Mauricio era un profesional cualificado y de éxito que perdió su estatus tras el cataclismo de 2008. Sin embargo, es afortunado porque, a pesar de superar los 40, ha podido retornar al mundo laboral, aunque sea contratado por una empresa en régimen de autónomo, algo bastante habitual hoy día. Ahora, debe abonar el IVA, descontarse el IRPF y gestionar directamente su cotización a la Seguridad Social. Podría realizar estos trámites por sí mismo, pero la normativa es tan confusa y retorcida que prefiere curarse en salud y pagar a un gestor profesional. De una factura nominal de 1.800 euros mensuales, le quedan netos 1.230, algo que en un país con un 21% de desempleo, donde ser mileurista no está al alcance de cualquiera, le convierte en un privilegiado.
Con todo, lo más grave es que hay muchos españoles que, siendo autónomos ficticios, asalariados o desempleados, han perdido algo más valioso que su estatus: su capacidad de maniobra, su determinación. Son presa fácil para esos políticos que pescan en la apatía, comprando votos con supuestas ayudas. Pero, por más que lo pregonen, la mejora del nivel de vida no vendrá de la subvención, los beneficios sociales o los planes de emergencia; los costes de estas regalías serán repercutidos en los ciudadanos incrementando cotizaciones, impuestos, incluso multas de tráfico y otras sanciones. Los gobernantes siempre encuentran una argucia para quitarnos 20 con la excusa de que van a darnos 10.
A pesar del abrumador consenso oficial, muchos preferirían no vivir de esa particular “caridad” de los políticos. Desearían una Administración que les facilitara sus actividades, no esta burocracia que pone innumerables zancadillas. No quieren discursos grandilocuentes, sino reformas eficaces. Desgraciadamente, los líderes políticos no hablan su lenguaje. Muy al contrario, emplean una jerigonza a ratos leguleya; a ratos, populachera; y a ratos, grandilocuente, una niebla discursiva con la que dar gato por liebre. Desde su torre de marfil, completamente alejados de las vicisitudes de Mauricio y de muchos otros como él, no mueven un dedo para allanarles el camino. Al contrario, establecen todo tipo de obstáculos y trabas administrativas a la actividad económica y a la creación de empleo para después exclamar con hipocresía: “tranquilos, nosotros rescataremos a las personas”. Ignoran que los ciudadanos se rescatarían a sí mismos... si ellos no se lo impidieran.
Los políticos y Mr. Hyde
Sufrimos una clase política de pésima calidad, no sólo capaz de utilizar los resortes del Estado en pos del medro personal; también de proferir las mayores necedades. Pueden subirse al púlpito y prometer el paraíso en la tierra, para después, llevados por su afán de notoriedad, quedar como tarugos equivocando el título de un conocido libro de Kant. O, incluso, recomendar leer a tan ilustre filósofo y, a reglón seguido, admitir que ellos nunca lo han leído… o que no lo recuerdan. No importa que afirmen que Antonio Machado nació en Soria, en vez de en Sevilla, o que no tengan ni la menor idea de nuestra historia reciente y desconozcan que no fue su partido, sino el adversario, el que legalizó el divorcio. Nuestros políticos pueden levitar sobre los escombros de la inteligencia y afirmar que “a veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión”, tal cual. La pregunta es: ¿nacieron así o, por el contrario, el poder los transformó, sacando ese Mr. Hyde que todos llevamos dentro?
Lord Acton señaló que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Seguramente tuviera razón... pero sólo en parte. Investigaciones recientes explican que el poder envilece a unas personas, pero no a otras. Concretamente, pervierte a los que carecen de ética y muestran predisposición a la depravación. Pero no a quienes poseen principios, conocimiento y espíritu crítico. Para los primeros, la política es una fuente de privilegios; para los segundos, una grave responsabilidad.
En su artículo, The destructive nature of power without status, los psicólogos norteamericanos J. Fast, N. Halevy y A. Galinsky, concluyen que el poder posee una naturaleza destructiva cuando es ejercido por sujetos sin categoría personal suficiente. A estos individuos, el cargo se les sube a la cabeza, tienden a abusar de sus inferiores, a aferrarse a una doble moral, a ser extremadamente estrictos con sus subordinados pero muy laxos con su propia conducta. Por su parte, Katherine De Celles y sus colaboradores señalan en su artículo, Does power corrupt or enable?, que el poder hace todavía más malvados, egoístas e interesados a aquellos que ya carecían de reglas morales, sentido de la justicia o generosidad. Pero puede potenciar las cualidades de los que poseen estos valores.
El drama de la España actual estriba en que se han apropiado del poder sujetos que carecen de cualidades y valores y, por tanto, de auctoritas
El problema era ya conocido en la Roma clásica, donde descubrieron que la jerarquía tiene dos componentes distintos, uno formal, la potestas y otro informal, la auctoritas. La potestas, el poder institucionalizado, es la capacidad de controlar, de asignar recompensas y castigos, de dictar normas y hacerlas cumplir. La auctoritas, por el contrario, proviene de la capacidad moral e intelectual, del carisma y el prestigio, de todas aquellas cualidades que generan respeto y admiración en los demás, un vínculo afectivo entre el individuo destacado y su comunidad. La gente obedece la potestas por temor al castigo, pero acata la auctoritas por convicción. Ésta última proporciona el verdadero liderazgo.
Si el sano ejercicio del poder requiere una equilibrada combinación de potestas y auctoritas, cabe deducir que el drama de la España actual estriba en que se han apropiado del poder sujetos que carecen de cualidades y valores y, por tanto, de auctoritas, del respeto y la admiración de la ciudadanía. Esta anomalía, junto con la ausencia de adecuados controles sobre el poder, se traduce en decisiones políticas nefastas, muy alejadas del interés general.
La selección perversa
Pero ¿por qué sólo llegan los peores a la política, esos que son corrompidos rápidamente por el poder? La clave, uno de nuestros graves problemas, se encuentra en el proceso de selección de los gobernantes. Los partidos se caracterizan por la falta de transparencia, la ausencia de democracia interna y el desprecio a las normas. Sus criterios de selección y promoción no son la excelencia, el mérito o la cualificación profesional. Mucho menos la honradez o los principios. Son, más bien, las afinidades personales, la carencia de espíritu crítico, la conducta oportunista y conspiradora, la disposición a guardar silencio ante el abuso y, sobre todo, la inclinación al peloteo. Las personas honradas, idealistas, preparadas, con altura de miras, suelen rehuir esos ambientes dominados por la corruptela, la pobreza intelectual y la indignidad.
La gestión de lo público ha atraído mayoritariamente a sujetos que no viven para la política sino de la política, individuos que tienen en los cargos públicos su mejor opción profesional, cuando no la única. Difícilmente compartirán intereses, valores y visión con los electores a los que, teóricamente, representan. Su inclinación por promover políticas absurdas o contraproducentes se debe en parte a ignorancia y desconocimiento, sí, pero sobre todo a su egoísmo, a una fuerte inclinación a adoptar cualquier medida que, por irresponsable que sea, asegure su permanencia en el poder.
Si el voto permitiera a los ciudadanos elegir a los candidatos más capaces y honrados, se compensaría en buena medida la perversa selección que realizan los partidos. Pero las listas impiden discriminar entre candidatos individuales. Es necesario, pues, reformar el sistema electoral, establecer distritos uninominales, circunscripciones pequeñas con diputado único, que obliguen a cada candidato a someterse individualmente al control de los votantes. Expuesto personalmente al escrutinio público, los actos del candidato, sus valores, su trayectoria vital, su valía personal y su competencia profesional, en una palabra, su auctoritas, serían la clave para la elección.
El drama de la España actual, también las dificultades para formar un gobierno, tiene su origen en la falta de auténtico liderazgo. Escasea la generosidad, la sabiduría, la visión elevada, la voluntad de servir, los principios, el fair play. A pesar de que unos y otros se acusen de actuar con criterios únicamente demoscópicos, lo cierto es que todos, sean veteranos o recién llegados, tienen como único objetivo acceder al sillón o mantenerlo. Los políticos españoles no lideran; se orientan, cual veleta, a favor del viento. Por eso, lejos de reformar lo que no funciona, abundan con singular contumacia en el error.