El Estado sin Territorio, libro escrito por Francisco Sosa Wagner, el eurodiputado de UPyD y catedrático de la Universidad de León y experto en cuestiones autonómicas, y por Mercedes Fuertes, que también es catedrática de la Universidad de León y experta en cuestiones de administración pública, nos da unos apuntes sobre la situación de nuestro Estado actual de las autonomías y la amenaza que parece entrañar para la supervivencia de nuestro actual régimen político.
Como señala Carmen Iglesias en su fino prólogo, el enmarañamiento que la organización autonómica ha impuesto a la organización del Estado “poco tiene que envidiar a la yuxtaposición de jurisdicciones del Antiguo Régimen, con efectos parecidos de parálisis decisional y de despilfarro de recursos”. Los autores organizan este ensayo a partir de un capítulo inicial, en el que se esboza la teoría de la nueva feudalización de España, para ilustrarlo, a continuación, con cuatro relatos de historia política que constituyen contundentes comprobaciones de la deriva que parece ir tomando nuestra actual sistema autonómico. En ellos queda patente la realidad “de un Estado que ha perdido en buena medida su capacidad de actuar sobre el territorio, así como el oportunismo errático de los partidos políticos”. Ya lo advierten los propios autores, da igual el orden en el que se lean esos relatos porque, al igual que ocurre con la conocida propiedad de la operación de sumar, el orden de los factores no altera los desastres que cabe esperar del resultado.
El primero de esos relatos tiene que ver con las reacciones que se han producido en torno a los cementerios nucleares, en el marco del discurso dominante en contra de la energía nuclear, que se ha revitalizado en estos días. En este caso, las exigencias del almacenamiento de los residuos han desembocado en un pandemónium de decisiones encontradas en el que se ha puesto de relieve la incapacidad del Gobierno para tomar una decisión. No menos complejo ha resultado la actualización del Plan Energético Nacional, que es el tema del segundo relato y un campo en el que la profesora Fuertes es una reconocida especialista. La red de alta tensión -imprescindible para el conjunto del país- se ha traducido en numerosos proyectos de trazados que no han dejado de encontrar dificultades, de las que han quedado torres y obras abandonadas, como mudos testigos de las rivalidades políticas que las han hecho abortar. Una vez más la mirada de los autores se va hasta casi los comienzos de la Transición española para describirnos un mundo de permanentes choques entre diversas administraciones locales y desembocar en una divertida alusión al grito de Goethe en sus últimos momentos: “¡Quiero ver la luz, más luz!”.
La apropiación abusiva de las cuencas hidrográficas por parte de los gobiernos autonómicos nos han proporcionado un buen número de ejemplos patéticos derivados del abandono de una visión global de nuestra situación hidrológica. Las reformas estatutarias acometidas desde 2004 han exacerbado esta situación hasta hacer incluir la gestión de las cuencas hidrográficas dentro de los nuevos textos de los estatutos de autonomía. Resulta evidente que detrás del control del agua se atisba el fortalecimiento del poder político, pero los ciudadanos corrientes tienen motivos para dudar de la eficacia de muchas de esas medidas, como han podido comprobar los andaluces durante el pasado invierno. En cuanto a los parques naturales los autores nos llevan de la mano hasta la situación grotesca de que la imposibilidad de hacer coincidir espacios naturales necesitados de atención con los territorios de las comunidades autónomas -ya que la Naturaleza une a veces lo que los políticos se empeñan en separar- obligue en ocasiones a la creación de consorcios para resolver los conflictos. Nos encontramos así con la paradoja de tener que inventar un seudo-estado para sustituir al Estado. Resulta imposible, además de superfluo, desmenuzar los centenares de hechos que, presentados con sentido del humor pero con gran precisión jurídica, describen los efectos de las acciones hurtadas a la competencia del Estado que, en muchas ocasiones, sólo es requerido a la hora de la financiación. Es el único momento en el que el Estado parece recobrar su identidad, aunque sólo sea como abastecedor de las crecientes exigencias económicas de las autoridades locales.
Sobre todos esos discursos aletea, además, la idea de la “gobernanza” que es una palabreja que se nos ha impuesto desde las más altas instancias oficiales y que desprende un fuerte tufo a pedantería vacua. Como señalan los autores, en el origen del término está el patrocinio de altas instituciones internacionales y la voluntad de enfatizar los mecanismos de interacción con el manejo del concepto de redes que diluyen la verdadera jerarquía política. Una forma de entender la toma de decisiones en la que también se difumina la relación clara y directa entre gobernantes y gobernados que sirvió, en las grandes revoluciones liberales del siglo XVIII, para asegurar la libertad de los individuos frente al ejercicio descontrolado del poder político.
Después de estas reservas, y del entramado de dislates que se suceden en la reflexión que nos ofrecen Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, no deja de ser estimulante el último capítulo, en el que se plantean las posibles soluciones a este estado de casos. Las perspectivas no dejan de resultar tenebrosas y su apelación a la lealtad constitucional no deja de ser una apelación bienintencionada que merecería ser escuchada por muchos de los que hoy forman nuestra clase política.
Como señala Carmen Iglesias en su fino prólogo, el enmarañamiento que la organización autonómica ha impuesto a la organización del Estado “poco tiene que envidiar a la yuxtaposición de jurisdicciones del Antiguo Régimen, con efectos parecidos de parálisis decisional y de despilfarro de recursos”. Los autores organizan este ensayo a partir de un capítulo inicial, en el que se esboza la teoría de la nueva feudalización de España, para ilustrarlo, a continuación, con cuatro relatos de historia política que constituyen contundentes comprobaciones de la deriva que parece ir tomando nuestra actual sistema autonómico. En ellos queda patente la realidad “de un Estado que ha perdido en buena medida su capacidad de actuar sobre el territorio, así como el oportunismo errático de los partidos políticos”. Ya lo advierten los propios autores, da igual el orden en el que se lean esos relatos porque, al igual que ocurre con la conocida propiedad de la operación de sumar, el orden de los factores no altera los desastres que cabe esperar del resultado.
El primero de esos relatos tiene que ver con las reacciones que se han producido en torno a los cementerios nucleares, en el marco del discurso dominante en contra de la energía nuclear, que se ha revitalizado en estos días. En este caso, las exigencias del almacenamiento de los residuos han desembocado en un pandemónium de decisiones encontradas en el que se ha puesto de relieve la incapacidad del Gobierno para tomar una decisión. No menos complejo ha resultado la actualización del Plan Energético Nacional, que es el tema del segundo relato y un campo en el que la profesora Fuertes es una reconocida especialista. La red de alta tensión -imprescindible para el conjunto del país- se ha traducido en numerosos proyectos de trazados que no han dejado de encontrar dificultades, de las que han quedado torres y obras abandonadas, como mudos testigos de las rivalidades políticas que las han hecho abortar. Una vez más la mirada de los autores se va hasta casi los comienzos de la Transición española para describirnos un mundo de permanentes choques entre diversas administraciones locales y desembocar en una divertida alusión al grito de Goethe en sus últimos momentos: “¡Quiero ver la luz, más luz!”.
La apropiación abusiva de las cuencas hidrográficas por parte de los gobiernos autonómicos nos han proporcionado un buen número de ejemplos patéticos derivados del abandono de una visión global de nuestra situación hidrológica. Las reformas estatutarias acometidas desde 2004 han exacerbado esta situación hasta hacer incluir la gestión de las cuencas hidrográficas dentro de los nuevos textos de los estatutos de autonomía. Resulta evidente que detrás del control del agua se atisba el fortalecimiento del poder político, pero los ciudadanos corrientes tienen motivos para dudar de la eficacia de muchas de esas medidas, como han podido comprobar los andaluces durante el pasado invierno. En cuanto a los parques naturales los autores nos llevan de la mano hasta la situación grotesca de que la imposibilidad de hacer coincidir espacios naturales necesitados de atención con los territorios de las comunidades autónomas -ya que la Naturaleza une a veces lo que los políticos se empeñan en separar- obligue en ocasiones a la creación de consorcios para resolver los conflictos. Nos encontramos así con la paradoja de tener que inventar un seudo-estado para sustituir al Estado. Resulta imposible, además de superfluo, desmenuzar los centenares de hechos que, presentados con sentido del humor pero con gran precisión jurídica, describen los efectos de las acciones hurtadas a la competencia del Estado que, en muchas ocasiones, sólo es requerido a la hora de la financiación. Es el único momento en el que el Estado parece recobrar su identidad, aunque sólo sea como abastecedor de las crecientes exigencias económicas de las autoridades locales.
Sobre todos esos discursos aletea, además, la idea de la “gobernanza” que es una palabreja que se nos ha impuesto desde las más altas instancias oficiales y que desprende un fuerte tufo a pedantería vacua. Como señalan los autores, en el origen del término está el patrocinio de altas instituciones internacionales y la voluntad de enfatizar los mecanismos de interacción con el manejo del concepto de redes que diluyen la verdadera jerarquía política. Una forma de entender la toma de decisiones en la que también se difumina la relación clara y directa entre gobernantes y gobernados que sirvió, en las grandes revoluciones liberales del siglo XVIII, para asegurar la libertad de los individuos frente al ejercicio descontrolado del poder político.
Después de estas reservas, y del entramado de dislates que se suceden en la reflexión que nos ofrecen Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, no deja de ser estimulante el último capítulo, en el que se plantean las posibles soluciones a este estado de casos. Las perspectivas no dejan de resultar tenebrosas y su apelación a la lealtad constitucional no deja de ser una apelación bienintencionada que merecería ser escuchada por muchos de los que hoy forman nuestra clase política.
“A todo ciudadano consciente deberían preocuparle las patologías de la res pública aun sabiendo que extirparlas no es tarea fácil, pues se cuenta con obstáculos poderosos: de un lado, la animadversión de una buena parte de la clase política que, por ser muy conservadora, rechaza hablar de enfermedades y de medicinas; de otro, la indiferencia de una población que se limita a contemplar el tiovivo –entre carnavalesco y religioso- de los procesos electorales y a descalificar sin matices a sus protagonistas”.
En cada uno de los relatos se nos ponen los pelos de punta al descubrir
cómo en ese ecosistema se comportan gran parte de nuestros responsables
políticos. Su frivolidad e irresponsabilidad, su incapacidad para tomar
decisiones, por necesarias que sean, cuando puede tener un coste de
opinión pública, la subordinación de cualquier política efectiva y
resolutiva a cuestiones casi cosméticas de imagen, y a devociones
particularistas. Y todo ello, mucho nos tememos, desde hace tiempo no ha
hecho sino ir a más.