viernes, 27 de diciembre de 2013

OPINIONES INDEPENDIENTES SOBRE LOS INDEPENDENTISTAS CATALANES

PEDIR LA LUNA

En el muy navideño escenario de la tumba de Francesc Macià –el hombre no tuvo la culpa de morirse un 25 de diciembre—y ante un friolento Artur Mas arrebujado en su bufanda, los dirigentes de Convergencia han anunciado el muy pacífico y buenista propósito de cortar con metafóricas hoces de campesino las cadenas opresoras de su pueblo cautivo. Algo vamos avanzando en el diálogo: la letra de «Els segadors» clama directamente por utilizar las falces para degollar pescuezos. Pero la retórica de liberación nacional revela hasta qué punto la dirigencia catalana se ha dejado poseer por la mitología de exaltación emotiva. Envueltos en una mística de arrebatado maniqueísmo los políticos soberanistas han fabricado un imaginario de tiranía represiva contra el que rebelarse como si fuesen émulos de William Wallace. Y se estimulan a sí mismos con esta clase de arengas mientras en el país invasor, y en su propio territorio sometido, la gente descorcha cava de Sant Sadurní y azacanea en los centros comerciales en busca de regalos. Todos muy preocupados por el destino manifiesto de la sedicente nación encadenada.

Los discursos del cementerio de Montjuic revelan el componente ensimismado del desafío secesionista catalán, obra esencial de una élite mediocre que se cree iluminada por un designio histórico. «Queremos la luna», decían en su inspirada soflama los edecanes de Mas, conjurados ante el difunto antecesor para prometer ante sus restos mortales la culminación del proyecto pendiente. La República Catalana que proclamó Macià duró tres días porque su promotor se envainó la aventura a cambio de la promesa de un Estatuto bastante menos autonomista que el vigente. Hubo un segundo intento a cargo de Companys, otro visionario imbuido por el delirio independentista, y Azaña, que no Franco, lo zanjó con una batería de cañones al mando del general Batet: una solución algo más alarmista y brusca que el artículo 155 de la Constitución actual. Companys fue detenido, encarcelado en un barco y condenado a treinta años. Por un tribunal republicano: está visto que el furor autoritario españolista trasciende regímenes e ideologías.

Ajena a la evidencia histórica y a la propia realidad contemporánea, la nueva alucinación independentista ha prendido en esta generación de políticos que pretenden fundar un Estado sin ser capaces de gobernar de forma competente una autonomía. Cuando un dirigente se fija como objetivo la luna sus conciudadanos deberían enviarlo a las urgencias de los servicios psiquiátricos, si es que queda en Cataluña alguna que no hayan desmantelado. Estamos ante un caso de enajenamiento colectivo con ribetes patológicos, y esa ofuscación autista va a provocar destrozo civil en una sociedad que ya está fracturada. Lo que esta casta de orates debería meditar ante el sepulcro de Macià es a dónde conducen las obsesiones autoalimentadas.

Ignacio Camacho en ABC


LA FRUSTRACIÓN TRANSFERIDA

Hablan los agrimensores del alma, o sea, los psicólogos, de la llamada «transferencia emocional». Consiste en la proyección al prójimo de nuestro estado emocional, de tal manera que, si nos encontramos en la situación de enamorados correspondidos cualquier prójimo nos parece un ser digno de afecto, y, en cambio, si hemos constatado que los discípulos de Montoro actúan sobre nuestras cuentas corrientes con la crueldad de una estricta gobernanta, tendemos a pensar que cada persona con la que nos cruzamos por la calle ha salido con el fin de molestarnos. En muchas otras ocasiones nuestra transferencia emocional no se debe a ningún asunto trascendente, sino a una desatención del empleado del banco, o del funcionario, o uno de esos empujones, que nos parecen tanto más alevosos, cuanto el causante se marcha como si se hubiera rozado con un matojo, y esa asunción de matojo es mucho más hiriente que el empujón propiamente dicho.

En una noche lejana, me contaba un taxista que las propinas más escandalosas que había recibido en su vida procedían del jugador del casino que ha ganado, y que las carreras más terribles eran las del perdedor, amustiado, arrepentido, con esos deseos de hacer partícipe a los demás en la desgracia, incluido el anuncio del remediable suicidio, y digo remediable porque bastan unas palabras de consuelo, la constatación de que se ha captado la atención de los demás

Existe otra transferencia muy interesante de la que hablan menos los psicólogos, y que yo he denominado con osadía y, seguramente, con error «la frustración transferida». Se trata de desplazar la responsabilidad individual hacia circunstancias colectivas. Si algo no me sale bien, si he fracasado en mis objetivos, no se trata, por supuesto, de mi falta de constancia, de mi ausencia de preparación o de escasez de inteligencia, sino de los elementos que hicieron naufragar a la mal llamada «Armada Invencible»: no era bueno el momento, tuve mala suerte o las circunstancias conspiraron en mi contra. No se trata de un asunto tan grave como la manía persecutoria, que posee raíces paranoicas, sino de un afán por evadir nuestra responsabilidad o, como se dice en el lenguaje cotidiano, sacudirnos el muerto.

Esta transferencia de la frustración es más frecuente y cotidiana en los países mediterráneos que en los anglosajones, donde el sentido de la responsabilidad individual es un signo de madurez. En Italia, en España, y no digamos en Grecia, lo primero que aprendemos a decir en la escuela es «yo no he sido», y la llamada madurez intelectual, como le respondí con absoluta sinceridad, hace poco, en un coloquio celebrado en Logroño, a una amable lectora, en los hombres españoles se alarga, en algunos casos, hasta los 52 años, e incluso hay varones que se mueren tan ancianos como adolescentes. (Esa desigualdad de madurez entre hombres y mujeres, desde mucho antes de la adolescencia, es la etiología de diferencias que han nutrido y nutrirán gran parte de la Literatura).

Un aspecto en el que podemos intuir y vislumbrar el inmaduro es la referencia a la suerte. La suerte es un factor fundamental en la vida de cualquier persona, y existen personas con buena y mala estrella, pero achacar todos los fracasos al azar es una manera de no salir del infantilismo. En cierta ocasión, una señora la le hacía la impertinente observación a Santiago Ramón y Cajal de que el premio Nobel había sido debido a la casualidad y a la buena suerte. «Sí, es cierto, totalmente cierto –respondió el sabio– pero la suerte me sorprendió trabajando en el laboratorio». Es probable que tengamos mala suerte en la entrevista laboral, en el examen, en las relaciones sentimentales, y es normal. Pero, en muchas ocasiones, lo que denominamos mala suerte no es otra cosa que descuido, olvido, pereza, aplazamientos, falta de esfuerzo y, en no pocas ocasiones, irresponsabilidad.

Por todo ello, el banderín de enganche del nacionalismo tiene la clientela asegurada. Si alguien me propone que el fracaso en mis negocios, el mal resultado académico en los estudios, mi escaso éxito contando chistes, incluso mis pobres resultados amatorios son culpa, no de mí, sino de un tercero, de una conspiración oscura que habita en Madrid, seré un imbécil o un tipo responsable y maduro, si no me apunto al invento.

La frustración transferida nos instala, de manera celérea, en la cómoda aceptación de cómo somos, sin autocensuras posibles. Yo mismo, cuando se me cae algo al suelo, he de evitar la tentación de echarle la culpa al que colocó el objeto en el borde de la mesa. Casi todos los ejecutivos de empresa, y no digamos los grandes responsables políticos buscan con denuedo, y la inteligencia que antes se les olvidó, hallar al chivo expiatorio de sus equivocaciones. Y, si carecemos de madurez intelectual, nos pasaremos la vida echándole la culpa a los demás de nuestros fracasos. El nacionalismo es una pirámide. En la cúpula hay unos pocos tipos avisados o cínicos que se postulan como vengadores de las decepciones de la mayoría. Y la mayoría, compuesta por un alto porcentaje de mediocres e ingenuos, son entusiastas de la idea, no por la idea nacionalista en sí, sino porque les restaña sus íntimas derrotas. Por eso, me produce una enorme decepción escuchar soluciones que se basan en el dinero. Hemos llegado a un punto en que ya no es cuestión de dinero. Y sólo los adalides del nacionalismo aparecen como los únicos capaces de curar la inmensa, la enorme frustración de no ser perfectos, que es el padecimiento de todos los mortales, bailen la sardana, la jota o el sirtaki. Ante ese convencimiento la chequera no posee apenas efecto. Estamos en otro plano: en el de la psicología o, si el asunto es más grave, en el complicado terreno de la psiquiatría.

Luis del Val, periodista, en ABC


LA DEMOCRACIA COMO COARTADA

El independentismo catalán, otrora llamado nacionalismo, ha ido progresando adecuadamente en su escalada de calentamiento mediático y social hasta anunciar, finalmente, la fecha y pregunta de un referéndum de secesión de Cataluña. Paradójicamente, los partidos que lo proponen (CiU, ERC, ICV y CUP) no tienen en el Parlament de Cataluña ni siquiera la mayoría necesaria para reformar el Estatuto de Cataluña. Inmediatamente la máquina de propaganda se ha puesto en marcha para vincular ese referéndum de secesión a la idea de democracia, utilizando insistentemente la frase «votar es democracia» con la que nos van a acompañar los próximos meses.

Para el independentismo la utilización de la propaganda constante en los medios públicos y subvencionados es más o tan importante como el propio fondo del asunto y requisito indispensable para que se pueda imponer y triunfar socialmente. La apelación a frases simples y rotundas pretende cortocircuitar cualquier posibilidad de pensamiento en contra, pues implica ejercer en el foro público el pensamiento crítico anulado en la sociedad catalana.

Asimilar democracia y votación es la coartada necesaria para que el pensamiento único nacionalista acabe de laminar cualquier atisbo de pluralismo y democracia en Cataluña, ignorando que en la UE no hay democracia fuera del Estado de Derecho. Y quien usa el nombre de la democracia al margen del Estado de Derecho, pretende lo que no debe. Un demócrata cuestiona no sólo el qué se vota sino, sobre todo, el cómo, lo que determina el carácter democrático de una votación. Y aquí es donde el independentismo tiene claro que no hay debate posible. En Cataluña, quien pone las reglas de juego son los independentistas, frente a lo que sólo dejan como respuesta un «lo toma» o un «aténgase a las consecuencias».

Las condiciones en que el independentismo plantea un posible referéndum en Cataluña asquearía a cualquier demócrata y se resume en el sometimiento de la ciudadanía a un ambiente de presión social constante y en todos los ámbitos, la falta de neutralidad política de los medios de información públicos y privados subvencionados y el acoso y la estigmatización social a cualquier muestra de discrepancia al modelo normalizado de catalán, de buen catalán. Lo que ha venido a llamar la teoría de la «olla a presión», de forma que sólo con el sometimiento a condiciones de alta presión y temperatura políticas y sociales un cuerpo social estable puede estallar en una reacción exógena en el sentido interesado, independentista en este caso. Situación de presión que no puede mantenerse de forma permanente, de ahí su expresión «tenim pressa» (tenemos prisa).

El independentista catalán apela, con cierta reiteración y con trazos gruesos, a los referendos de Escocia y Quebec, cuando la forma del proceso catalán no soportaría ni la más mínima comparación con esas experiencias políticas. Ninguno de los dos procesos citados se planteó la pregunta y la fecha antes de que hubiese, lógicamente, la correspondiente autorización de los Estados canadiense o británico. Los nacionalistas tampoco han planteado nunca un quórum mínimo de participación y un porcentaje mínimo de votos favorables que garantizase una mayoría social inequívoca y un respaldo social suficiente. Ni tampoco quieren plantearse qué ocurriría con el estatus jurídico y político de la parte de Cataluña donde no se alcanzase esos mínimos, como así estableció la sentencia de la Corte Suprema de Canadá. Por supuesto, aquí es donde nuevamente el nacionalismo conoce sus debilidades y evita cualquier planteamiento.

El independentismo ha actuado en contra las reglas de fair play democrático, que exigiría cualquier demócrata. Tampoco ha respetado las mínimas condiciones de juego limpio establecidas por el Gobierno británico al escocés, como son la prohibición de actuar bajo la presunción de un posible resultado y la de utilizar la autonomía para preparar el acceso a la transición de la independencia. El paso dado por Artur Mas, anunciando la celebración de un referéndum ilegal, supone la ruptura definitiva de la cohesión social en Cataluña como forma de paz social, basada en la tolerancia y el respeto al pluralismo; cuando se antepone la ideología de unos a los consensos ciudadanos basados en la Constitución.

La cohesión social fue un argumento estratégico para el nacionalismo durante los últimos 25 años cuando se trataba de imponer el sistema de inmersión lingüística a toda la población; pero, ahora, está visto que, para ellos, la cohesión social ha perdido todo el sentido cuando es el momento de imponer de una vez por todas (sí o sí) sus tesis uniformizadoras a toda la sociedad. Cohesión social, para los independentistas, es uniformización social. Socialmente, Mas y sus valedores han dado por amortizada la parte de la ciudadanía no nacionalista, que les estorba para rematar el experimento de ingeniería social.

Se ha llevado el debate al terreno de lo sentimental con argumentos primarios, infantiles y, con demasiada frecuencia, falsos y manipulados. Se huye, por parte de los independentistas, de un debate político de fondo, sabedores que el mismo les es perjudicial. El debate demagógico y cainita es el elegido por ellos. A su vez, el Gobierno de Mariano Rajoy ha adoptado la misma estrategia que tomó con el desastre ecológico del Prestige: alejar el problema de la costa y esperar que el tiempo arregle lo que se ven incapaces de resolver. A todo esto, una parte importante de la sociedad catalana se siente cada vez más abandonada por el Gobierno. Ya que, al igual que en la mecánica de los fluidos, el espacio político que no es ocupado por las instituciones del Estado en Cataluña automáticamente es ocupado por el nacionalismo, espacio que difícilmente podrá recuperarse para la vida en tolerancia y pluralidad.

Es, pues, el momento de hacer la tarea que le correspondería al Gobierno, de exponer con rotundidad cuáles serían los costes económicos, políticos, sociales y afectivos de un proceso de secesión. Llevar el debate al terreno de la razón y de los análisis objetivos. Debemos aportar luz a este proceso de sinrazón y de destrucción de una labor social construida con el esfuerzo de todos los españoles al amparo de la Constitución.

Es, pues, el momento de la defensa de España, concibiendo España, no sólo como referente histórico y sentimental, sino fundamentalmente como el sistema de garantías de los derechos y libertades de los ciudadanos que nos dotamos los españoles con la Constitución de 1978. En defensa de nuestros derechos y libertades públicas, en defensa de España.

Ramón de Veciana Batlle es miembro del Consejo de Dirección de UPyD portavoz de UPyD Cataluña, en EL MUNDO


LA CONSULTA: UN PAR DE PREGUNTAS

Los nacionalistas catalanes son maestros tanto en el arte de tergiversar la Historia, como en el de disfrazar ciertos conceptos, según les venga bien a sus intereses. Sobre el primer punto existe ya una amplia bibliografía sectaria, pero la muestra más reciente de su arraigo la tenemos en el Congreso España contra Cataluña, que se acaba de celebrar en Barcelona y en el que se ha hablado, salvo excepciones, de una Historia ficción. En lo que respecta al segundo punto, es decir, a su obsesión por disfrazar las palabras o los conceptos, hay ejemplos clásicos como el de referirse a España como el «Estado español» y también ejemplos más actuales como el famoso «derecho a decidir», en lugar del derecho de autodeterminación, o asimismo el de utilizar «consulta» por referéndum para sortear así la falta de competencia de la Generalitat para convocar referéndums, lo que ha confirmado el Tribunal Constitucional (STC 48/2003).

Ahora bien, esta facilidad para tergiversar la Historia y los conceptos, se ha visto enriquecida con la aportación que acaban de hacer triunfalmente los aliados independentistas presentando las dos preguntas que han redactado para cuando se celebre la consulta el 9 de noviembre de 2014, si es que se celebra. En este sentido, se debe recordar, como señala el constitucionalista británico J.F.S. Ross, que una condición necesaria para que todo referéndum sea válido es la de plantear bien la pregunta que se hace al pueblo. Afirma así que «la esencia del referéndum es, por supuesto, plantear una pregunta al cuerpo general de ciudadanos. Evidentemente cualquier necio puede hacer una pregunta, pero plantear la pregunta correcta y hacerlo de la forma debida es completamente otra cuestión». Un referéndum mal planteado o excesivamente técnico supone que se está confundiendo al pueblo sobre lo que se pregunta.

De este modo, en aras de la simplificación del referéndum, lo normal es que se haga una sola pregunta y se responda «sí» o «no». Sin embargo, a veces los gobernantes que plantean una consulta popular complican las cosas de tal manera que en lugar de una pregunta se hacen dos, lo cual implica entrar en el terreno resbaladizo de la confusión o incluso de la manipulación, como acaba de explicar Stéphane Dion, autor y político canadiense que algo sabe de todo esto. Pero como en este mundo siempre hay precedentes para todo, también lo hay en lo que se refiere a la pregunta dual que los nacionalistas catalanes quieren someter al electorado. Efectivamente, en Puerto Rico, en 2012, se hizo un referéndum con dos preguntas, a efectos de conocer si los puertorriqueños deseaban seguir manteniéndose como Estado asociado de Estados Unidos, primera pregunta; o, por el contrario, optaban, segunda pregunta, por una de las tres posibilidades siguientes: convertirse en el 51 Estado americano, pasar a ser un Estado independiente, o, por último, mejorar la situación actual manteniendo la soberanía de Puerto Rico y, al mismo tiempo, seguir asociados con Estados Unidos, de igual a igual. Pues bien, el resultado fue meridiano en lo que se refiere a la primera pregunta, pues el 54% de los votantes se inclinó por el no, esto es, rechazaban la situación actual, mientras que el 46% quería mantenerse tal y como están ahora. Ahora bien, en la segunda pregunta, la primera opción obtenía un 61,4%, eligiendo integrarse en los Estados Unidos; la segunda opción consiguió únicamente un 5,5%; mientras que la tercera supuso un 33,4%. La consecuencia es que tras ese confuso resultado, no se sabe todavía qué es lo que quiere realmente la mayoría de puertorriqueños, porque casi la totalidad de los electores no entendieron la pregunta.

Pues bien, la gran aportación de los nacionalistas catalanes ha sido también plantear dos preguntas confusas, en las que lo único que queda claro es que ellos distinguen dos categorías de Estado: el Estado dependiente y el Estado independiente. Esta distinción es realmente soberbia y rompe así con la doctrina clásica del Derecho Constitucional y la Ciencia Política. En efecto, cuando se utiliza simplemente la palabra Estado, procedente del italiano lo stato, que ya utilizó Maquiavelo en su clásica obra El Príncipe, lo que se quiere afirmar es que todo Estado es soberano e independiente, es decir, que en el orden interno tiene la potestad de imponer sus decisiones a los gobernados y que en el orden internacional no está sometido a ninguna otra autoridad.

Por tanto, hablar de Estado independiente es un pleonasmo, pues no hay Estado que no sea independiente. Ahora bien, cuando la palabra Estado va acompañada de algún calificativo, como Estado federado o como Estado asociado, lo que se está afirmando es que ese Estado no es independiente, porque forma parte de una federación o alianza, que impide su total independencia, como ocurre con la Unión Europea. En cualquier caso, como la pregunta que plantean los nacionalistas catalanes consiste en saber si se quiere que Cataluña sea un Estado a secas, para preguntar después, en caso afirmativo, si se desea que ese Estado sea también independiente, no hay más remedio que concluir, según lo que piensan estos iluminados, que hay dos clases de Estado: el dependiente y el independiente. Pues bien, si por casualidad se lleva a cabo la consulta, lo que es mucho suponer, habría que preguntarse qué pasaría si ganasen en la primera pregunta los síes y los noes en la segunda. En otras palabras, los catalanes optarían así por un Estado dependiente y rechazarían el Estado independiente. Así las cosas, lo que falta por saber entonces es de quién dependería ese Estado, pues en puridad no sería Estado, ya que no sería independiente ni soberano.

Llegados a este punto habría que preguntarse si los ciudadanos catalanes, a la vista del proceder de sus gobernantes en los últimos meses, son conscientes de que están en manos de unos individuos peligrosos. Es más, no solo se demuestra este desvarío en las dos preguntas que he analizado, sino que además quieren establecer un sistema de cómputo de votos que es un primor de claridad y democracia. Ciertamente, según ha señalado Marta Rovira, secretaria general de ERC, el pacto que se ha establecido entre su partido, CiU, ICV-EUiA y la CUP, certifica que solo sería necesaria una mayoría simple a favor del sí, en cada una de las dos preguntas que se plantean, para que se obtuviese la independencia. Según ella, con un 26% del total de participantes en la consulta que votasen a favor de la opción independentista de forma explícita, Cataluña lograría su independencia plena, es decir, con esta minoría se acabaría con el Estado más antiguo de Europa. Su confusión es de tal calibre que durante la conferencia de prensa que celebró el pasado viernes, llegó a decir que la propuesta «era una mala pregunta», rectificando enseguida su lapsus freudiano.

La secretaria de  ERC también ha dejado otra perla en sus comentarios. Según ella, la Carta de las Naciones Unidas está por encima de la Constitución, por lo que hay que admitir el derecho de autodeterminación que a su parecer reconoce dicho documento internacional. En efecto, el artículo 1.2 de la Carta dice que una de las funciones de las Naciones Unidas, entre otras, es la de respetar «el principio de la libre determinación de los pueblos». Cierto, pero esto era un postulado válido en el año 1945 y sirvió para que se llevase a cabo la descolonización de muchos pueblos, pero en el año 2013 ya no quedan apenas colonias en este mundo y desde luego no parece que sea el caso de Cataluña. Es más: la secretaria de ERC debería seguir leyendo la Carta de las Naciones Unidas, porque se afirma también de forma taxativa en ella que en las relaciones internacionales la ONU se abstendrá de recurrir al uso de la fuerza contra la «integridad territorial de los Estados», cláusula que todas las Constituciones democráticas suelen incluir y, entre ellas, la española, que así lo establece en los artículos 2 y 8. Evidentemente, Marta Rovira no ha debido leer con atención la citada Carta, porque mantiene igualmente que se dice en ella que la soberanía recae sobre los pueblos y no sobre los Estados. Conviene, por tanto, que la relea nuevamente para comprobar que los miembros de la ONU son los Estados y no los pueblos.

Por otro lado, el presidente del mismo partido, Oriol Junqueras no se cansa de repetir que la democracia está por encima de la Constitución. Es más, ahora los independentistas piensan llevar a cabo una campaña internacional con el lema: «Let us vote». Sin embargo, no acaban de darse cuenta de que estamos en un Estado de Derecho, que se rige por una Constitución que en el año 1978 fue votada en Cataluña por el 90,5% de los electores y que, por consiguiente, lo que señala la primera Norma del Estado vincula a todos. Por lo demás, también se aferran a otro silogismo falso que consiste en que no admiten que los 12 jueces del Tribunal Constitucional hayan podido anular algunos artículos del Estatuto que había sido aprobado en Cataluña con menos del 50% del electorado y que rebasaba los límites constitucionales por todas partes. Según ellos, no pueden existir normas jurídicas que vayan contra la democracia, pero se niegan a reconocer que no pueda haber democracia sin normas que la regulen y que hay que respetar. El Tribunal Constitucional obtiene su legitimidad de la propia Constitución que los catalanes aprobaron y, por tanto, sus actuaciones, incluso rechazando artículos de un texto aprobado en referéndum, son completamente legales y legítimas, porque al actuar así están cumpliendo con su obligación más genuina: vigilar por la integridad y el respeto de la Constitución. De ahí que el eslogan que han elegido para su campaña internacional no debería ser «Let us vote», sino «Let us break our Constitution».

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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