad.

Estamos ante una crisis nacional, ante una quiebra de la confianza pública. Estamos ante el riesgo del desguace de nuestra democracia, que no puede existir cuando se deslegitima constantemente el Estado y cuando se impugna todos los días el fundamento de nuestra convivencia. Estamos ante el peligro claro de la desaparición de una España de la que todos nos sintamos parte. Estamos ante una crisis en la que nuestras libertades constitucionales son cambiadas por ilusiones populistas y en las que la necesaria solidaridad de todos los sectores sociales se sepulta bajo anacrónicas invocaciones a la lucha de clases. En su peculiar viaje a la banalidad política, el socialismo español ha sustituido la rigidez de los esquemas doctrinales por la ligereza demagógica de los lugares comunes. Durante el peor año que recuerda nuestro régimen constitucional, una izquierda sin proyecto ni liderazgo ha tratado de hacernos olvidar una lejana tradición antiliberal y una cercana gestión incompetente. Si sus raíces ideológicas no deberían permitirle presumir de mayor calidad democrática que otros, su desastrosa ineficacia en la gestión de los albores de la crisis económica y su absoluta falta de sentido de Estado no tendrían que dejarle reputación alguna desde la que señalar los riesgos que ahora corremos. Su carencia del sentido de la responsabilidad no hace que se crezca ante las dificultades como una opción destinada a resolver los problemas de España, sino que sólo trate de aprovecharlas para regresar al poder cuyo ejercicio considera que sólo a ella puede corresponderle.

No ha habido un solo tema que nos haya puesto a prueba como nación en los últimos meses en los que el socialismo español no haya mostrado la envergadura de su frivolidad y las deficiencias de su carácter. La decisión de reformar un sistema educativo vergonzoso, el coraje para construir un pacto social que salvaguarde nuestro Estado del bienestar, la intransigencia ante el asalto a la unidad nacional, la defensa de un conjunto de valores elementales en la definición de nuestro lugar en la civilización occidental, han sido algunos asuntos en los que la izquierda ha mostrado su incapacidad para asumir una representación política que se oriente hacia la felicidad de todos los españoles y a nuestra supervivencia como nación. No por esperada, esta constatación debe dejar de alarmarnos profundamente. Porque no nos estamos jugando el porvenir de unas siglas, el buen nombre de una ideología o la imagen de unos cuantos políticos profesionales. Lo que está en peligro es algo mucho más importante que eso.

El ocaso de una sociedad es siempre el producto de la flaqueza de su clase dirigente. Y una parte sustanciosa de quienes debían haber garantizado la solidez de unas normas y la calidad de una cultura ha estado muy por debajo de la altura de las circunstancias. La crisis exigía la asunción de valores comunes, la decisión de actuar unidos, en defensa propia, frente a lo que nos ha estado poniendo a prueba como nación. Poco antes de narrar la decadencia que arrasó las bases del Imperio romano, Edward Gibbon se refirió a una sociedad protegida por sus principios, en la que «la imagen de una constitución libre se conservaba con decorosa reverencia». Difícilmente podremos referirnos a España de este modo. Pero la ausencia de este respeto por nosotros mismos, la pérdida de nuestro vigor y la vergonzosa ausencia de un carácter compartido no son los frutos desdichados del azar, sino el producto de la actitud de aquellos a quienes no sólo ha faltado la difícil grandeza de un carácter, sino la mera ejemplaridad de una conducta.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.


Es extremadamente cansino ver cómo uno de los ejes de nuestro debate democrático es el de la posesión de «La Verdad». Verdad que está incuestionablemente en manos de la izquierda. Los ejemplos de este discurso sectario son muchos y uno de los más reiterados reaparecía el pasado domingo en las páginas de «El País» bajo el titular de «El poso franquista sigue vivo». En la crónica se explicaba que se había difundido en Valencia fotos de dirigentes de las juventudes del PP «brazo en alto, haciendo el saludo fascista o posando junto a una bandera española del régimen franquista». Un poco más adelante se aclaraba que las fotos «se habían efectuado años atrás», más no por ello había que matizar la descalificación en una crónica que parecía insinuar que el PP de Rajoy es un nido de fascistas. Que Santa Lucía les conserve la vista a mis colegas de ese diario.

No me resisto a resaltar la hipocresía que se esconde detrás de esa denuncia. Ojalá sea cierto que jóvenes que hace un año militaban en la ultraderecha hoy lo hacen en el Partido Popular. Sería tan bueno para el sistema democrático como lo es el que muchos militantes comunistas que se identificaban con la URSS hayan acabado en el PSOE. Uno de los inmensos méritos de Manuel Fraga, nunca reconocido por la izquierda española, fue conseguir que en España nunca se asentara un partido homologable con el Frente Nacional francés u otros conmilitones suyos diseminados por Europa. Y considerando que en España el dictador se murió en la cama, reconozcamos que al menos la falta de una oposición verdaderamente desestabilizadora debía tener algo que ver con el hecho de que el franquismo tenía el apoyo de una base sociológica que hubiera permitido la consolidación de un partido que hubiese hecho sombra a la derecha democrática. Y eso hubiera sido para mayor gloria del PSOE. Igual que en Francia François Mitterrand facilitó la entrada del partido de Le Pen en la Asamblea Nacional para frenar el acceso al poder del RPR de Chirac.

Dicho lo cual, yo agradecería mucho que se me explicase intelectual o estadísticamente por qué en una democracia el franquismo es criticable y el comunismo no. Por qué los «símbolos franquistas» son más antidemocráticos que la hoz y el martillo. ¿Podría alguien decirme un solo país del mundo que tuviera la hoz y el martillo en su bandera o su escudo –y hubo muchos- que crea poder identificar como un país en el que se respetaban los derechos humanos? Y, si no hay ninguno, ¿por qué no denuncian la exhibición de esos símbolos exactamente igual que la simbología franquista? Porque no hay estadística mínimamente seria que niegue que la ideología que más muertos ha causado en la historia es el comunismo. Y perpetró sus crímenes en los cinco continentes. Mas sus herederos siguen en posesión de «La Verdad».

En posesión de «la verdad»
RAMÓN PÉREZ-MAURA

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