domingo, 7 de agosto de 2016

LA ESPAÑA INFANTIL

La situación política que soporta España es consecuencia de un proceso de infantilización de la sociedad actual, en el que todos tenemos algo que ver, cuando no alta responsabilidad. Resulta complejo diagnosticar con exactitud las causas de esta regresión en nuestra madurez. Son varios y distintos los factores que intervienen para llegar hasta aquí. Tampoco el mal es exclusivo nuestro: lo padece el Occidente desarrollado en general, aunque una de sus mayores expresiones es el callejón sin salida por el que transita ahora mismo la gobernabilidad de este país.

Una de las causas de ese proceso de trivialización y puerilización, en la que coinciden analistas y sociólogos, es la excesiva protección de unos ciudadanos que se han acostumbrado a que se les facilite la vida sin apenas exigirles nada a cambio. Servicios garantizados, dinero fácil y subvencionado, diversión y ocio sin límites, aprobados sin esfuerzo, derechos sin deberes. Sobre tan tupida red, se ha debilitado a la sociedad, que tiende a llorar con enfado y aspavientos sus problemas, a buscar culpables de sus propios fracasos, mientras olvida con demasiada frecuencia asumir sus responsabilidades. Hemos auspiciado una sociedad, en definitiva, que no está preparada para los contratiempos. Al contrario, se ha reemplazado el trabajo por el disfrute como aspiración social. Al mismo tiempo, hemos desincentivado el mérito y fomentado la reivindicación y la exigencia. Se ha consumado una pérdida de valores, eclipsados por intereses o modas puntuales. Y así hemos llegado al paroxismo de una ciudadanía que no cesa de exigir a los demás, cuando ella se perdona todo.

Lo hemos comprobado en España en los últimos años. Tanto en el acoso al Ejecutivo de Mariano Rajoy –hasta el punto de llamar «gobierno de la crueldad» al que destina el 38 por ciento del PIB al Estado del bienestar– como en el enfado e imputación a los demás de los problemas que nos atañen.

En ese caldo de cultivo germinan los movimientos populistas. Todo se vuelve más simple, hasta el discurso ideológico. Todo es más primario. Se ofrece venganza en lugar de cooperación para un futuro mejor. Los dirigentes solo dicen lo que la gente quiere oír. Nadie se atreve a contradecir a la masa. Faltan líderes de altura, comprometidos con el bien común. Solo puntúa lo inmediato. Estamos, por tanto, ante la involución e inmadurez de la política, reflejo de una sociedad pueril, al mismo tiempo que frágil. Se rehúye el compromiso cívico y se penaliza el patriotismo. Se llega a creer que en cualquier otro país viviríamos igual, o mejor. Engordan las tentaciones feudales de los nacionalistas, que pretenden gobernar su pequeña finca, mientras alardean del incumplimiento de las leyes.

Este proceso de radicalización de la opinión pública, ya sea de extrema izquierda o extrema derecha, no es privativo de España, como bien sabe el lector. Toda la geografía de los países desarrollados, incluidos los Estados Unidos, asiste a la ebullición de esa nueva variante de la patología política llamada populismo. Coincide con ese declinar del orgullo nacional bien entendido. El sentimiento patriótico es una idea que nace con la Ilustración y el Racionalismo. Un concepto que entronca con el pensamiento de progreso. Nada que ver con el nacionalismo.

Afortunadamente, sobre esta crisis meditan y escriben ya solventes pensadores. Uno de ellos es Todd Buchholz, un economista estadounidense vinculado a Harvard, que ayudó a su país a salir del cataclismo del crack de 2008 y que supo prever, por ejemplo, que el petróleo caería a 50 dólares cuando estaba a 100. Su nuevo libro lleva por título «El precio de la prosperidad: ¿por qué fracasan las naciones ricas y cómo renovarlas?». Sus reflexiones parecen hechas a la medida del complejo momento de España.

Parte de una premisa sencilla y certera. Según Buchholz, cuando los países se vuelven ricos, la natalidad cae y, en consecuencia, crece la media de edad de la población. «Para mantener el nivel de vida, se necesitan nuevos trabajadores, lo que supone abrir las puertas a más inmigrantes. A menos que el país disponga de unas instituciones culturales y cívicas muy fuertes, los inmigrantes arañan la cultura dominante, con lo que la riqueza relativa empieza a caer y se deshilacha el tejido cultural. Las naciones prósperas no pueden mantener su prosperidad si no se vuelven multiculturales, pero volviéndose multiculturales se vuelve más difícil que alcancen unas metas nacionales».

Es probable que sus reflexiones desaten polémica y controversia en la acomodada Europa. Sobre todo porque su antídoto es más patriotismo. Es decir, más compromiso, más responsabilidad, más trabajo y menos parásitos que viven del esfuerzo de otros. Buchholz sostiene que la única manera de paliar ese decaimiento pasa por renovar el sentimiento nacional, los símbolos rituales y la cultura común. Pero él mismo advierte que, en cuanto abogas por esto –que en el fondo es condenar la multiculturalidad– de inmediato te llaman «racista». «Celebremos la multiculturalidad» ese mantra tan en boga, es, en su opinión, del todo inadecuado porque las pruebas empíricas muestran que la multiculturalidad resulta muy nociva para las sociedades.

Podemos estar completamente de acuerdo, a medias, en parte o en absoluto con este autor norteamericano, pero su propuesta de debate es la que tendría que ocuparnos ahora mismo. Apunta directo a la raíz del problema. Pero nuestra infantil y candorosa visión de la sociedad nos impide enfrentarnos a los que de verdad son nuestros desafíos. ¿Podemos seguir manteniendo este nivel de bienestar? ¿Cómo hacerlo sostenible? ¿Cómo se pagarán las pensiones en una sociedad donde los ancianos serán mayoría? ¿Sólo con inmigrantes? ¿Dejamos a su libre albedrío a quienes proceden de otras culturas o pedimos que respeten nuestras leyes? ¿Apostamos por España? ¿Alguien parará los pies a los sediciosos? ¿Quién se atreverá a contar la verdad al inmaduro pueblo español?

«Una nación es una cosa frágil», escribió hace años Samuel P. Huntington. Qué gran verdad. Se puede comprobar en el momento actual de España: habiendo alcanzado una prosperidad con la que nunca soñó, se ha lanzado a ponerlo todo en cuestión en un peligrosísimo ejercicio de egotismo infantiloide.

¿Creen que algo de esto preocupa a nuestra clase política? Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias son una buena demostración y reflejo de esa España simplona. A la que ayudaron a propagarse de manera cómplice otros cuantos políticos, entre ellos también Mariano Rajoy. Muchos ciudadanos esperamos un discurso más realista, firme y alejado de cualquier coyuntura ventajista. Basta de pensar en las urnas y en la supervivencia personal.

Bieito Rubido, director de ABC.
Domingo, 07/Ago/2016

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