Uno de los personajes de Lord Jim, la
novela de Conrad, sufría una dolencia irreparable y temeraria que
procedía de su propio carácter y que el autor definía de este modo: «No
me despreciaba por algo que estuviera en mi mano corregir, por algo que
yo fuera. Me tenía por un cero a la izquierda simplemente por no haber
tenido la suerte en esta vida de ser él ». Desde la altura de su
perfección, una ideología contempla a quienes no la profesamos, no ya
como herejes, sino como deficientes mentales, como una curiosa
insuficiencia ética, como un desgastado anacronismo que se empeña en
sobrevivir, bajo la airada luz de la supuesta integridad política.
En otros lugares no se le ha permitido a la izquierda que asumiera ese jactancioso papel al que está acostumbrada en España. Recordemos cómo, en las elecciones presidenciales de 1974 en Francia, Giscard d’Estaing hizo enmudecer a Mitterrand recordándole que el socialismo no tenía el monopolio del corazón. Naturalmente, el candidato del centro-derecha se refería a la costumbre de identificar a la izquierda con los intereses de los trabajadores, pero también a la más insultante y no menos frecuente letanía que convierte a todos aquellos que no votan por esos partidos en seres despiadados, despojados de compasión por los menos afortunados. No resulta extraño el estupor de la esfinge socialista en uno de esos debates que tanto echamos a faltar en nuestro tiempo: Giscard acababa de propinarle un golpe que no se asestaba a las minucias de un programa, sino a la envergadura de una filosofía.
Es difícil comprender lo que ocurre en nuestra democracia, cada vez que tratamos de expresar una opinión, si no se tiene en cuenta esa asignación de papeles que incluso parecen aceptar los más perjudicados. Aquí se da como verdad revelada lo que la izquierda afirma de sí misma, permitiéndosele monopolizar una posición de preeminencia moral, de virtud cívica, de humanismo insobornable, de defensa de los débiles y de custodia de los derechos de todos. Los demás seremos juzgados siempre por parecernos o no a ella. Seremos valorados por nuestros esfuerzos por ponernos a su altura, pero nunca se nos perdonará lo que resulta verdaderamente intolerable: que no seamos la izquierda.
Como ninguna otra fuerza ideológica, la izquierda dice representar los valores de la democracia; pero tan vehemente exclusividad permite dudar de la coherencia de su afirmación. De entrada, considerarse la única que defiende la pluralidad es ya una muestra de escaso respeto a los demás, una contradicción en los términos que pocas veces se le reprocha. Ese alto concepto que tiene de sí misma no es una mera atribución de virtudes, sino una derogación de los méritos que poseen los demás. Por ello cualquier debate que se proponga no será el que esclarezca con respeto mutuo las opiniones, sino el que enfrente con irreparable hostilidad a quienes poseen bellos principios y los que sólo defienden intereses vergonzosos. Lo que a la izquierda le interesa es, precisamente, esa ausencia de debate, nacida de su incapacidad por reconocer que quienes no somos ella tenemos nuestro corazón y disponemos de nuestras razones. Invalidar uno y otras, por principio, es la base de nuestra penosa cultura política.
Basta con acercarse a algunos de los temas que en estos tiempos de crisis, tan clarificadores, han ido asomando a las páginas de nuestra difícil actualidad, para ver hasta qué punto ha sido mimada esa distinción ideológica convertida en una escala intolerable de rectitud moral y decencia cívica. La izquierda llegó al poder hace unos años presentándose como exclusiva defensora de la paz y, por tanto, construyendo una imagen de una derecha cruelmente adicta al ejercicio de la violencia sobre pueblos indefensos. El pacifismo, y bien que lo recordaba un Albert Camus que sabía de lo que hablaba, es un refugio para cobardes. No se refería Camus, claro está, a quienes carecen de valor físico, sino a quienes no disponen de coraje moral. El pacifismo a ultranza es la indiferencia ante la suerte de los oprimidos, esos explotados que forman parte del repertorio de la izquierda sólo cuando conviene incluirlos en la gala. Y nuestra izquierda local ha sido lo bastante imaginativa para combinar, ante la misma guerra, su entusiasmo cuando la aprueba un gobierno de su gusto y su histeria cuando la apoya un gabinete conservador. Y este es el único país en el que la izquierda, en lugar de cerrar filas ante la violencia, aprovechó un acto de terrorismo para hacer responsables de sus víctimas al gobierno contra el que se había producido el atentado.
Siempre se presenta la izquierda como defensora exclusiva de los trabajadores, falacia que se desmiente con el examen de su gestión económica en los últimos años, pero que debería rechazarse por principio. ¿Cuál es la condición esencial que hace de la izquierda la portavoz de una población que, en un porcentaje decisivo, ha votado otras opciones? La izquierda afirma distinguirse de la derecha porque ella, solo ella, defiende la igualdad. Pero no es así. Lo que defiende es la igualdad como punto de llegada, desdeñando el mérito, rechazando la recompensa al trabajo diverso y menospreciando un derecho esencial del individuo: cumplir con sus expectativas.
Ala izquierda corresponde, según ella, garantizar las libertades de una sociedad que sería devorada por la tiranía de los poderosos. ¿De verdad? ¿Puede la izquierda asomarse al último siglo y continuar diciendo cosas de ese estilo? Pero no hace falta ir a buscar en los lodazales de un totalitarismo matizado sin pausa, justificado sin rubor. Sólo es preciso preguntarnos si nuestra sociedad fue más libre cuando nos gobernó una izquierda empeñada en decirnos cómo teníamos que pensar, lo que era propio de nuestro tiempo y fruto del prejuicio, lo que era laico y lo que pertenecía al nacionalcatolicismo, lo que era propiedad del Estado y la escueta zona que dejaba para el recreo de la sociedad.
Pero si algo define a esta izquierda nuestra es su carácter impermeable a la realidad, algo que ella siempre ha confundido con la pureza ideológica, cuando se trata, más bien, de pereza intelectual. La izquierda no sólo nos desprecia por no ser ella, como el capitán creado por Conrad. Quiere que formemos parte de su tripulación extraviada y perpleja, quiere que todos asumamos la frivolidad de su falta de rumbo y su arrogante insensatez ante los peligros del mar. No nos quiere solo en su navegación política, sino también en su naufragio moral. Desde el calvario de la historia aún pretende aleccionarnos, aún considera que puede traficar con grandes palabras en las que ella encaja sus valores diminutos. Chesterton decía que, frente a los criterios convencionales de la izquierda, él había descubierto la justicia y la igualdad acercándose al hombre concreto. En nuestra humilde aproximación a nuestro destino de hombres, seguimos creyendo que en cada uno de nosotros se encuentra grabada una profunda dignidad que poco tiene que ver con la demagogia y que nada tiene que aprender de la arrogancia y la mentira.
En otros lugares no se le ha permitido a la izquierda que asumiera ese jactancioso papel al que está acostumbrada en España. Recordemos cómo, en las elecciones presidenciales de 1974 en Francia, Giscard d’Estaing hizo enmudecer a Mitterrand recordándole que el socialismo no tenía el monopolio del corazón. Naturalmente, el candidato del centro-derecha se refería a la costumbre de identificar a la izquierda con los intereses de los trabajadores, pero también a la más insultante y no menos frecuente letanía que convierte a todos aquellos que no votan por esos partidos en seres despiadados, despojados de compasión por los menos afortunados. No resulta extraño el estupor de la esfinge socialista en uno de esos debates que tanto echamos a faltar en nuestro tiempo: Giscard acababa de propinarle un golpe que no se asestaba a las minucias de un programa, sino a la envergadura de una filosofía.
Es difícil comprender lo que ocurre en nuestra democracia, cada vez que tratamos de expresar una opinión, si no se tiene en cuenta esa asignación de papeles que incluso parecen aceptar los más perjudicados. Aquí se da como verdad revelada lo que la izquierda afirma de sí misma, permitiéndosele monopolizar una posición de preeminencia moral, de virtud cívica, de humanismo insobornable, de defensa de los débiles y de custodia de los derechos de todos. Los demás seremos juzgados siempre por parecernos o no a ella. Seremos valorados por nuestros esfuerzos por ponernos a su altura, pero nunca se nos perdonará lo que resulta verdaderamente intolerable: que no seamos la izquierda.
Como ninguna otra fuerza ideológica, la izquierda dice representar los valores de la democracia; pero tan vehemente exclusividad permite dudar de la coherencia de su afirmación. De entrada, considerarse la única que defiende la pluralidad es ya una muestra de escaso respeto a los demás, una contradicción en los términos que pocas veces se le reprocha. Ese alto concepto que tiene de sí misma no es una mera atribución de virtudes, sino una derogación de los méritos que poseen los demás. Por ello cualquier debate que se proponga no será el que esclarezca con respeto mutuo las opiniones, sino el que enfrente con irreparable hostilidad a quienes poseen bellos principios y los que sólo defienden intereses vergonzosos. Lo que a la izquierda le interesa es, precisamente, esa ausencia de debate, nacida de su incapacidad por reconocer que quienes no somos ella tenemos nuestro corazón y disponemos de nuestras razones. Invalidar uno y otras, por principio, es la base de nuestra penosa cultura política.
Basta con acercarse a algunos de los temas que en estos tiempos de crisis, tan clarificadores, han ido asomando a las páginas de nuestra difícil actualidad, para ver hasta qué punto ha sido mimada esa distinción ideológica convertida en una escala intolerable de rectitud moral y decencia cívica. La izquierda llegó al poder hace unos años presentándose como exclusiva defensora de la paz y, por tanto, construyendo una imagen de una derecha cruelmente adicta al ejercicio de la violencia sobre pueblos indefensos. El pacifismo, y bien que lo recordaba un Albert Camus que sabía de lo que hablaba, es un refugio para cobardes. No se refería Camus, claro está, a quienes carecen de valor físico, sino a quienes no disponen de coraje moral. El pacifismo a ultranza es la indiferencia ante la suerte de los oprimidos, esos explotados que forman parte del repertorio de la izquierda sólo cuando conviene incluirlos en la gala. Y nuestra izquierda local ha sido lo bastante imaginativa para combinar, ante la misma guerra, su entusiasmo cuando la aprueba un gobierno de su gusto y su histeria cuando la apoya un gabinete conservador. Y este es el único país en el que la izquierda, en lugar de cerrar filas ante la violencia, aprovechó un acto de terrorismo para hacer responsables de sus víctimas al gobierno contra el que se había producido el atentado.
Siempre se presenta la izquierda como defensora exclusiva de los trabajadores, falacia que se desmiente con el examen de su gestión económica en los últimos años, pero que debería rechazarse por principio. ¿Cuál es la condición esencial que hace de la izquierda la portavoz de una población que, en un porcentaje decisivo, ha votado otras opciones? La izquierda afirma distinguirse de la derecha porque ella, solo ella, defiende la igualdad. Pero no es así. Lo que defiende es la igualdad como punto de llegada, desdeñando el mérito, rechazando la recompensa al trabajo diverso y menospreciando un derecho esencial del individuo: cumplir con sus expectativas.
Ala izquierda corresponde, según ella, garantizar las libertades de una sociedad que sería devorada por la tiranía de los poderosos. ¿De verdad? ¿Puede la izquierda asomarse al último siglo y continuar diciendo cosas de ese estilo? Pero no hace falta ir a buscar en los lodazales de un totalitarismo matizado sin pausa, justificado sin rubor. Sólo es preciso preguntarnos si nuestra sociedad fue más libre cuando nos gobernó una izquierda empeñada en decirnos cómo teníamos que pensar, lo que era propio de nuestro tiempo y fruto del prejuicio, lo que era laico y lo que pertenecía al nacionalcatolicismo, lo que era propiedad del Estado y la escueta zona que dejaba para el recreo de la sociedad.
Pero si algo define a esta izquierda nuestra es su carácter impermeable a la realidad, algo que ella siempre ha confundido con la pureza ideológica, cuando se trata, más bien, de pereza intelectual. La izquierda no sólo nos desprecia por no ser ella, como el capitán creado por Conrad. Quiere que formemos parte de su tripulación extraviada y perpleja, quiere que todos asumamos la frivolidad de su falta de rumbo y su arrogante insensatez ante los peligros del mar. No nos quiere solo en su navegación política, sino también en su naufragio moral. Desde el calvario de la historia aún pretende aleccionarnos, aún considera que puede traficar con grandes palabras en las que ella encaja sus valores diminutos. Chesterton decía que, frente a los criterios convencionales de la izquierda, él había descubierto la justicia y la igualdad acercándose al hombre concreto. En nuestra humilde aproximación a nuestro destino de hombres, seguimos creyendo que en cada uno de nosotros se encuentra grabada una profunda dignidad que poco tiene que ver con la demagogia y que nada tiene que aprender de la arrogancia y la mentira.
ABC 08/06/13
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO, NACIÓN Y LIBERTAD
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO, NACIÓN Y LIBERTAD
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