viernes, 11 de noviembre de 2011

CHINA Y SUS INVERSIONES EN EL TERCER MUNDO. LA SILENCIOSA CONQUISTA CHINA.

Teniendo presente que China se está convirtiendo en el amo del mundo, hoy es conveniente recomendar un libro sobre las inversiones de ese país escrito por dos periodistas españoles. El artículo siguiente es la propia crónica redactada por los autores, Heriberto Araújo y Juan Pablo Cardenal, y publicada en la versión española de Foreign Policy.
Un proyecto de investigación periodística que requirió dos años y nos llevó a 25 países de África, América Latina y Asia para seguir la huella de China por todo el planeta, dejó una certeza incontestable: el gigante asiático está conquistando el mundo. Lo está haciendo de forma imparable, pero también silenciosamente, consecuencia del desconocimiento que sobre ella hay en el resto del planeta, de la discreción que preside su forma de hacer negocios y de la opacidad que rodea los tejemanejes de la China oficial (su diplomacia, sus empresas públicas y sus bancos estatales) con los regímenes autoritarios con los que vive una particular luna de miel.

Los tentáculos chinos se extienden con rapidez en el mundo en desarrollo, pues es ahí donde el coloso asiático se aprovisiona a futuro de las materias primas que son esenciales para mantener el ritmo económico de la locomotora china. Además, esos mercados aún por madurar ofrecen fantásticas oportunidades para la oferta de las empresas del Imperio del Centro, las cuales encuentran poca resistencia ante sus imbatibles precios, su más que aceptable tecnología, su inagotable cantera de mano de obra y su capacidad de financiación. Todo ello es recibido por las élites gobernantes y económicas con los brazos abiertos, que ven en Pekín a un nuevo Mesías.

Es por todo ello que este avance por los países ricos en petróleo y recursos naturales es estratégico para China. Pero ello no significa que su pegada vaya a limitarse a África o América Latina. Es más bien el preludio de una segunda ofensiva que llevará al gigante asiático a los mercados occidentales y que, por elevación, confirmará a China como una potencia global del siglo XXI. En este sentido, la crisis que tanto castigo está infligiendo en Occidente, ha sido para el Imperio del Centro una inesperada aliada para tomar posiciones por todo el planeta, incluida Europa, donde despliega ya poderío comprando deuda soberana o compañías en quiebra. Estamos, desde luego, ante el cruce de caminos de un momento histórico.

¿Cómo está el gigante conquistando el mundo? Por un lado, con la fuerza que emana de su ejército de pequeños empresarios, emigrantes y emprendedores. Aterrizan en los países inhóspitos de África, en lugares remotos y desconocidos de América Latina o en otros más hostiles de Asia Central o la Siberia rusa, y muchas veces acaban conquistando los mercados locales gracias a su adaptabilidad al medio, a una capacidad de sacrifico sin límites, un olfato legendario para los negocios y un talento natural para bajar los costes. Astutos, discretos y sufridos, esos valientes se enfrentan a lo desconocido, la xenofobia y la inseguridad sin otro leitmotiv que la prosperidad y una vida mejor. La red  de contactos  entre chinos es a la vez la malla protectora y el trampolín hacia el éxito de los recién llegados.

Sin embargo, es la China oficial la que capitanea la ofensiva valiéndose de sus propias fortalezas, especialmente una capacidad de financiación ilimitada que en los tiempos actuales no puede ser mejor señuelo. Pekín pone sobre la mesa infraestructuras al precio más competitivo del mercado, es comprador a largo plazo de las materias primas locales (muchos países del mundo en desarrollo han aguantado los embates de la crisis gracias a sus exportaciones de materias primas al gigante asiático), ofrece créditos y préstamos a la carta y no condiciona sus tratos empresariales al respeto a los derechos humanos o a la observancia de buenas prácticas. En los países gobernados por élites rapaces, la fórmula china no puede ser más tentadora. Es el socio fiable, el banquero, el amigo y, cuando es menester, el guardián de sus intereses en la arena diplomática, sobre todo si el país en cuestión es una dictadura y está enfrentada con Occidente.

El impacto de su despliegue de recursos es indiscutible en todos los Estados en los que ha puesto el pie. Lo más visible son, sin duda, las infraestructuras: desde estadios de fútbol, carreteras y hospitales por toda África a presas en la Amazonía, el Nilo o el Mekong; desde oleoductos y gasoductos en Turkmenistán y Birmania a proyectos ferroviarios en Venezuela; desde proyectos mineros en la República Democrática del Congo o Perú a agrícolas en Argentina. Todo ello lo hemos visto con nuestros propios ojos.

Ahora bien, por mucho que las élites de tantos de esos países o la propia retórica del régimen chino hablen, con frecuencia, de una relación ganador-ganador, lo cierto es que no siempre esa riqueza que –supuestamente– genera la inversión china llega a la población. No es sólo que –más allá del impacto en la balanza comercial y en los ingresos fiscales– no haya apenas efecto derrame (filtración de la riqueza a las capas sociales inferiores), consecuencia de que los gobiernos locales no han aprovechado las necesidades chinas para crear una industria de valor añadido; es que la presencia e inversiones del gigante asiático van muchas veces acompañadas de efectos nocivos para la población.

Unas condiciones laborales terribles, el impacto medioambiental y una corrupción desatada se erigen como principal menoscabo para unas poblaciones locales que no siempre dan la bienvenida al coloso asiático. Y que con frecuencia carecen de mecanismos como el Estado de derecho o una sólida sociedad civil para fiscalizar la actuación de China. La inobservancia de unos mínimos estándares laborales, medioambientales y sociales tiene que ver, desde luego, con el contexto en países con instituciones débiles, mínima sociedad civil y nulo respeto por el imperio de la ley.

Pero, sobre todo, tiene que ver con las características del régimen chino, habituado como está a no rendir cuentas a nadie. La ausencia en China de sociedad civil, de unos medios de comunicación que se hagan eco de los excesos, de una oposición política que denuncie los abusos, de unas ONG que presenten las evidencias de los atropellos y de una ley que persiga, denuncie, acote y castigue los comportamientos irresponsables, contribuye decisivamente –en muchos casos– a convertir la conquista china del mundo en un riesgo. Conviene, por tanto, a los países receptores poner los límites para convertir esa conquista en oportunidad.


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