domingo, 16 de junio de 2013

LA ESTRATEGIA DE LA DERROTA - ETA GANA POR AHORA -

Estamos en la fase final de ETA, pero la organización terrorista sigue viva. La semana pasada fueron detenidos dos etarras en Guipúzcoa y la Policía sospecha que hay aún una treintena de activistas operativos.
En un contexto de clara derrota, la banda ha organizado una reunión de sus exiliados en Biarritz, justo en la misma semana en la que el lehendakariIñigoUrkullu ha presentado su plan de reinserción de presos. La cuestión de fondo sigue siendo la misma que hace 40 años: ¿hay que poner punto y final a ETA negociando con los terroristas?
Entre los mitos que hay que desterrar antes de responder está el que lo esencial en ETA no es la lucha política en el esquema clásico izquierda/derecha, sino que su objetivo es la independencia del País Vasco.
En el libro Patriotas de la muerte, en el que Fernando Reinares recoge 70 entrevistas realizadas a etarras encarcelados, uno de ellos afirma: «A mí prácticamente la política no me gusta. No entiendo de política ni me gusta. O sea, a mí lo mismo me daba que en el Gobierno vasco estuviera un señor de izquierdas que de derechas. A mí lo que me importaba era Euskadi y punto».
Si en los primeros etarras había un planteamiento antifranquista, en los terroristas que se integraron en la banda a partir de la década de los 80 lo que hay fundamentalmente es un objetivo nacionalista étnico. Es decir, la consideración de que los vascos y los españoles son distintos y por ello el País Vasco debe separarse de España, a la que se considera potencia colonizadora.
El leit motiv del terrorismo etarra es la creación de un Estado vasco y el odio a todo lo que tiene que ver con España. La violencia ha sido para ellos no sólo una forma de lucha contra España y por la independencia, sino una forma de afirmarse como vascos. En la raíz ideológica del terrorismo etarra están los escritos de Sabino Arana.
Otro de los mitos a los que recurren ETA y la izquierda abertzale es que aquí se podía ensayar el llamado modelo irlandés.
El paralelismo entre ambas situaciones no tiene ninguna base real y es planteado por los terroristas como un objetivo estratégico, que consiste en sentarse de igual a igual, en una mesa de negociación, con los representantes del Estado democrático.
En España las circunstancias han sido muy diferentes a las de Irlanda. Aquí no ha habido dos comunidades religiosas enfrentadas, no ha habido una invasión de un país por otro y tampoco ha habido dos grupos terroristas en lucha. En Irlanda, Tony Blair optó por la negociación con el IRA como una forma de acabar con lo que se llamó el empate infinito entre los terroristas y el Ejército británico. Todas esas diferencias son reales. Pero, aquí, el mito a desterrar es que en España la vía de la negociación no se ha utilizado… Suficientemente.
Negoció Adolfo Suárez, negoció Felipe González, negoció José María Aznar y negoció José Luis Rodríguez Zapatero.
El Estado democrático lo ha intentado todo para acabar por la vía del diálogo con ETA. En 1977, dos años después de la muerte de Franco, el Gobierno de la UCD aprobó una amnistía que dejó en libertad a todos los presos etarras, incluidos aquéllos que cumplían condenas por delitos de sangre.
A los miembros de ETA pm (con la que el Gobierno de la UCD negoció su disolución) no sólo se les concedió la libertad, sino que se les facilitó dinero para montar negocios y pudieran integrarse socialmente.
Uno de los beneficiados por aquella amnistía fue Francisco Múgica Garmendia, Pakito, que, poco después de salir de la cárcel, se volvió a integrar en ETA y llegó a ser su máximo jefe en los años 80, durante el periodo más sangriento de la banda.
La política de negociación y reinserción fue una constante durante muchos años. Cuenta Ángeles Escrivá, en su libro Maldito el país que necesita héroes, una anécdota que denota hasta qué punto la vía buenista llevó a situaciones injustificables. En la época en la que el ministro del Interior era el socialista José Barrionuevo (a mediados de los años 80), un etarra huido y refugiado en México consultó con las autoridades españolas si podía volver a España, ya que había decidido abandonar la organización. Se le dio el visto bueno. Una vez aquí, la Guardia Civil informó al Gobierno de que se trataba de un individuo que estaba acusado de cometer tres asesinatos. El Ejecutivo optó por no hacer nada y ahora ese ex etarra, al que no se le ha juzgado por sus crímenes, es un empresario de éxito que vive plácidamente en Bilbao.
Nadie puede dar lecciones a los gobiernos españoles sobre la vía de la negociación para acabar con el conflicto. El problema es que esa vía siempre ha sido utilizada por ETA para reorganizarse, para tomar un respiro y después volver a la lucha armada, como demuestran los documentos incautados a sus dirigentes detenidos.
Fue tras el fracaso de las negociaciones de Suiza (mayo de 1999) cuando el Gobierno de Aznar, apoyado por el PSOE y la inmensa mayoría del Congreso, inicia la política encaminada a la derrota de ETA.
Esa decisión implicaba no sólo aumentar y mejorar la acción de las Fuerzas de Seguridad del Estado contra los terroristas, sino un esfuerzo de deslegitimación política de la banda dentro y fuera de España.
El atentado del 11 de septiembre de 2001 hizo que algunos países que miraban con simpatía a ETA cambiaran de actitud. El empate infinito comenzó a romperse.
Pero cuando parecía que el camino de la derrota era un camino sin retorno, el Gobierno de Zapatero dio otra oportunidad a la negociación. De hecho, según muestran los documentos incautados al etarra Esparza Luri, ETA ya había comenzado los contactos con el PSOE antes incluso de que ganara las elecciones. Para Zapatero, alcanzar la paz se convirtió en una obsesión. Y asumió los planteamientos de la banda. Se crearon dos mesas de negociación: una técnica y otra política. Es decir, se volvió al esquema de dos partes que negocian de igual a igual. Incluso se llegó a asumir el lenguaje de los etarras. En una cesión orweliana, se aceptó incluso utilizar un neolenguaje por el que, por ejemplo, a los atentados se les llegó a calificar de accidentes.
Fruto de aquel periodo de claudicación, fue el lamentable suceso del bar Faisán, más conocido como el chivatazo.
Pero, como en otras ocasiones, ETA se cargó el proceso con el atentado de la T-4 y fue a partir de entonces cuando Zapatero volvió a retomar la estrategia de la derrota.
El acoso a la banda, la detención de numerosos comandos y de sus líderes más activos llevó a ETA, el 20 de octubre de 2011, a declarar en un comunicado el «cese definitivo de las actividades armadas».
La debilidad extrema de ETA produjo un cambio histórico. La izquierda abertzale inició a partir de 2010 un proceso de desenganche de los terroristas. Los herederos de Batasuna entendieron que estaban condenados a la desaparición o a convertirse en un elemento político residual si no se integraban en la normalidad democrática.
Fueron legalizados y lograron un éxito electoral sin precedentes. La estrategia de desenganche era real. En una conversación grabada por la Policía en la cárcel, Arnaldo Otegi le aseguró a un amigo refiriéndose a ETA: «O se unen a la procesión o se hunden».
Ése ha sido uno de los grandes éxitos de la lucha antiterrorista. Su base social ha dejado de apoyarlo.
Pero la convivencia, la paz de verdad, no será posible si ETA no condena su propia historia, si no abjura de todos sus asesinatos, si no reniega de la barbarie. En este proceso unos deben perder, los terroristas; y otros deben ganar, los demócratas.
La disolución de ETA no puede implicar como condición previa la extinción de las responsabilidades penales de sus miembros.
El Estado puede ser generoso en determinadas circunstancias, pero nunca aceptar un quid pro quo: paz por presos.
ETA no puede tener el consuelo de pasar a la historia como la organización que logró alguno de sus objetivos en el País Vasco.
La democracia y la paz de verdad son incompatibles con un relato mitificador de la historia de ETA. Tampoco sería justo para las víctimas del terrorismo, que han sufrido, muchas veces en silencio e incluso humilladas, la dictadura del terror. Como afirma Gesto por la Paz, que acaba de anunciar su disolución: «Establecer las bases de la memoria es la mejor forma de deslegitimar la violencia».
En el País Vasco nada se ha logrado gracias a la violencia. La sanguinaria historia de la banda sólo ha servido para generar dolor y odio. Ésa es la historia de ETA. Los únicos héroes de estos últimos 40 años han sido las miles de personas que han sufrido en silencio sus zarpazos. Ellos se merecen que el fin del terror no dé sentido a tantos años de intolerancia.
(Extracto de la conferencia en Alfaz del Pi junto al sociólogo Johan Galtung).

domingo, 9 de junio de 2013

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE IZQUIERDA

Uno de los personajes de Lord Jim, la novela de Conrad, sufría una dolencia irreparable y temeraria que procedía de su propio carácter y que el autor definía de este modo: «No me despreciaba por algo que estuviera en mi mano corregir, por algo que yo fuera. Me tenía por un cero a la izquierda simplemente por no haber tenido la suerte en esta vida de ser él ». Desde la altura de su perfección, una ideología contempla a quienes no la profesamos, no ya como herejes, sino como deficientes mentales, como una curiosa insuficiencia ética, como un desgastado anacronismo que se empeña en sobrevivir, bajo la airada luz de la supuesta integridad política.
En otros lugares no se le ha permitido a la izquierda que asumiera ese jactancioso papel al que está acostumbrada en España. Recordemos cómo, en las elecciones presidenciales de 1974 en Francia, Giscard d’Estaing hizo enmudecer a Mitterrand recordándole que el socialismo no tenía el monopolio del corazón. Naturalmente, el candidato del centro-derecha se refería a la costumbre de identificar a la izquierda con los intereses de los trabajadores, pero también a la más insultante y no menos frecuente letanía que convierte a todos aquellos que no votan por esos partidos en seres despiadados, despojados de compasión por los menos afortunados. No resulta extraño el estupor de la esfinge socialista en uno de esos debates que tanto echamos a faltar en nuestro tiempo: Giscard acababa de propinarle un golpe que no se asestaba a las minucias de un programa, sino a la envergadura de una filosofía.
Es difícil comprender lo que ocurre en nuestra democracia, cada vez que tratamos de expresar una opinión, si no se tiene en cuenta esa asignación de papeles que incluso parecen aceptar los más perjudicados. Aquí se da como verdad revelada lo que la izquierda afirma de sí misma, permitiéndosele monopolizar una posición de preeminencia moral, de virtud cívica, de humanismo insobornable, de defensa de los débiles y de custodia de los derechos de todos. Los demás seremos juzgados siempre por parecernos o no a ella. Seremos valorados por nuestros esfuerzos por ponernos a su altura, pero nunca se nos perdonará lo que resulta verdaderamente intolerable: que no seamos la izquierda.
Como ninguna otra fuerza ideológica, la izquierda dice representar los valores de la democracia; pero tan vehemente exclusividad permite dudar de la coherencia de su afirmación. De entrada, considerarse la única que defiende la pluralidad es ya una muestra de escaso respeto a los demás, una contradicción en los términos que pocas veces se le reprocha. Ese alto concepto que tiene de sí misma no es una mera atribución de virtudes, sino una derogación de los méritos que poseen los demás. Por ello cualquier debate que se proponga no será el que esclarezca con respeto mutuo las opiniones, sino el que enfrente con irreparable hostilidad a quienes poseen bellos principios y los que sólo defienden intereses vergonzosos. Lo que a la izquierda le interesa es, precisamente, esa ausencia de debate, nacida de su incapacidad por reconocer que quienes no somos ella tenemos nuestro corazón y disponemos de nuestras razones. Invalidar uno y otras, por principio, es la base de nuestra penosa cultura política.
Basta con acercarse a algunos de los temas que en estos tiempos de crisis, tan clarificadores, han ido asomando a las páginas de nuestra difícil actualidad, para ver hasta qué punto ha sido mimada esa distinción ideológica convertida en una escala intolerable de rectitud moral y decencia cívica. La izquierda llegó al poder hace unos años presentándose como exclusiva defensora de la paz y, por tanto, construyendo una imagen de una derecha cruelmente adicta al ejercicio de la violencia sobre pueblos indefensos. El pacifismo, y bien que lo recordaba un Albert Camus que sabía de lo que hablaba, es un refugio para cobardes. No se refería Camus, claro está, a quienes carecen de valor físico, sino a quienes no disponen de coraje moral. El pacifismo a ultranza es la indiferencia ante la suerte de los oprimidos, esos explotados que forman parte del repertorio de la izquierda sólo cuando conviene incluirlos en la gala. Y nuestra izquierda local ha sido lo bastante imaginativa para combinar, ante la misma guerra, su entusiasmo cuando la aprueba un gobierno de su gusto y su histeria cuando la apoya un gabinete conservador. Y este es el único país en el que la izquierda, en lugar de cerrar filas ante la violencia, aprovechó un acto de terrorismo para hacer responsables de sus víctimas al gobierno contra el que se había producido el atentado.
Siempre se presenta la izquierda como defensora exclusiva de los trabajadores, falacia que se desmiente con el examen de su gestión económica en los últimos años, pero que debería rechazarse por principio. ¿Cuál es la condición esencial que hace de la izquierda la portavoz de una población que, en un porcentaje decisivo, ha votado otras opciones? La izquierda afirma distinguirse de la derecha porque ella, solo ella, defiende la igualdad. Pero no es así. Lo que defiende es la igualdad como punto de llegada, desdeñando el mérito, rechazando la recompensa al trabajo diverso y menospreciando un derecho esencial del individuo: cumplir con sus expectativas.
Ala izquierda corresponde, según ella, garantizar las libertades de una sociedad que sería devorada por la tiranía de los poderosos. ¿De verdad? ¿Puede la izquierda asomarse al último siglo y continuar diciendo cosas de ese estilo? Pero no hace falta ir a buscar en los lodazales de un totalitarismo matizado sin pausa, justificado sin rubor. Sólo es preciso preguntarnos si nuestra sociedad fue más libre cuando nos gobernó una izquierda empeñada en decirnos cómo teníamos que pensar, lo que era propio de nuestro tiempo y fruto del prejuicio, lo que era laico y lo que pertenecía al nacionalcatolicismo, lo que era propiedad del Estado y la escueta zona que dejaba para el recreo de la sociedad.
Pero si algo define a esta izquierda nuestra es su carácter impermeable a la realidad, algo que ella siempre ha confundido con la pureza ideológica, cuando se trata, más bien, de pereza intelectual. La izquierda no sólo nos desprecia por no ser ella, como el capitán creado por Conrad. Quiere que formemos parte de su tripulación extraviada y perpleja, quiere que todos asumamos la frivolidad de su falta de rumbo y su arrogante insensatez ante los peligros del mar. No nos quiere solo en su navegación política, sino también en su naufragio moral. Desde el calvario de la historia aún pretende aleccionarnos, aún considera que puede traficar con grandes palabras en las que ella encaja sus valores diminutos. Chesterton decía que, frente a los criterios convencionales de la izquierda, él había descubierto la justicia y la igualdad acercándose al hombre concreto. En nuestra humilde aproximación a nuestro destino de hombres, seguimos creyendo que en cada uno de nosotros se encuentra grabada una profunda dignidad que poco tiene que ver con la demagogia y que nada tiene que aprender de la arrogancia y la mentira.

ABC 08/06/13
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR,  DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO, NACIÓN Y LIBERTAD

GIBRALTAR Y LA LÍNEA, POBRES PORQUE LO CONSENTIMOS

La Línea de la Concepción, el barrio obrero y pobre de Gibraltar. Porque el resto de los españoles lo consentimos
 
«HAY chavales que pasan diez, quince veces al día, trayendo cada vez un cartón de tabaco. —¿Por qué no estudias o aprendes un oficio?, le pregunto. —¿Para qué voy a estudiar o aprender un oficio si tengo el cartón de tabaco?, me contesta. —¿Qué voy a hacer yo, si los padres lo consienten, si hasta puede hagan lo mismo?», me dice el joven policía nacional de guardia en la Verja gibraltareña. A nuestro lado pasa una riada ininterrumpida de peatones en ambos sentidos, mientras los coches discurren con fluidez normal, bajo un sol que no se decide a ser de verano.
 
El contrabando de tabaco, lícito e ilícito, sigue siendo una de las actividades tradicionales de La Línea de la Concepción, lo practican muchos de los que trabajan en Gibraltar, a modo de sobresueldo, amas de casa, parados, jóvenes que lo eligen como medio de vida. ¿Hay que reprochárselo? No. ¿Cómo puede reprochárseles si ha sido así siempre, si La Línea es el «barrio obrero» de Gibraltar, si las autoridades españolas vienen haciendo la vista gorda a este trapicheo, si para muchos es su único medio de vida y para otros, la forma de redondear su pequeño sueldo o su mísera pensión? Pero el efecto desmoralizador parecido al de un cáncer lento, es mortal a la larga.
 
Lo más grave de todo es que curarlo es más simple de lo que a primera vista parece: crear en torno a Gibraltar las condiciones que hagan innecesario no ya ese contrabando de baja intensidad, sino que los españoles tengan que ir a la colonia inglesa para hacer los trabajos más duros, humildes y peor pagados. Hacer realidad aquel Plan de Desarrollo que se anunció en los años sesenta del pasado siglo y que aún no se ha realizado. Estén seguros de que en el momento en que La Línea, San Roque y Algeciras superen a Gibraltar en calidad de vida, los gibraltareños empezarían a pensar distinto. Es posible que algunos quisieran seguir haciendo contrabando y otros negocios ilícitos a gran escala, pero les iba a ser mucho más difícil hacerlo.
 
Cuando al desplomarse el muro de la vergüenza berlinés Alemania Occidental se encontró 17 millones de alemanes orientales que tenía que absorber, pagando sus pensiones, convalidando en marcos fuertes sus ahorros, haciéndose cargo de sus servicios sociales, aprobó un impuesto especial para hacer frente a tan enorme carga y todo el mundo lo aceptó, al darse cuenta de que era el precio que había que pagar para algo tan valioso como la reunificación. Y, hoy, Alemania es una nación sólida, a la cabeza de Europa. Mientras nosotros no somos capaces de elevar el nivel de vida de unos miles de españoles para recuperar la colonia que tenemos desde hace tres siglos en nuestro territorio. Y no somos capaces por cainismo, por falta de proyecto nacional, por vendernos por un cartón de tabaco, todos, desde el Cabo Peñas a la vergüenza de Gibraltar.
 
JOSÉ MARÍA CARRASCAL EN ABC