La Segunda Guerra Mundial fue la suma de multitud de decisiones tomadas por líderes políticos y mandos militares, pero también por ciudadanos y soldados anónimos. Estas fueron en muchos casos decisiones a vida o muerte, resueltas en tiempo real, sin las ventajas de la reflexión filosófica, y proporcionaron un contenido moral al enfrentamiento que fue tan crucial como cualquiera de sus grandes batallas.
Combate moral presenta una perspectiva totalmente novedosa del enfrentamiento. Mientras que anteriores estudios del conflicto han tendido a centrarse en las grandes estrategias y las principales batallas, Michael Burleigh consigue adentrarse en los universos morales de sociedades enteras y de sus líderes para descubrir cómo estos se vieron modificados bajo el impacto de la guerra total. Desde el papel de los «depredadores» —Mussolini, Hitler, el príncipe Hirohito de Japón— hasta las complejas cuestiones de la justicia y la venganza, el autor recorre la invasión de Polonia, la polémica política del apaciguamiento, la ocupación, el papel de Churchill, los bombardeos selectivos o el Holocausto.
Burleigh se niega a extraer lecciones del pasado, centrándose firmemente en los dilemas éticos de personas reales que tuvieron que actuar bajo circunstancias difíciles de imaginar en un conflicto que definió el siglo XX y cuyas consecuencias nos acompañan hasta hoy.
El libro es un denso trabajo sobre los horrores y, sobre todo, las delicadas cuestiones morales que se plantearon en esa guerra. No ya la inmoralidad del nazismo, bien conocida, con su violación de las leyes de guerra y su proyecto de exterminio de toda una comunidad. Sino los espinosos dilemas morales que tuvieron que afrontar las democracias: desde la alianza con un sistema tan repulsivo y criminal como el de Stalin al lanzamiento de la bomba atómica, pasando por cuestiones como el apaciguamiento o la colaboración, el modo en que se ejerció la resistencia, el bombardeo de ciudades, las operaciones irregulares, el trabajo en los campos de concentración, hasta los propios juicios de Nuremberg a los jerarcas nazis.
De todo eso trata el libro más reciente de Michael Burleigh. Todas esas cuestiones fueron otros tantos escollos que tuvieron que salvar los aliados para derrotar a un enemigo que, dice el historiador, constituía una amenaza existencial para el espíritu humano en general. "Los nazis trataron fundamentalmente de alterar el entendimiento moral de la humanidad". Y "la evocación de los crímenes nazis remueve una herida colectiva en las sociedades occidentales".
Burleigh analiza uno por uno todos esos asuntos y, sin ahorrar algunas críticas, concluye que los eventuales males menores fueron necesarios para vencer a lo que se parecía mucho al mal absoluto. Se pudo entender la política de apaciguamiento hacia Hitler antes de la guerra por el recuerdo de los horrores de la Primera Guerra Mundial, pero es evidente que se trató de una política errónea. Los bombardeos sobre ciudades alemanas fueron terribles, pero eran la única manera que tenía Gran Bretaña de devolver el golpe a Alemania. Las operaciones irregulares muestran puntos oscuros, pero no pueden ser calificadas de terrorismo.
Lo cierto es que la propia dinámica de la guerra, con su sucesión de horrores, hizo que el listón de la tolerancia se fuera elevando progresivamente. No sólo entre los soldados. Churchill, que tomó la decisión de bombardear barcos franceses anclados en Orán (con el resultado de 1.300 marineros franceses muertos) para evitar que cayeran en manos alemanas, expresó con claridad la situación: "No sería justo ni racional que la potencia agresora obtuviese ventajas pisoteando todas las leyes y ocultándose tras el respeto innato por la ley de sus adversarios. Debemos guiarnos por la humanidad antes que por la legalidad". Churchill, ya se sabe, se hubiera aliado con el diablo para derrotar a Hitler; y Stalin, le parece a Burleigh, tenía algo diabólico incluso físicamente, con sus ojos amarillos y su falsa e inquietante sonrisa.
Otro gran dilema moral fue el de los judíos que se vieron obligados a trabajar para los nazis en contra de su propia gente, los que formaron los llamados Consejos de Ancianos, impuestos por los alemanes. Burleigh señala que no se les puede considerar voluntarios; obedecieron y ayudaron a unos nazis que tenían poder absoluto sobre ellos. Otros fueron más allá: se negaron y fueron fusilados por los nazis, o se suicidaron, o se quitaron los brazaletes y se unieron en silencio a los deportados. Hubo horror, pero también esas muestras de grandeza humana.
Hubo, incluso, alemanes que protestaron por los asesinatos; o que ayudaron a los judíos, llegando a pagar con su vida; además del famoso Schindler ("ese enigma humano", dice Burleigh), hubo otros rescatadores, "gente que, en un breve instante, tomaba determinadas decisiones que la humanidad admira con razón". Pero "los rescates fueron estadísticamente insignificantes en el marco de un relato sombrío y catastrófico del que no se desprende ningún mensaje redentor... la bondad humana no triunfó al final", concluye Burleigh.