lunes, 13 de julio de 2015

LA BATALLA DE TETUÁN - LA GUERRA DE ÁFRICA

Valentía, arrojo, buena capacidad estratégica o, incluso, suerte. Fueron muchas las causas que se aunaron para que aquel 4 de febrero de 1860, 25.000 soldados españoles al mando del general O'Donnell lograran tomar el campamento marroquí del comandante Muley Achmed, el cual estaba protegido por 35.000 musulmanes y defendía Tetuán. Sin embargo, ya fuese por un golpe del destino o por el buen hacer de la artillería hispana, lo cierto es que no sólo se logró el objetivo, sino que aquella victoria cambió el destino de la que, a la postre, fue denominada como la Guerra de África, pues permitió a las tropas de nuestro país entrar en una de las ciudades enemigas de mayor importancia estratégica.

Batalla de Tetuan . Fortuny
Corría por entonces 1859, época en la que Leopoldo O'Donnell –político de profesión y soldado de carrera- se encontraba al frente de España, un país que, desde hacía varios años, se había acostumbrado ya al cambio de mandatarios y a los pronunciamientos militares (rebeliones castrenses, que se podría decir también). Era, en definitiva, una época en la que los cambios de gobierno por la fuerza eran muchos más de los deseados.

Sin embargo, la fragilidad del poder no era el único problema que resonaba en la cabeza de O'Donnell. Y es que, este militar estaba también hasta las fosas nasales de que los territorios españoles ubicados en África (Ceuta y Melilla) sufrieran ataques constantes por parte de grupos armados locales. En todas esas cosas debería estar pensando este general cuando, en agosto de 1859, una partida marroquí de una cabila cercana no tuvo mejor idea que asaltar espada y fusil en mano a unos operarios hispanos cerca del territorio ceutí.

Esto acabó con la paciencia de Prim quien (casi seguro que con algún que otro «hijo de…») exigió al sultán de Marruecos que castigara de forma ejemplar a aquellos molestos súbditos. En cambio, parece que la idea no gustó demasiado al regente, que denegó aquella petición. No había más que hablar y, sin dudarlo, el presidente del gobierno pidió autorización a Francia e Inglaterra para declarar la guerra al territorio africano. Con un «oui» gabacho y un «yes» británico bastó, y el 22 de octubre comenzó la Guerra de África.

Sin embargo, y a pesar de que ese ataque fue la causa oficial de la guerra, parece que, a día de hoy, todavía existe controversia sobre si hubo o no algún origen oculto que motivara esta contienda. «Varios autores consideran (al propio O'Donnell) el instigador de la Guerra de África de 1859 - 1860, con la que pretendía mantener ocupado a un ejército demasiado acostumbrado a los pronunciamientos, unificar los diferentes partidos políticos y recuperar el prestigio de España como nación», destaca Salvador Acaso Deltell en su obra «Una guerra olvidada. Marruecos 1859-1860».

Camino a África
Fuera por la causa que fuese, lo cierto es que todos los partidos políticos apoyaron la contienda. Lo mismo sucedió con los ciudadanos (especialmente vascos y catalanes), los cuales abarrotaron los centros de reclutamiento en un breve período de tiempo. Así pues, semanas más tarde partió desde Algeciras en dirección a las costas Marroquíes una hueste formado por 36.000 hombres, 75 piezas de artillería y 41 navíos. Su objetivo estaba claro: tomar la ciudad de Tetuán (a 40 Km de Ceuta). Aquel contingente, dirigido personalmente por el propio O'Donnell sería conocido como el Ejército de África.

Batalla de Tetuan . Fortuny
Tras desembarcar, los españoles participaron en distintas batallas hasta que, a principios de febrero y tras varias victorias, estaban listos para tomar Tetuán. Sin embargo, para ello necesitaban conquistar el campamento militar de Muley Achmed, ubicado cerca de la ciudad y en el que se atrincheraba un numeroso ejército. Durante las jornadas posteriores, el contingente hispano acampó a varios kilómetros del enclave –cerca del río Martín- e inició los preparativos para el ataque. La batalla estaba servida.

Llegan los refuerzos catalanes
Cuando el sol despuntó el 3 de febrero sobre aquel cálido páramo, el aire ya transportaba vientos de guerra. Y es que, ya fuera por el ajetreo constante que llegaba desde los buques –de los cuales no paraban de bajar suministros destinados al Ejército de África- o por las constantes idas y venidas de los oficiales, lo cierto es que no había un solo individuo en el campamento español que no supiera que, en pocas horas, se tendría que jugar el bigote, la barba y las gónadas por su país.
Esa misma jornada, y a la par que los pertrechos, desembarcaron también los voluntarios procedentes de Cataluña. Concretamente, de los buques de transporte bajaron medio millar de hombres que, aunque carecían de experiencia en combate, se mostraron decididos a entregar su vida por la tierra española y, como no, por cada uno de sus compañeros pertenecientes al Ejército de África. Los refuerzos, al fin, habían llegado, y justo a tiempo para la lucha.

Así recuerda aquel suceso Pedro Antonio de Alarcón, un periodista que, alistado también como soldado, plasmó en sus artículos los pasos de este episodio español en Marruecos: «Son las cinco de la tarde y vengo de presenciar una escena arrebatadora. Las compañías de voluntarios catalanes (,,,) acaban de desembarcar en este momento. (…) Son cerca de quinientos hombres. Visten el clásico traje de su país; calzón y chaqueta de pana azul, gorro frigio, botas amarillas, canana por cinturón, chaleco listado, pañuelo de colores anudado al cuello y manta a la bandolera. Sus armas son el fusil y la bayoneta. Sus cantineras, bellísimas. Su jefe es un comandante, joven todavía, llamado Victoriano Sugrañés. Tres cruces de San Fernando adornan su pecho».

Novatos, sí (bisoños, que dirían entonces), pero bravos, pues no dudaron en pedir de forma unánime que se les concediera el honor de combatir en vanguardia, algo que el general en jefe –O'Donnell- les concedió. De hecho, tal era su decisión de repartir balas por España que el general Prim –también catalán- movió los hilos para que ingresaran en su cuerpo de ejército. Así pues, y al día siguiente, este veterano oficial dispararía al lado de sus paisanos.

Un discurso por la victoria
Con todo, Prim sabía que el valor de las tropas bisoñas solía decaer tras los primeros disparos enemigos, por lo que, aquella tarde, se subió a lomos de su caballo y vistió sus mejores galas para arengar a sus nuevos soldados con el siguiente discurso: «Catalanes: Acabáis de ingresar en un ejército bravo y aguerrido; el Ejército de África, cuyo renombre llena ya el universo. Vuestra fortuna es grande; pues habéis llegado a tiempo de combatir al lado de estos valientes, Mañana mismo marcharéis con ellos sobre Tetuán. Catalanes, vuestra responsabilidad es inmensa; estos bravos que os rodean (…) son los vencedores de veinte combates; han sufrido todo género de fatigas y privaciones; han luchado con el hambre y con los elementos (….) y todo lo han soportado sin murmurar. Así lo habéis de soportar vosotros».

Acto seguido, el general terminó su alocución dejando claro a sus subordinados que era mejor morir en combate que sobrevivir tras una deshonrosa retirada: «Es menester sufrir y obedecer sin murmurar; es necesario que correspondáis con vuestras virtudes al amor que yo os profeso, y que os hagáis dignos con vuestra conducta de los honores con que os ha recibido este glorioso ejército. (…) Y no queda aquí la responsabilidad que pesa sobre vosotros. Pensad en la tierra que os ha (…) enviado a esta campaña; pensad en que representáis aquí el honor y la gloria de Cataluña. (…) Uno solo de vosotros que sea cobarde labrará la desgracia y la mengua de Cataluña –Yo no lo espero-. (…) Si correspondéis a mis esperanzas y a las de todos vuestros paisanos pronto tendréis la dicha de abrazar a vuestras familias (…) y (todos) dirán llenos de orgullo: (…): “Tu eres un bravo catalán”».

Hacia el combate
A la mañana siguiente, con la llegada del alba, los soldados iniciaron el desmantelamiento del campamento, pues no concebían volver allí esa noche. Por el contrario, pretendían encontrar cobijo en el campamento enemigo tras expulsar a sus actuales inquilinos a base de guantazos. No eran ni las nueve de la mañana cuando la infantería comenzó a formar en orden perfecto cerca del río Martín.

«Un momento después no había más tiendas a las orillas del Martín que las del cuerpo de reserva, que debía permanecer allí defendiendo los fuertes últimamente construidos y protegiendo nuestra retaguardia: nuestro campamento de diez y ocho días desapareció como por encanto (…) Entre tanto, la tropa había tomado un ligero rancho y se formaba ya por batallones en el lugar que antes ocupaban sus tiendas. Dióse, por último, la señal de partir, y las tropas empezaron su movimiento, atravesando el río Alcántara por cuatro puentes que el cuerpo de ingenieros había echado la noche anterior», señala Alarcón en sus escritos.

General Prim
Tras unos pocos minutos, los casi 25.000 hombres (fusil al hombro –la infantería- y lanza o espada en alto –la caballería-) se situaron en sus respectivos batallones. A la izquierda, cubriendo su flanco con el cauce del Martín, se ubicó el Tercer Cuerpo de Ejército comandado por el general Antonio Ros de Olano (el cual disponía, entre otras cosas, de tres escuadros de artillería a caballo). En el centro se posicionaron los temibles cañones pesados españoles, varias baterías dispuestas a hacer volar por los aires las convicciones marroquíes. A la derecha dispuso el Segundo Cuerpo de Ejército el general Juan Prim con los voluntarios catalanes a la cabeza. Más a la derecha -si cabe- se colocó el Cuarto Cuerpo de Ejército a cargo del general Ríos con el objetivo de evitar que el enemigo envolviera al grueso del Ejército de África. Finalmente, la División de Caballería del general Alcalá Galiano espoleó a sus monturas para instalarse en medio del contingente en retaguardia.

Al mando de todos los Cuerpos de Ejército se situó O'Donnell como general en jefe, quien no pudo más que vislumbrar con orgullo a su imponente fuerza. Sin embargo, frente a todos ellos se disponían más de 35.000 enemigos que ya habían comenzado a preparar sus defensas para, a base de espingarda (un fusil extremadamente largo) y cimitarra, obligar a los cristianos a reunirse con aquel Dios que tanto mencionaban. Sus órdenes eran simples: evitar que aquellos herejes no tomaran el acuartelamiento, pues, en ese caso, nada evitaría que entraran casi sin oposición en la próxima Tetuán.

La artillería, la heroína de la contienda
Aproximadamente a las 10 de la mañana O'Donnell dio la señal de ataque. A su orden, todos los cuerpos de ejército avanzaron como si fueran uno hacia el campamento marroquí, donde el enemigo comenzaba a cargar sus fusiles y afinaba su puntería tras la seguridad de sus muros y trincheras. Unos minutos después, los defensores iniciaron un incesante cañoneo sobre las tropas españolas, las cuales, a pesar del terror que provocaba ver caer cientos de bolardos metálicos cerca, continuaron la marcha.

Fue entonces cuando los marroquíes movieron ficha. Concretamente, de su acuartelamiento salieron 4.000 jinetes dispuestos a derramar sangre roja, amarilla y roja. Apoyados por el incesante fuego de su artillería, los caballeros giraron las riendas en dirección al flanco derecho español. Al parecer, pretendían flanquear al Ejército de África para atacarle por retaguardia. Por suerte, O'Donnell ya había previsto este movimiento y, para evitarlo, había ubicado en el extremo del campo de batalla al general Ríos, sobre quien ahora recaía la responsabilidad de detener a los caballeros. Así pues, salva tras salva, los soldados del Cuarto Cuerpo de Ejército barrieron las líneas enemigas lanzando una constante lluvia de plomo.

Mientras, la marcha española continuó impasible hasta que las tropas se encontraron a menos de un kilómetro del campamento moro. «(Los cañones marroquíes nos causaban) insignificantes pérdidas, pues casi siempre teníamos la fortuna de que sus proyectiles cayesen en los claros de los batallones: llegamos, en fin, a encontrarnos a un kilómetro de sus baterías, y sólo entonces mandó el general en jefe hacer alto a nuestras masas y avanzar la artillería de reserva. Diez y seis cañones ocuparon instantáneamente nuestra vanguardia y rompieron un vivísimo fuego contra la posición enemiga. Una densa cortina de humo nos robó por un instante la vista del campamento moro: un largo trueno ensordeció el espacio», señala el periodista hispano.

En los siguientes minutos, las piezas de artillería españolas lanzaron una constante lluvia de fuego sobre el campamento marroquí y, más concretamente, sobre los cañones enemigos, muchos de los cuales explotaron o quedaron inservibles ante tal ataque. A su vez, los obuses hispanos acribillaron los endebles muros enemigos y a sus defensores, cuyas extremidades, según el propio Alarcón, volaron en muchos casos por los aires segadas y amputadas.

General O'Donnell
Fue entonces cuando un disparo fortuito sobre un polvorín marroquí terminó con la moral de los defensores. «¡Oh, fortuna! ¡Una granada nuestra había caído en uno de sus repuestos de pólvora y lo había volado! – ¡Qué regocijo en nuestras filas! ¡Cómo se adivinan los estragos que habrá producido este contratiempo en los reales enemigos!», completa el reportero en sus artículos. O'Donnell sabía que debía aprovechar este golpe a la moral enemiga, y se preparó para dar la orden de ataque definitiva.

Al asalto
Con la mayoría de los cañones enemigos fuera de combate, los batallones siguieron avanzando -aunque esta vez sin oposición-, hacia los muros del campamento marroquí. Allí, los defensores se hallaban con el dedo sobre los gatillos de sus miles de espingardas, las cuales dispararían en cuanto las tropas españolas se encontrasen a una distancia recomendable. No obstante, la vista de estos fusiles no intimidó al Ejército de África y, cuando O'Donnell consideró que sus tropas se encontraban a una distancia de medio kilómetro, ordenó el asalto definitivo bayoneta en ristre.

«-¡Ahora!-¡Ya!-¡Viva la reina! ¡A la bayoneta! ¡A ellos!- grita de pronto el general O'Donnell, cuando calcula que nuestra infantería puede llegar de un solo aliento, de una sola carrera, a las trincheras moras, y saltarlas y penetrar en los campamentos. -¡A la bayoneta! ¡A ellos!- contestan veinte mil voces. Y todas las músicas, todas las cornetas, todos los tambores repiten la señal de ataque», señala Alarcón en su obra. Sin dudarlo, más de 15.000 hombres iniciaron a voz en grito el asedio bajo el fuego de los defensores que, ya sí, descargaron todas sus espingardas sobre los hispanos provocando multitud de muertos.

En vanguardia: el asedio catalán
Mientras los flancos del campamento eran rodeados por el resto del contingente español, el Segundo Cuerpo de Ejército de Prim avanzó de frente contra los marroquíes. «Los voluntarios catalanes marchaban en primera línea como solicitaron y se les concedió. En su ímpetu, llegaron a menos de veinte metros de los parapetos enemigos y se precipitaron en una zanja pantanosa disimulada con hierbas y ramas. Los marroquíes fusilaron sin piedad a los catalanes que se esforzaban en seguir avanzado. Cayeron muchos», comenta, en este caso, Salvador Acaso.

La trampa cumplió su cometido, pues los soldados bisoños se quedaron absolutamente desconcertados y dudaron entre seguir avanzado o retirarse. Por suerte, Prim, que se hallaba dirigiendo las operaciones desde la retaguardia de sus hombres, se percató de lo sucedido y, al galope vivo, se dirigió hacia la zanja en la que, a bala y plomo, estaban muriendo sus paisanos. Al hacer su aparición parece que los Voluntarios recuperaron el ímpetu y, bajo sus órdenes, pasaron por encima de sus compañeros caídos continuando el asalto a bayoneta sobre el ya cercano campamento.

Prim los acompañó en vanguardia. De hecho, la leyenda cuenta que este general accedió a través de la tronera de una batería al interior del campamento marroquí, donde causó estragos con su espada. Por entonces había pasado ya media hora de cruento combate que, de esta forma, narra Alarcón: «¡Cómo caían nuestros jefes, nuestros oficiales, nuestros soldados! ¡Cuántos, cuántos, Dios mío! – Fueron treinta minutos de lucha; treinta minutos solamente… y más de mil españoles se bañaban ya en su sangre generosa».

A continuación, los soldados españoles cayeron en masa sobre los asustados defensores. «Los Batallones de León y Saboya asaltaron igualmente los parapetos sin importarles las bajas sufridas. Los de Saboya recibieron, a cortísima distancia, la descarga de un cañón cargado de metralla y sufrieron, sólo en ese instante, más de cincuenta bajas. El resto de los batallones –Alba de Tormes, los de la Princesa y los de Córdoba- llegaron también al parapeto y lo tomaron por asalto», destaca por su parte Acaso.

La huida definitiva
A partir de ese momento los soldados de nuestro país no tuvieron más remedio que combatir dentro del campamento utilizando su fusil como espada. Allí, en ese pequeño espacio, cientos de bayonetas se tiñeron con la sangre de los marroquíes que, viendo superadas tan fácilmente sus defensas, quedaron absolutamente aturdidos. En ese momento la lucha se recrudeció ya que, a pesar de lo turbado de los defensores, ninguno de ellos estaba dispuesto a entregar su vida fácilmente. Por ello, cada militar del Ejército de África tuvo que luchar por cada centímetro de tierra.

Al ver que sus hombres estaban cayendo a cientos bajo las armas hispanas, el comandante musulmán Muley-Ahmed tocó a retirada. Así pues, en apenas un segundo toda la defensa se desmoronó y los marroquíes iniciaron una frenética carrera hasta los muros de Tetuán. «A primera hora de la tarde, Muley-Ahmed, pálido como la muerte, entró en Tetuán al galope gritando “¡Todo está perdido! ¡Tetuán es de los cristianos! No hace falta decir el efecto que tal comportamiento causó entre los habitantes de la ciudad y su ejército», destaca el autor español.

Con el campamento militar tomado por los españoles, en las jornadas siguientes los habitantes de la ciudad se reunieron y enviaron una comitiva al campamento que, hasta hacía pocas horas, estaba bajo poder musulmán. Allí, preguntaron por «El Gran Cristiano» (como llamaron a O'Donnell), con el que se reunieron y acordaron los términos para rendir la ciudad. Así acabó esta lucha, la cual hizo ganar al general en jefe el título de Duque de Tetuán.

Una vez finalizada la contienda era hora de contar los muertos, una tarea que no fue sencilla y que, a día de hoy, sigue creando controversia entre los autores. Así pues, Alarcón cifra los caídos españoles en miles (aunque no señala, por el contrario, cuántos de estos fueron únicamente heridos) mientras que, por su parte, Acaso afirma que el número no excedió los 300. A su vez, otros expertos como Juan Vázquez y Lucas Molina señalan que las bajas hispanas fueron exactamente 67. Con todo, en lo que sí coinciden es en los cientos de abatidos que hubo en el bando musulmán.

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