Estrasburgo es la gota que desborda el vaso, pues no hay ningún español con dos dedos de frente que no piense que, como ha dicho la presidenta de la AVT, el Gobierno de la cuarta economía del euro «podía haber hecho mucho más» por evitar una ignominia así.
Es cierto que la doctrina Parot implicaba una interpretación discutible del sistema de liquidación de condena, pero ni el Tribunal Supremo ni el Constitucional, con eminentes juristas en sus filas, entendieron que eso vulnerara la irretroactividad de las normas penales. ¿Cómo es posible entonces que el Estado español pierda una votación en la que se jugaba tanto por un humillante 17-0, 16-1 o 15-2, según los apartados de la sentencia?
Esto sólo puede deberse a que todos los jueces del Tribunal Europeo tengan una especial inquina hacia España, o a que no se les haya transmitido con suficiente insistencia y claridad la trascendencia de su decisión. ¿A qué bufetes especializados o equipos de lobistas se ha contratado? ¿Cuántas delegaciones judiciales españolas han visitado Estrasburgo en estos meses críticos en los que se estaba cocinando la sentencia de la Gran Sala? ¿Cuántas giras ha realizado el presidente del Gobierno por los países con representantes en ese tribunal? ¿Cuántas reuniones han celebrado los titulares de Exteriores y Justicia con sus homólogos para hablar en concreto de este asunto?
Especialmente escandalosa resulta la conducta de Luis López Guerra, representante español en el Tribunal que, cual nuevo híbrido de Bellido Dolfos y el conde don Julián, ha apuñalado por la espalda a la nación y ha abierto las puertas a la invasión de nuestra dignidad por las hordas proetarras. La infame guerra de Luis López –tan comprensivo en su momento con los GAL como para merecer que le hagan patrono de la Fundación Felipe González– ha consistido en ir captando a sus compañeros hasta conseguir la destrucción del escudo que protegía la memoria de las víctimas del escarnio al que ahora están siendo sometidas.
Se comprenderá que si el juez español intrigaba contra España, poco o nada cabía esperar del desenlace. Fue un gravísimo error nombrarle –a no ser que se hiciera precisamente para eso– pues personificaba el falso progresismo que tanto daño ha causado a la seguridad jurídica desde la llegada de la democracia; pero lo verdaderamente imperdonable es no haberle recusado ahora.
El argumento era bien sencillo: López Guerra formaba parte del poder ejecutivo como secretario de Estado de Justicia cuando se mantuvieron reuniones con ETA en las que la banda exigió la derogación de la doctrina Parot. Según mis noticias, alguien con muy profundo conocimiento de las normas del Tribunal de Estrasburgo propuso al Gobierno, en fecha nada lejana, que procediera a esa recusación y la medida fue desdeñada.
¿Está en condiciones el Gobierno de desmentirlo? Si el presidente no comparece inmediatamente en el Parlamento y demuestra lo contrario, explicando todas sus gestiones e iniciativas, habrá que atribuirle una desidia culpable e incluso dolosa en esta decisiva encrucijada. Habrá que pensar que, en el fondo, en Estrasburgo ha ocurrido lo que el presidente deseaba y que, por mucho que se reúna ahora con las víctimas, esta sentencia es la que encaja en la hoja de ruta pactada para comprar el adiós a las armas a los terroristas. Como bien acaba de explicar Mayor Oreja, ETA no está derrotada; sólo se encuentra «agazapada», a la espera de que la excarcelación de Arnaldo Otegi le permita lanzar su asalto al poder.
¿Sigue pensando a estas alturas el líder del PP que, tal y como aseguró en noviembre de 2011, avalando lo acordado por el presidente del Gobierno, no se pagó «precio político» por el fin de los atentados? Esta sentencia cruel y detestable no es sino la última llamarada de una caravana de horrendas antorchas, que incluye ya las candidaturas de Bildu, la legalización de Sortu, la excarcelación de Bolinaga por decisión del Gobierno y la absolución del delito de colaboración con ETA de los policías que ejecutaron el encargo del chivatazo del Faisán. La decisión del Fiscal del Estado de no recurrir el fallo de la Audiencia, pese a su raquítica arboladura jurídica e intelectual, es por cierto el mejor reflejo del ansia del Gobierno que le nombró por enterrar cuanto antes este episodio hediondo.
La única alternativa que cabe frente a la hipótesis de que el Gobierno haya contribuido con deliberada pasividad a la sentencia de Estrasburgo es su total incompetencia. No cabe descartarla, pues también contamos ya con una serie histórica formada por hechos tan recientes.
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