Probablemente deberíamos adoptar una nueva forma de entender la política, distinguiendo entre los partidarios de la sociedad abierta, por un lado (la de Hillary Clinton, que resulta ser demócrata), frente a los adeptos de la sociedad privada, detrás de Donald Trump, que se relaciona vagamente con el Partido Republicano
SI seguimos las elecciones en Estados Unidos, es difícil aplicar la distinción entre derecha e izquierda como parrilla de lectura. La división a la europea entre liberales y socialistas ya no funciona, puesto que el socialismo no está representado en EE.UU. y todos los candidatos, o casi, apoyan un capitalismo más o menos regulado. Probablemente deberíamos adoptar una nueva forma de entender la política, distinguiendo entre los partidarios de la sociedad abierta, por un lado (la de Hillary Clinton, que resulta ser demócrata), frente a los adeptos de la sociedad privada, detrás de Donald Trump, que se relaciona vagamente con el Partido Republicano.
Creo que estos dos conceptos permiten aclarar algo las posiciones de uno y otra. Trump, que, a falta de conocimiento, no carece de coherencia, está en contra de la inmigración, en contra de las religiones no estadounidenses (islam), en contra de los no blancos (los mexicanos), en contra las importaciones (sobre todo chinas) y en contra de los compromisos del Ejército estadounidense fuera del país. Su visión de la sociedad es casi tribal. Es partidario de un Estado centralizado y fuerte, que tome todas las decisiones sin consultar demasiado ni con la oposición ni con la sociedad civil. No es de extrañar, ya que Trump manifiesta simpatía por los dictadores que comparten sus concepciones nacionalistas, autárquicas y estatistas, empezando por Putin.
A lo que se puede oponer, punto por punto, el programa de Hillary Clinton, abierta a la diversidad cultural de la nación, étnica, religiosa y sexual, y bastante favorable a los intercambios internacionales y al activismo diplomático y militar. También está dispuesta a negociar con sus adversarios políticos, a los que no denuncia como enemigos; esto, sin embargo, no significa que sea una liberal clásica, ya que se inclina por un Estado intervencionista y regulador.
Ambos candidatos ilustran una reclasificación de las normas políticas, adoptando cada uno algo de la izquierda, algo de la derecha, algo de la tradición republicana y algo de la tradición demócrata, sin coincidir completamente con los partidos con el que uno y otra se alinean. Trump rompe con la preferencia de los republicanos tradicionales, desde Reagan hasta Jeb Bush, en lo que respecta a la inmigración, el comercio internacional y la propagación internacional de la democracia. Clinton rompe también, pero de forma menos espectacular que su oponente, con la cautela de los demócratas (Obama en particular) sobre el uso del Ejército para resolver los conflictos internacionales.
Se me objetará que esta reclasificación entre sociedad abierta y sociedad cerrada es un incidente circunstancial, específico de EE.UU., una consecuencia de la personalidad extravagante de Trump. Esta interpretación es viable, pero no segura; también podemos adivinar en estas elecciones una especie de laboratorio del futuro que valdría para Europa. Así, el reciente referéndum británico sobre la salida de la UE no ha opuesto a la derecha conservadora con la izquierda laborista, sino a los partidarios de la apertura y a los favorables al cierre.
En España, nos preguntamos si la fragmentación del Parlamento por segunda vez consecutiva no se deberá a un sistema de partidos a la vieja usanza que ya no reflejan la nueva división entre abierto o cerrado. Mario Vargas Llosa, entre otros, sugería para España un gobierno de coalición entre los partidarios «abiertos» de Europa contra los defensores «cerrados» del tribalismo.
Y lo mismo ocurre en Francia, donde los militantes de la apertura o del cierre se encuentran dispersos entre partidos arcaicos heredados del pasado revolucionario, al que debemos los términos de «derecha» (partidarios del Rey en 1792) e «izquierda» (partidarios de la República), pero que ya no reflejan las apuestas y los temperamentos contemporáneos.
En realidad, los candidatos a las elecciones legislativas o presidenciales se sitúan bajo la pancarta de los viejos partidos solo por razones prácticas y oportunistas: estos partidos siguen controlando la organización y los recursos necesarios para ser candidato. ¿Los electores? Ya no se orientan y los resultados no permiten formar gobiernos coherentes: lo comprobamos en Gran Bretaña igual que en España y Francia.
¿Cómo salir de esta grisalla y restaurar opciones claras en democracia? Se pueden crear nuevos partidos: en España, Podemos cerrado, Ciudadanos abierto. En Francia, esta es la tentación de Emmanuel Macron, ni derecha ni izquierda, sino abierto. En EE.UU., Trump ha acabado con el Partido Republicano que, necesariamente, deberá renacer de otra forma, después de elegir entre la apertura y el cierre. En casi toda Europa, los nombres de los partidos no coinciden con la elección abierto o cerrado; la distorsión es general.
Vamos a hacer una sugerencia que quizá permitiría restaurar en Europa la continuidad entre los partidos y la opinión: aprovechar las próximas elecciones al Parlamento Europeo en 2019 para que las listas de las candidaturas se clasifiquen según esta escala que va de la apertura al cierre. Este ejemplo llegado de lo alto podría propagarse entre los países miembros. Al final, llegaremos. Si no lo conseguimos, la democracia ya no será viable.
ABC 08/08/16 GUY SORMAN