jueves, 4 de junio de 2015

LA BATALLA DE PENSACOLA

La inolvidable batalla de Pensacola: eran pocos, pero tenían mucha decisión

En el difícil siglo XVIII español, las fronteras estaban demasiado sobreexpandidas. La batalla de Pensacola fue el último esfuerzo español por reconquistar las Floridas de manos de los ingleses

La intervención española en la Guerra de la Independencia norteamericana fue decisiva para la emancipación de las colonias alzadas, aunque a la luz de los posteriores comportamientos de esta nación para con la nuestra, pudiera ser que hubieran sido asaltados por un extraño episodio de amnesia, pues su conducta para con una nación –la española–, cuyo apoyo en su alumbramiento a la historia fue crucial, no ha hecho nunca honor a la palabra agradecimiento.

Esta intervención de España elevaría la crudeza de la Guerra de Independencia contra los ingleses a unos niveles insoportables, haciendo insostenible su presencia en el continente.

La guerra es fea. La guerra es la madre de la carta blanca. La guerra destierra los principios ante la abrumadora presencia de la impunidad, y la certeza de que el castigo nunca llegara por vía divina, si no humana. Se puede matar legalmente en nombre del todo vale. No hay excusa que sea indulgente con los actos de los hombres en la guerra, más allá del miedo atroz al adversario y en muchas ocasiones, al propio mando. Es un escenario de barbarie donde la compasión tiende a brillar por su ausencia. Huérfanos, viudas, violaciones de la intimidad más profunda, mutaciones rotundas y radicales en la percepción de la engañosa realidad, ausencia de un Dios digno de tal nombre, llantos por doquier, la tempestad del horror y los odios extremos, hacen de la guerra el único escenario posible en el que se puede localizar el infierno, y no en lejanas latitudes u otros inciertos lugares.

Al otro lado del Atlántico, un hombre de una pieza, Bernardo de Gálvez, aunaba talento y optimismo ante retos enormes. Pero lo más terrible de la guerra es que no suele obedecer a factores fortuitos como idea general; siempre está programada al detalle. Es un teatro con una tramoya muy sorprendente si fuéramos capaces de descorrer los velos anestésicos de nuestra estulticia.

En el difícil siglo XVIII español, las fronteras de aquel fabuloso imperio estaban demasiado sobreexpandidas y la elongación de las líneas de comunicación y abastecimiento eran en ocasiones encajes de orfebrería que oscilaban entre la necesidad de evitar la engorrosa piratería y la indispensable y pantagruélica voracidad de las arcas de la metrópoli.

Al otro lado del Atlántico, un hombre de una pieza aunaba talento y optimismo ante retos enormes. Esto era una teoría clave en el particular abecedario del militar español Bernardo de Gálvez en sus expeditivas actuaciones en el sureste de lo que hoy es la Norteamérica anglosajona y que en su tiempo España llegaría a ocupar en más de la mitad de su actual territorio continental, en lo que antaño fueron parte de sus extensos dominios, y que si trazáramos una línea imaginaria sobre ellos, nos dejaría más que descolocados. Casi la mitad exacta de los actuales EE.UU fueron abarcados, hollados, peleados y colonizados por peninsulares de una talla inusual enfrentando retos colosales. Recordemos, sin ir más lejos, la odisea de Cabeza de Vaca.

Nunca tantos debieron tanto a tan pocos, ha quedado en el imaginario público como una frase del ilustre y controvertido líder político inglés, Winston Churchill. Más, cualquier español de la época (siglo XVIII) y de hoy, podría suscribir perfectamente esta famosa frase en relación con el protagonismo de un puñado de hombres y los hechos acontecidos en un remoto lugar de lo que bastantes años después sería otro poderoso imperio.

En aquella época, y para variar, los ingleses andaban ramoneando por aquellas latitudes mientras jugaban al despiste, hasta que dieron con la horma de su zapato.

Para situarnos en un contexto, deberíamos remontarnos a la Guerra de los Siete Años (1756-1763), ganada por el Reino Unido a Francia y España. Tras esa guerra, la España de Carlos III y la Francia de Luis XV, y poco después, de Luis XVI, aguardaban con heridas aún sin cicatrizar, ojo avizor una oportunidad para devolver el golpe a Inglaterra.

La sublevación de las Trece Colonias hacia 1775 en lo que se ha dado en llamar la guerra de la independencia norteamericana; que veían cómo sus cargas impositivas, aumentaban y aumentaban sin cesar, colmaría su paciencia tras el nuevo impuesto del té que daría origen a un motín en Boston que cambiaría la historia, pariendo uno de los imperios más potentes conocidos hasta la fecha.

España ayudaría económicamente a los rebeldes norteamericanos desde sus primeros balbuceos. Esta práctica de "mover la cuna" mirando para otro lado, era algo normal entre naciones adversarias que deseaban erosionar a otras sutilmente, alejarlas o disuadirlas de pretensiones incompatibles con los propios intereses, entiéndase, del plato propio.

El 28 de febrero de 1781 salía de La Habana la expedición española con 36 buques de guerra y más de tres mil infantes de marina.

Pero España tenía un dilema; su enorme imperio empezaba a acusar los embates de la vejez y obsolescencia a la vez. La pregunta era: ¿debía de intervenir militarmente, o por el contrario mantenerse al margen? Comparativamente, la Francia de Luis XVI acuciada por las solicitudes de intervención de Benjamín Franklin e impelida por un rencor sanguíneo, vería una oportunidad de barrer del mapa a su archienemiga del otro lado del canal, y actuó en consecuencia.

Carlos III entendía que España se encontraba en una posición más delicada. Las tesis del Conde de Floridablanca, que abogaban por la neutralidad so pena de desencadenar un efecto dominó de reivindicaciones en las colonias españolas eran reflexiones más que sesudas puestas en valor a la luz de un razonamiento estratégico. Su contraparte, el Conde de Aranda, embajador de España en París, veía una oportunidad de oro si apoyaban a las Trece Colonias. También es cierto que el monarca francés era afamado por atacar copiosamente los paladares del cuerpo diplomático con los excelentes vinos de sus reputadas bodegas, lo cual actuaba de manera muy persuasiva cuando las inhibiciones quedaban algo desarboladas por el convencimiento de los caldos locales. El caso es que la cosa estaba indecisa y el tiempo apremiaba.

Finalmente se impusieron las tesis del Conde de Aranda y hacia 1779 España declararía la guerra a Gran Bretaña. Inglaterra se vería obligada a multiplicarse y tanto frente le acabaría dando la puntilla. Por un lado en aquella guerra que era más marítima que otra cosa –el océano Atlántico era un trasiego de naves con vituallas y logística para alimentar los frentes–, el Reino Unido aportaba al esfuerzo de guerra cerca de 120 navíos y 100 fragatas, por el otro lado, Francia con 60 navíos y 60 fragatas seguía siendo de temer, España, atada a una miríada de islas y enormes superficies continentales, “solo” aportaría 60 navíos y 30 fragatas.

No hay que olvidar que en el contexto de la Guerra anglo-española (1779-1783) coincidente con la de Independencia Norteamericana (1775-1783) y partiendo de la información proporcionada en una actuación brillante por los servicios de inteligencia españoles, una flota combinada hispano-francesa dirigida por el almirante Don Luis de Córdova, consiguió apresar sesenta naves inglesas que se dirigían en ayuda de sus destacamentos continentales un 9 de agosto del año 1780 causando el mayor desastre logístico jamás infligido por potencia alguna a este país hasta esa fecha y probablemente, en toda su historia naval, incluyendo las sufridas por el convoy PQ 17, perdido frente a fuerzas alemanas, durante la Segunda Guerra Mundial.

En aquel entonces, el 1.000.000 de libras esterlinas en lingotes y monedas de oro que pasaron a manos españolas, provocarían fuertes pérdidas en la Bolsa de Londres, poniéndola Gran Bretaña al borde de la quiebra técnica.

Pero poco antes y en el marco de esta atroz guerra, Bernardo de Gálvez, que en 1776 estaba destinado en la plaza de Lousiana decide librar contra el Inglés una batalla a muerte.

Cuando llegó el momento clave
Su objetivo era recuperar Pensacola, pero antes caerían las posesiones británicas de Baton Rouge –en la desembocadura del río Mississipi– y Mobile en Alabama (1779). El círculo se estrechaba así en torno al último reducto en manos de los “casacas rojas”, tal que era la capital de Florida. No obstante, el acceso al  estrecho con su escasa profundidad impedía acometer tamaña empresa.

El jefe de cartógrafos destacaría sobre esta operación lo inverosímil de su elaborada complejidad. El 28 de febrero de 1781 salía de La Habana la expedición española con 36 buques de guerra y más de tres mil infantes de marina. Por tierra otras tropas españolas a las que se añadiría más tarde un nutrido destacamento francés, esperaban el desembarco para sellar cualquier posibilidad de escape desde la plaza de Pensacola. La apertura de un frente en el flanco sur sería crucial para la victoria de los independentistas.

Una estrategia de avalancha sin concesiones trituró a los sorprendidos ingleses que se las prometían felices tras una larga y cómoda estancia

Pero para cuando llego el momento clave del asalto, las discrepancias con José Calvo al mando de la escuadra, comprensibles por otra parte, habida cuenta de la monumental tormenta tropical que se avecinaba, crearon momentos de tensión y fisuras de difícil encaje. Como bien argumentaba este marino, se negaba en rotundo a atravesar el estrecho, habida cuenta de que al factor anterior había que añadir el hecho de que había una batería situada en el fuerte de las Barrancas Coloradas que seguía activa y podía causar problemas serios a la flota. Ergo, en consecuencia se largó.

Finalmente el tema se resolvió con la marcha de Calvo que entendía haber cumplido con sus obligaciones al trasladar a la tropa desde Cuba, pero la inmensa mayoría de la flota se puso del lado de Gálvez. Había ganas de aplicarles un correctivo a los anglos.

Tras el ataque inicial que a título personal y con poco más de un centenar de hombres llevaría Gálvez de forma muy comprometida para él y su tropa, una fuerza terrestre española tomó posiciones para asediar Pensacola. Pero esos no serían los únicos refuerzos que recibiría Gálvez. En ese mes llegaría una nueva escuadra de navíos, comandados por José Solano y Bote que acudían a socorrer a Gálvez. Con esta flota eran cerca de 8.000 los hombres preparados para iniciar el asalto contra de los 3.000 ingleses. Además, en un golpe de fortuna, los asaltantes también se les unirían cuatro fragatas francesas con casi 800 soldados.

La tormenta imperfecta
Tras entrar en la bahía, todo dependía en adelante de las fuerzas terrestres comandadas por José de Ezpeleta. Este tenía órdenes de tomar los tres fuertes que defendían Pensacola, y así actuó en consecuencia. El de la «Media Luna», el del «Sombrero» y el del «Rey Jorge», cayeron como piezas de dominó. Una estrategia de avalancha sin concesiones, trituró a los sorprendidos ingleses que se las prometían felices  tras una larga y cómoda estancia. Ezpeleta y Galvez, les devolvieron a la realidad. Poca resistencia ofrecieron los rubicundos británicos, estaban muy apoltronados en su dolce far niente.

En menos de diez días Pensacola se rindió a los españoles.

La infantería de marina española (la más antigua del mundo), en el siglo XVIII, en el Siglo de la Luces, en aquel momento de la historia tan intenso y luchado por nuestra nación, escribió una página inolvidable digna de recordar.

Entre tropa, oficiales y civiles ingleses, más de seis mil prisioneros fueron capturados y aunque en los asaltos iniciales y los cuerpo a cuerpo inevitables hubo excesos de “calentamiento”, el trato dado a los británicos se puede calificar de impecable.

La importancia de la Batalla de Pensacola estriba en el apuntalamiento directo y decisivo en el proceso de independencia de EEUU. Fue una batalla clave que desvió ingentes recursos ingleses, que a la postre los dejaron exhaustos.

El modus operandi de Bernardo de Gálvez era muy simple: ante acontecimientos adversos, actitudes de altura

Nuestro pasado está repleto de hechos gloriosos de los que debemos sentirnos orgullosos como españoles y que deben ser rescatados del «baúl de los recuerdos» dado que constituyen un excelente ejemplo de valores eternos en tiempos duros como los que habitamos.

Aquellos hombres en un contexto lejano, con el único amparo de su convicción, cambiaron el curso de la historia endosándole una severa derrota al entonces hegemon .

El modus operandi de Bernardo de Gálvez era muy simple; ante acontecimientos adversos, actitudes de altura. Para sacar a nuestro país de este trance, podríamos aplicarnos esa regla: ¿A qué esperamos?

A Joaquin Rodrigo, el famoso compositor ciego, autor del celebrado Concierto de Aranjuez, le preguntaron en una ocasión que era peor que nacer ciego , y el respondió; nacer con vista pero sin visión.

No hay comentarios: