sábado, 4 de noviembre de 2017

EL COMPROMISO DE CASPE O LA HISTORIA ESPAÑOLA QUE NO DEBEMOS OLVIDAR

La concordia se abrió paso en el año 1412 al resolverse el vacío monárquico abierto hacía ya dos años al pasar a mejor vida el rey Martín el Humano sin descendencia directa.

Allá por el siglo XIV, en un apartado rincón de Aragón, alguien con las seseras bien puestas decidió darle un golpe de timón a una situación muy enrocada. Nada que ver con la situación actual, pues el actor principal es corto de entendederas y los secundarios padecen de miopía abisal. Pero lo que sí es un dilema del carajo es no saber si es peor no ver o no poder cerrar los ojos.

En aquel tiempo de nuestra enorme y movidita historia, en la villa aragonesa de Caspe, hacia finales de junio del año 1412, la concordia se abriría paso entre los pueblos al resolverse el vacío monárquico abierto dos años antes al pasar a mejor vida el rey Martín el Humano sin descendencia directa. Ello conseguiría evitar prolongar más allá de lo que la prudencia aconsejaba una situación de difícil encaje antes de entrar en barrena y caer en el proceloso mar de la anarquía y el desorden.

¿Qué había ocurrido exactamente?
Lo normal en aquel entonces era liarse a garrotazos (guerras civiles castellanas, Guerra de los Cien años, etc.), enfrentamientos fratricidas que, sin cesar, en un vaciado angustioso y cíclico enviaban a miles de interfectos al valle del silencio.

Pero la fuerza de la diplomacia siempre tiene sus cartas que jugar y a veces sale triunfante donde solo hay callejones sin salida o eriales ausentes de imaginación. Posiblemente, el infante castellano don Fernando de Trastámara era de todos el más idóneo, el mejor posicionado por el peso de las influencias, por solvencia, y por la brillantez de su ingenio.

Dos aragoneses ejemplares, el jurista Berenguer de Bardaxí, y don Pedro de Luna, más tarde convertido en el Papa Benedicto XIII, con la indispensable colaboración de San Vicente Ferrer, proporcionarían a la Corona de Aragón un nuevo monarca que devolvería la tranquilidad y el orden a los preocupados súbditos de la misma. Se hace necesario recordar en este punto que el reino de Aragón era tan vasto que quizás de haber existido hoy, en él se podrían practicar hasta cinco husos horarios diferentes, pues sus tierras y sus sombras iban desde el extremo oriental del Mediterráneo hasta las áridas tierras castellanas.

Ocurría que en la Corona de Aragón el derecho de sucesión al trono estaba enraizado en la llamada costumbre o razón natural; por lo que, al no existir disposiciones escritas, el testamento real respiraba cómodamente en la tradición de la última voluntad regia y el sentimiento popular asumía de buen grado que lo que el rey decidía estaba bien hecho y punto.

A diferencia de Castilla y Navarra, en la legislación aragonesa no constaba ordenamiento que regulara la sucesión real. Los monarcas recién entronizados eran designados sin más por el mero hecho de ser hijos de, y así, sin más, se daba por suficiente.

En el momento de la muerte del rey Martín el Humano en 1410 sin sucesión directa legítima, eran unos cuantos los aspirantes al trono, y el panorama podría haberse torcido severamente si no hubiera imperado la cordura y el buen hacer de gentes muy hábiles en el campo diplomático.

Hasta la fecha, en los testamentos regios, se hacía constar la persona a la que correspondían los reinos de la Corona. ¿Pero qué convertía a esta situación en tan compleja? El testamento del rey Martín no resolvía el galimatías, pues dejaba como heredero universal a su hijo Martín de Sicilia, muerto antes que él. En fin, que había que empezar a hilar fino.

Para comenzar la criba, Isabel de Aragón, hermana por parte de padre del rey Martín I, fue centrifugada ipso facto por su condición femenina aunque en los mentideros corría el rumor de que tenía variable el humor y eso la hacía inestable para el gobierno.

Ante la complejidad del asunto, el Papa Luna (electo en Aviñón en la estela del cisma) de origen aragonés, decidiría entre bambalinas y con una habilidad incontestable la promoción de la candidatura del Trastámara. Además, los buenos oficios de San Vicente Ferrer (figuraba entre los nueve hombres justos del tribunal), hombre de elevada moralidad relativa (los judíos no eran santo de su devoción), acabarían arrimando el ascua a la sardina.

Finalmente, la sentencia del tribunal se inclinó por Fernando I de Trastámara, entronizando así una nueva dinastía en Aragón. De aquella, los catalanes quedarían decepcionados pues ninguno de sus candidatos conseguiría aceptación. La vida tiene esas cosas, todos pensamos en la lotería pero esta, a veces, es inversa.

El díscolo conde Urgel, candidato que, junto con su mujer Isabel de Aragón tenía ciertos derechos sucesorios, seguiría combatiendo a la desesperada hasta que un 31 de octubre, con una temprana nevada y tras un breve asedio, rendiría su verdad ante el nuevo monarca. Acabaría sus días en el castillo de Játiva en un estado más que deplorable; según las crónicas, al parecer se le había ido “la pinza”.

El Compromiso de Caspe nos revela lo que ocurre cuando las cosas se hacen con criterio y con la voluntad de las partes en sintonía; aunque a veces unas expectativas mal enfocadas se salden con sonadas pataletas. Decía el ínclito filósofo Karl Jaspers que es decisivo para el hombre la forma en que experimenta su fracaso.

ÁLVARO VAN DEN BRULE

No hay comentarios: