jueves, 28 de marzo de 2013

LOS SEÑORES DEL PODER: HISTORIA DE ESPAÑA

Historiador de fuste y presidente de la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, José Varela Ortega acaba de publicar su nuevo y enjundioso ensayo, «Los señores del poder» (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), que plantea algunas interrogantes de la Historia española contemporánea desde la Guerra de la Independencia mientras buena parte de España se había echado al monte contra el francés y otros soñaban con la Pepa, la Constitución de 1812.

Varela Ortega recuerda, por ejemplo, la alternancia de partidos políticos en el último tercio del XIX como un «pacto entre políticos profesionales», repasa el papel de la Monarquía española, en muchas ocasiones un árbitro de poder entre los partidos, antes de situarse en las puertas de la República, el régimen que murió en la Guerra Civil.

«En primer lugar -explica-, debemos subrayar que la República no es una persona, es un régimen, y quienes llevaron a la República al fracaso fueron los políticos, republicanos, socialistas y también los de una derecha no del todo constitucionalista. La responsabilidad fue de los políticos de la época que manejaron una realidad complicada en un contexto internacional explosivo de una manera poco prudente, poco cautelosa. En cualquier caso cabe resaltar que la república es una forma de gobierno y por cierto para una democracia la más coherente, lo que sucede es que en muchos países europeos nos ha ido bastante bien usando estas muletas que llamamos monarquía parlamentaria».

Más adelante, José Varela Ortega ofrece un plano esclarecedor de la España de Franco. «En principio, no creo que fuera un régimen especialmente corrupto. Por supuesto, no hay nada más corrupto que una guerra, y desde 1936 a 1950 aproximadamente, creo que más que ante un régimen corrupto nos encontramos ante un régimen de botín de guerra, de vencedores que se repartieron el país como una finca, pero después empezó a rehacerse una administración civil independiente y se fue reconstruyendo cierto estado de derecho, fraccionado y limitado, claro, pero no me parece un régimen particularmente corrupto. Más bien al contrario, en los sesenta y setenta es un régimen de abogados del Estado, de economistas del Estado, de técnicos comerciales, del Banco de España, una administración independiente de funcionarios que son los que llevan el país. Gracias a ello se puede hacer la Transición, porque la Administración no era franquista, los servidores del Estado no eran falangistas, las oposiciones no eran de uniforme y pistola como en los 40».
 
El gran mito de la España contemporánea

Llegamos, pues, ante el gran mito de la España contemporánea, la Transición. Varela Ortega reflexiona sobre este período tan apasionante. «Quienes dieron los primeros pasos de ese proceso, aunque no la hubieran vivido directamente, tenían muy presente la Guerra Civil, tanto en la izquierda como en la derecha, y sabían de la necesidad de una democracia pactada, que no es una democracia traicionada. El pacto es la expresión de un acuerdo y así debe ser una Constitución si quiere ser estable, así ha sido desde los griegos. El pacto no se consideró nefando, ni que sirviera para tapar vergüenzas, se hizo voluntariamente, con conocimiento y paso firme. La Transición fue un acto positivo, democrático, del que nadie se avergonzaba; la vergüenza era la guerra, no el pacto».

Y llegamos a este presente de fotocopias, de descreimiento en la política tradicional por una parte de la ciudadanía, de corruptelas y apaños. «No creo -subraya José Varela Ortega- que el problema de los políticos sea la venalidad, la codicia y la corrupción. El problema de los políticos es su soberbia y su abuso de poder, en contra de esa versión popular sobre su corrupción. Estos corruptos son gente que no son políticos, pero se aprovechan de los resquicios del sistema. No creo que Rajoy ni Rubalcaba sean corruptos ni que tengan el menor interés en llevar y traer maletas, pero sí hay gente dispuesta a hacerlo. Resumiendo, no creo que los políticos maximicen el dinero, maximizan el poder, que creo que casi es más peligroso».

A lo largo de las últimas décadas, su obra ha estado marcada por la voluntad de aportar, desde el análisis, ideas que permitieran tapar los agujeros negros del régimen democrático español abiertos tras la muerte de Franco. La violencia y la presión nacionalista, la guerra mundial y sus derivaciones, la problemática europeísta han requerido la toma de posición de un historiador liberal preocupado por la naturaleza del poder en los sistemas democráticos y los afanes y capacidades de integración o exclusión.

Varela tiene muy claro, como Hobbes, que «la primera inclinación de toda la humanidad es un perpetuo e incansable deseo de conseguir poder». La Historia no es otra cosa que la trayectoria de la integración de la discrepancia, la resistencia al sacrificio de la pérdida del poder como monopolio natural. El sueño de la hegemonía del poder como aspiración de los que lo detentan, la «libido dominandi» como eje de conducta.
 
La libertad individual

Varela, en los convulsos tiempos que vivimos los españoles, con la reproducción de viejos fantasmas de corrupción, crisis económica y agónica falta de autoestima nacional, nos brinda ahora un ensayo espléndido acerca de la Historia de España a lo largo de los siglos XIX y XX.

Tres ideas motoras planean por el libro. La primera es la permanente búsqueda de la comparación con otras realidades estatales o nacionales paralelas en el tiempo y hasta con referencias retrospectivas que al autor le gusta situar en la Hispania romana. Especialmente interesantes son sus reflexiones comparativas entre nuestra experiencia republicana y la de la III República francesa.
 
La segunda idea es que el libro, más que una historia del poder en abstracto, plantea la historia de unos hombres con poder. Varela es alérgico a las grandes explicaciones en términos socioeconómicos, teñidas o no de marxismo, a las que hemos sido tan dados. En esta obra se desmitifican los tópicos conceptuales de la izquierda y la derecha en su consideración de las revoluciones.

El autor no participa del fatalismo autodestructivo con el que algunos historiadores describen nuestro pasado y piensa que la Historia deja márgenes al voluntarismo decisorio de los hombres. La libertad individual por encima del determinismo estructural. Más allá de las experiencias trágicas guerracivilistas, está convencido de que siempre «fue posible la paz».
 
El 18 de julio de 1936

La tercera idea en la que pone el acento incide en los riesgos de la épica bélico-nacionalista. Todo empezó con la Guerra de la Independencia, el saqueo francés y la militarización de la política. De la solución del problema de Estado a la incapacidad para gobernar. El legado de la guerra serían los pronunciamientos militares, la incapacidad para la alternancia, el golpismo y la exclusión. La Restauración y su estela caciquil y clientelista intentó separar al ejército de la política y sentó las bases de la estabilidad articulando una alternancia fundamentada en el «pacto de resultados» con sus transacciones y concesiones.

El sistema tuvo sus costes, que devinieron en el golpe de Primo de Rivera, con la emergencia, de nuevo, del poder militar. La República se hundió por su propia exaltación milenarista. A ese hundimiento contribuyó la incapacidad de la derecha republicana para aglutinar a una parte importante de la derecha sociológica en su proyecto. La disolución del centro integrador estaría en los fundamentos del golpismo del 18 de julio de 1936. La guerra surgió entre la temeridad de unos y la incompetencia de otros y, desde luego, no fue una catástrofe sísmica imprevisible ni el fruto de una conjura militar patógena, sino una calamidad que tenía mucha lógica detrás. La Transición recuperó la capacidad de integración política perdida.

El autor termina con sutiles reflexiones sobre los tiempos recientes, caracterizados por la nostalgia de la ruptura y la descalificación de la Transición como fundamento del discurso de la llamada impropiamente «memoria histórica». Al final, se apuesta firme y decididamente por la competencia y el consenso como origen y destino de la democracia, la aceptación del adversario como principio inalienable. Aprendizaje de la Historia para no repetir errores, para evitar que la democracia sea sólo, como dice Varela, «una construcción de exiliados para no volver a ser desterrados».

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