viernes, 18 de abril de 2014

LA AMENAZA DE LA EXTREMA IZQUIERDA Y LA COMPLICIDAD DE LOS SOCIALISTAS

La estrategia del caos
IGNACIO CAMACHO en ABC

ESPAÑA no tiene un problema de extrema derecha. La xenofobia no acaba de cuajar por fortuna en una sociedad acostumbrada al fenómeno migratorio y los neonazis, muy escasos, carecen de capacidad operativa. El conservadurismo radical se agrupa en plataformas democráticas o se conforma con foros de internet y algunos predicadores exaltados de medios minoritarios que no alcanzan a organizar nada parecido a un Tea Party con capacidad significativa de influencia. Los fantasmas del ultraderechismo sólo los agita un sedicente sector progresista para tratar de etiquetar con ellos al PP. Fanáticos hay, claro, en un país tan dado a la bipolaridad ideológica, pero su peligrosidad real no va más allá de cierto ruido sectario.

En cambió sí ha surgido en los últimos tiempos un extremismo violento de izquierdas. Al pairo de la crisis y el descontento ciudadano han florecido grupos radicales que defienden, e incluso teorizan, un agresivo activismo callejero de carácter antisistema. Algunos apóstoles del anticapitalismo preconizan la estrategia de la tensión y justifican la violencia revolucionaria. Los grupos de acción directa, brotados como belicosos spins off del movimiento del 15-M, toman la iniciativa en huelgas y manifestaciones buscando el enfrentamiento campal con la Policía para sembrar el caos con tácticas de guerrilla urbana, que en euskera se dice «kale borroka». Se trata de crear un clima de desorden público, acaparar telediarios con inquietantes imágenes de disturbios y provocar el chispazo que encienda un conflicto susceptible de desestabilizar al Estado.

Esta deriva incendiaria, que ha cobrado fuerza a partir de éxitos como el del barrio burgalés de Gamonal, cuenta con el soporte intelectual de ciertos gurús y profetas del «estallido social» que no aceptan la responsabilidad con que la mayoría de la sociedad española está encajando, pese a su decepción con la política, el durísimo tránsito de la crisis. Pero también se beneficia de la pasividad moral de una izquierda institucional temerosa de condenar el vandalismo de choque por razones de tacticismo electoral inmediato y tal vez porque sabe que en el fondo desgasta e intimida a su adversario político. La complicidad puede entenderse en fuerzas radicales que defienden modelos bolivarianos o castristas y muestran clara simpatía por la contestación contra el sistema. Sin embargo en la socialdemocracia y el sindicalismo convencional constituye un error estratégico porque la crecida extremista tiende a ocupar su espacio y aspira a sustituirlo. No es sólo una protesta contra el Gobierno sino una vanguardia de asalto a las bases de la representación democrática.

La primavera va a ser caliente en las calles y algunos líderes de luces cortas creen que pueden obtener beneficio de la alta temperatura ambiental. No recuerdan que ya sufrieron la experiencia en el País Vasco y que la lógica de la violencia es una espiral autoritaria que no reconoce otro límite que el de su propia capacidad de impacto.


Grupos antisistema aglutinan a jóvenes vinculados en el pasado a bandas terroristas
JAVIER PAGOLA / PABLO MUÑOZ en ABC Día 30/03/2014

No se ha detectado por ahora una estructura estable que organice las distintas redes radicales, pero sí contactos para coordinar sus acciones. Grupos antisistema aglutinan a jóvenes vinculados en el pasado a bandas terroristas

Decenas de jóvenes que nutrían las juventudes de organizaciones terroristas como ETA, Grapo o Resistencia Galega se han desplazado ahora hacia los grupos de extrema izquierda que mueven los hilos de graves disturbos como los registrados en Madrid y en otras ciudades de España, con el pretexto de la «indignación» ciudadana. Carecen de un liderazgo claro, pero les unen su «odio visceral» a todo lo que simbolice España y su obsesión por derrocar el sistema democrático, según los informes que maneja la Policía. La prioridad de los investigadores se centra ahora en recabar datos para confirmar que actúan de forma coordinada –la clave para poder acusarles de pertenencia a grupo criminal– y comprobar si eventualmente tienen algún tipo de estructura, no jerárquica, pero sí estable.

Las fuentes consultadas por ABC están convencidas de que los grupos que protagonizan las
algaradas actúan conforme a una estrategia previamente diseñada y concertada entre ellos; es decir, estaríamos ante una red de organizaciones antisistema formalmente autónomas pero que llegan a acuerdos para lograr sus objetivos. Cada una de ellas cuenta con uno o varios líderes, los más radicales y con mayor capacidad de manipulación sobre el resto.

Los expertos en terrorismo callejero han elaborado un perfil de estos profesionales de la agitación: son jóvenes de entre 18 y 30 años, en su mayoría varones. Los hay, en número nada despreciable, menores de edad. No tienen muy bien definida su ideología, pero se vinculan a la extrema izquierda, al independentismo o al anarquismo. El nexo común entre todos ellos es su elevado grado de radicalización, que les lleva a arremeter contra las instituciones democráticas y los símbolos del capitalismo. Como ejemplo de ello, Ernai –organización juvenil de Sortu– declinó participar físicamente en la «marcha de la dignidad» que partió del norte, al considerar que algunos de los grupos que estaban detrás habían dejado en un segundo plano la demanda independentista, en favor del frente obrerista. Sin embargo, mostró su apoyo porque coincidía en el objetivo: derrocar el poder democráticamente constituido por medio de la subversión y asumir que el uso de la violencia está justificado.

En cambio, sí hubo presencia activa del núcleo más duro de la «izquierda abertzale», alineado con posiciones marxistas-leninistas. Este núcleo duro, que se ha quedado «huérfano» de liderazgo tras la decisión de ETA de dejar definitivamente la actividad terrorista, es el impulsor de los brotes de «kale borroka» que han continuado en los últimos meses en el País Vasco. Encuentra en disturbios como los registrados el 22 de marzo en Madrid un campo de batalla idóneo para su estrategia de «trinchera».

En definitiva, según estos informes, los integrantes de las organizaciones juveniles que gravitaban en torno a ETA, Grapo e incluso Resistencia Galega carecen ahora de un liderazgo claro, tras la derrota de sus «comandos» por la Policía. Los Grapo están desmantelados, aunque se mantiene la vigilancia; ETA sigue en fase terminal, y Resistencia Galega, que nunca ha tenido excesiva capacidad operativa, ha recibido importantes golpes policiales en los últimos tiempos.

Además, el brazo armado del PCE (r) y los terroristas gallegos han compartido tradicionalmente cantera en determinados lugares de Galicia, como Vigo. Por ello la «marcha juvenil» procedente de allí ha sido la «más combativa». Preocupa especialmente que con motivo del 22-M fuera desplegada en la plaza de Cibeles una gran pancarta en la que se llamaba a los Grapo a reanudar la «lucha armada».

Así pues, la presión policial sobre estas organizaciones criminales ha hecho que muchos de sus integrantes se hayan desplazado hacia los grupúsculos de extrema izquierda, antisistema y anarcoterroristas, que aislados son prácticamente marginales, pero que coordinados en una estrategia común de desestabilización constituyen una amenaza. Y se han desplazado con los manuales de «guerrilla urbana» en sus mochilas. Son nostálgicos de la «borroka» y mantienen su objetivo prioritario: atacar a las Fuerzas de Seguridad y demás instituciones.

A ellos se suman jóvenes cuyo proceso de radicalización se caracteriza porque carecen de un grupo de socialización de referencia, y encuentran en la «ideología» antisistema una vía para terminar con el ordenamiento democrático, al que culpan de la situación actual –paro, recortes en políticas sociales...–. Según estos informes policiales, una vez señalados los «culpables», los jóvenes no dudan en utilizar la violencia. Encuentran apoyo en personas de cierta proyección social, política o cultural que justifican la violencia como único instrumento que les queda a los «indignados».

Cuando la convocatoria es pacífica, no tienen reparos en infiltrarse en la manifestación, desobedecer las instrucciones de los organizadores y, camuflados entre la multitud, causar incidentes. Para ello, celebran previamente asambleas a las que acuden los elementos «más comprometidos». Es ahí donde calan profundamente en los más exaltados mensajes tales como «a la caza del policía», reforzando así la ideología radical que ya tienen interiorizada estos profesionales del «cóctel molotov».

Se sienten muy cómodos cuando la concentración es numerosa, porque utilizan a la multitud como «escudo humano» para evitar su localización, identificación y arresto. Saben que en esos casos la Policía no interviene y, si no tiene más remedio, lo hará con muchas limitaciones. Los disturbios suelen registrarse cuando ya ha concluido la manifestación, aunque una de las novedades del 22-M fue que comenzaron a atacar cuando aún no había acabado esta. Se sitúan en la cola de la misma para utilizar como parapeto el gentío que tienen por delante. Así, disponen de tiempo suficiente para cometer sus desmanes y replegarse. Los profesionales de la agitación se colocan junto a personas que conocen para evitar la posible vigilancia de agentes de Policía camuflados y es en el seno de este pequeño grupo donde organizan sus desmanes.

Acuden a las marchas con pasamontañas o pañuelos y con material susceptible de ser utilizado como artillería o para provocar incendios. Sin embargo, últimamente lo dejan en algún local de confianza cercano al lugar de los incidentes o se aprovisionan de adoquines que arrancan de las aceras.

El creciente uso de las redes sociales por parte de los agitadores hace muy difícil la prevención de los disturbios. Entre otros motivos, porque los perfiles cambian continuamente.


Algunas violencias se condenan en minúscula
Luis Ventoso en ABC

Partidos y grupúsculos de extrema derecha de toda España han convocado una gran marcha sobre Madrid en contra de los recortes, el paro, la UE y la entrada de inmigrantes. Autobuses de los cuatro puntos cardinales, atestados de manifestantes, acuden a la capital. A bordo viajan radicales de todos los pelajes: neonazis, neofascistas, falangistas nostálgicos, hooligans de los fondos de los estadios… La manifestación resulta multitudinaria. Aunque ha sido convocada por formaciones extremistas, se han sumado miles ciudadanos de a pie, poco politizados, pero descontentos tras la interminable crisis y pasto fácil de la demagogia populista. Los manifestantes desbordan Colón. Un actor famosete, de conocida militancia ultra, arenga a las masas. Entre los marchantes se vislumbra a más artistas. Concluye la protesta y cae la noche. Tras desperdigarse la multitud, varios centenares de neonazis inician una batalla campal. Los encapuchados destrozan con saña nihilista los escaparates y arrancan enormes adoquines de las aceras, que arrojan a los policías tratando de herirlos. En el fragor de la refriega, los ultras acorralan a un grupo de antidisturbios. Los agentes, indefensos en el suelo, son machacados con una violencia más propia de «La naranja mecánica» que del Madrid democrático del siglo XXI. El balance es tercermundista: policías heridos, cincuenta detenidos, fotógrafos apedreados, negocios destrozados.

¿Qué habría pasado si todo lo anterior hubiese ocurrido realmente: huestes de derechas arrasando Madrid? Rubalcaba condenaría solemne «la violencia salvaje de la extrema derecha». Entre grandes aspavientos, Soraya Rodríguez, Centella, Cayo Lara y Tardá instarían a promover con urgencia leyes «contra el auge de la ultraderecha». Valenciano desplegaría su mímica más apasionada. Madina suspiraría melancólico: «La derecha está volviendo este país irrespirable». Las televisiones cuatro, cinco y seis organizarían tertulias de sol a sol sobre el auge del fascismo. Willy Toledo se encadenaría a Cibeles, con Ana y Víctor tocando la bandurria en señal de apoyo. Bosé y Almodóvar escribirían un manifiesto antifascista, que rubricaría toda la inteligencia, de Almudena Grandes a Wyoming, pasando por todos los Bardem, matriarca y nuera incluidas. Las redes sociales arderían. Los ministros, del primero al último, condenarían a los radicales. La Justicia actuaría rauda e inflexible.

Es obligado e imprescindible condenar y perseguir toda violencia de extrema derecha. Pero hoy en España el problema capital no radica ahí, sino en el vandalismo callejero de ultraizquierda. ¿Por qué a la izquierda política y mediática le cuesta tanto renegar de los delincuentes del pasado sábado? Pues porque nuestra democracia todavía es inmadura. Nazismo y fascismo, como no podía ser de otra manera, nos parecen hoy ideologías inadmisibles, pero no así el otro gran totalitarismo criminal del siglo XX, el comunismo. Es inaudito que partidos que forman parte del juego democrático defiendan a estas alturas el sustrato ideológico de Stalin, Pol Pot, los hermanos Castro o el prestigioso estadista Nicolás Maduro. Y es desolador que unas violencias se condenen en mayúscula, y otras, en minúscula.


Totalitarios en el campus
Edurne Uriarte en ABC

Las universidades madrileñas me recuerdan cada vez más los viejos malos tiempos de la Universidad del País Vasco, cuando los proetarras campaban a sus anchas, insultando, amenazando y agrediendo. Lo peor, como siempre, ha ocurrido en la Complutense.

Pero los totalitarios también han actuado en mi universidad, en la Rey Juan Carlos. Entre otros incidentes, una veintena de ellos nos han esperado hoy a mi y a mis alumnos de Sistema Político II a la puerta de nuestra clase, con insultos y amenazas (“Terroristas”, “Fascistas” y “Pim, pam, pum”, han sido algunos de los gritos más repetidos por los energúmenos) Pero, además, los extremistas han destruido la cerradura de esa clase y de todas las adyacentes y nos han impedido la entrada. Por lo que hemos tenido que desplazarnos a otro edificio para localizar otra aula.

No sólo nos han seguido sino que han mantenido los insultos y amenazas en la puerta de la nueva clase. Y hemos podido realizar la clase en su totalidad gracias a la ayuda de los vigilantes de la universidad que nos han protegido hasta el final.

¿Hasta cuándo vamos a consentir estas agresiones en la universidad?

Es necesaria una respuesta política contundente, sobre todo de esa izquierda que aún no ha denunciado a la izquierda radical ni parece muy dispuesta a hacerlo. Es necesaria también la firmeza policial que impida las acciones de los totalitarios y garantice la libertad de los estudiantes y profesores. Pero tan imprescindible como todo lo anterior es una actitud de resistencia democrática por parte de la inmensa mayoría de estudiantes que quiere acudir a la universidad en libertad.

Como la mostrada esta mañana por mis alumnos que han resistido el acoso de los radicales y no han cedido a sus amenazas.






CONTRA EL CONSENSO

Siempre he pensado de este modo, pero creo es preferible leer las palabras de un periodista con mejor capacidad y claridad para exponer esta idea.


Se ha aceptado como un dogma que el consenso es la mejor forma de solucionar los problemas, seguramente como consecuencia de la inclinación que existe en las sociedades avanzadas a orillar los conflictos, a esquivar el enfrentamiento. Esa predisposición, fruto del pensamiento relativista posmoderno, robustece a quienes no creen en el pluralismo. A la postre, son los intransigentes, los sectarios, los fanáticos, quienes utilizan la tolerancia general para allanar el camino a sus propósitos particulares. Si ya de entrada estoy dispuesto a aceptar que mi interlocutor tiene parte de razón y que podremos llegar a un entendimiento, la solución siempre se escorará hacia el otro, por estrafalario que sea su punto de partida.

En Ucrania, Putin está explotando ese boquete por el que se desangra la sociedad occidental. No es casualidad que ayer, en Línea Directa, su programa televisivo que se emite desde los Urales al Pacífico, la palabra que más repitió fuera «diálogo», al tiempo que acusaba a las autoridades de Kiev de anteponer el uso de la fuerza a la palabra. Habría estado bien que el presidente hubiera exhibido ese talante hace cuatro días, antes de invadir y anexionarse Crimea. También eché en falta esa bonhomía con Litvinenko, el opositor envenenado con polonio. Putin se negó a entregar a las autoridades británicas al presunto asesino. O con ocasión del crimen de la periodista Anna Politovskaya, saldado sin culpables. Y más recientemente, cuando firmó de su puño y letra nuevas leyes para perseguir a los homosexuales, a los que ya se priva hasta del derecho a organizar actos públicos.

Desde que empezó la crisis de Ucrania, todas las cadenas rusas, sin excepción, controladas por el Kremlin, aventan el temor a una agresión occidental y a que la población rusófona sea machacada, aun cuando ha sido ésta la que, armada hasta los dientes, ha tomado edificios oficiales, aeropuertos y carreteras. La manipulación ha dado resultado: la mayoría de la opinión pública está con su presidente, el pacificador.

Es en ocasiones así cuando se ve el error de haber sacralizado la idea del consenso o la patraña del hablando se entiende la gente. Ni la virtud está en el término medio ni el consenso es un valor en sí mismo. Hay bienes que no están en almoneda, bienes que deben protegerse siempre. En Ucrania como en España.

sábado, 29 de marzo de 2014

LA AUSENCIA DE UN PROYECTO PARA ESPAÑA, UNO DE NUESTROS GRAVES MALES

Han coincidido dos columnas de opinión en la prensa, ABC y El Confidencial, en las que señalan de forma clara uno de los males actuales de este país, la falta de un proyecto nacional, que conlleva como consecuencia la falta de cohesión y el deseo independentista creciente, que el gobierno español es incapaz de combatir.

Dice Zarzalejos en El Confidencial ¿Cuáles son las razones de la situación española? España carece –a diferencia de cuando en la transición Suárez condujo al país a un sistema democrático– de un “proyecto histórico” y presenta un “fallo multiorgánico”, expresiones ambas de Andrés Ortega en su reciente ensayo "Recomponer la democracia". Es verdad, como sostiene Ortega, que hemos entrado en una peligrosa fase que él dibuja así: “La democracia en España no sólo ha dejado de avanzar, sino que ha iniciado un deterioro que es preciso detener y rectificar. El peligro no reside en caer en una dictadura –aunque nada está excluido–, sino en avanzar  hacia una no-democracia, o en el mejor de los casos, hacia una democracia de baja calidad institucional en medio de la indiferencia ciudadana”. A esa situación se denomina (Colin Crouch en 2005) “posdemocracia”. Con clases medias desvencijadas y las obreras depauperadas, nuestro país necesita una ilusión (un proyecto) y una regeneración.

Afirmar nuestras carencias, sin embargo, no vale de nada. Pero explica que la fuerza segregacionista de Cataluña se entienda en clave de debilidad española y que debido a ella –y a la impasibilidad en el ejercicio de la política de las clases dirigentes que, como escribe Andrés Ortega en su ensayo, son sólo “clases dominantes”– ser español y participar de esa identidad haya dejado de ser atractivo. El enrolamiento de gentes con emotividades independentistas sobrevenidas al proceso secesionista en Cataluña, y no a partidos, sino a artefactos populistas y excluyentes como la ANC, tiene que ver también con la incapacidad de contrarrestar el discurso de la ilusión –aunque sea con contenidos ilusorios– con otro sólido y convincente de carácter español, común, plural y unitario.

La renuncia al discurso político –en lo que este Gobierno insiste con una persistencia arriesgadísima– sustituyéndolo por otro economicista y tecnocrático está creando las condiciones idóneas para que en Cataluña –y no de la mano de Mas y los partidos– la Asamblea Nacional Catalana se convierta en el mascarón de proa de un populismo segregacionista, mientras España se debilita en la posdemocracia. En este contexto, recordar la transición, a Adolfo Suárez y apelar a la audacia que requiere solventar situaciones como la actual, parece, además de oportuno, imprescindible.


Por su parte, en ABC, Fernando García de Cortázar afronta este mismo problema.

Para comprender lo que está ocurriendo en España habrá que empezar por asumir que algo grave le está pasando a este país. Que nada tiene de normal ese empeño de una gran nación como la nuestra en despojarse de su sentido histórico, de su voluntad de permanencia y de los valores sobre los que se ha ido constituyendo. No hablamos de simple indiferencia ni de mero error de diagnóstico, sino de una actitud de reprobable despreocupación ante lo fundamental. Un talante que se compensa con alarmadas y alarmantes invocaciones a aquellos problemas contables que son señalados como los únicos que nos conciernen. No porque puedan resolverse sin salir de la política entendida como mera administración, sino porque se cree que esa modestia de oficina, de renuncia a la ambición de un gobierno nacional, es la única forma de abordar los asuntos que definen nuestra existencia social.

Incluso cuando se alude a alguna de las cuestiones diarias de nuestra agenda ciudadana, como la procaz exhibición del secesionismo catalán, nuestros dirigentes se acogen a un temario de urgencia institucional de manifiesta escasez. El desafío separatista es mucho más un síntoma que el origen de nuestros problemas. Los sediciosos actúan al amparo de una realidad que explica tanto la aparición reciente de un masivo separatismo como la capacidad de fascinación y la impunidad de su discurso. No es el exceso de Estado que siempre denuncian los desvaríos secesionistas, sino la ausencia de España, como idea y como proyecto nacional, la que nunca ha dejado de aprovechar el separatismo.

Como ya he tenido y tendré, desgraciadamente, ocasión de referirme a un independentismo que radicaliza su estrategia, sin más respuesta que unas amonestaciones de maestro enfurruñado que se quieren hacer pasar por pedagogía constitucional, solo expongo ahora, a modo de ejemplo, lo que es un indicio elocuente de nuestra pérdida de orientación. Una muestra de la carencia de aquel análisis con el que intelectuales y políticos atinaron a medir la estatura de los problemas de España en otros momentos conflictivos. Y no es que añore ni el pesimismo esteticista con que la Generación del 98 tomó el pulso a los males de la patria ni la ingenuidad con que ciertos regeneracionistas de fines del XIX analizaron las enfermizas carencias de nuestro pueblo.

De lo que se trata es de recobrar la tensión de un proyecto político y el fervor por la recuperación moral de España que, en los momentos mejores de nuestra esperanza colectiva, supieron imprimir a nuestros desafíos el alto vuelo de una resuelta voluntad nacional. Ahí quedaron las palabras de Ortega, al señalar en su discurso de Bilbao de 1910 que «el patriotismo es pura acción sin descanso, duro y penoso afán por realizar la idea de mejora que nos propongan los maestros de la conciencia nacional. La patria es una tarea a cumplir, un problema a resolver, un deber». Y las de Manuel Azaña, cuando advertía que los españoles que se levantaron contra José Bonaparte «sabían de sobra que la libertad de la nación era más valiosa que su bienestar».

Si el filósofo exigía que la patria fuera rigurosa empresa y no pasiva contemplación, el político nos recordaba que no hay mejora económica posible, ni derechos sociales ni servicio público sin la afirmación previa de una conciencia nacional. Esas palabras tenían la serena solemnidad que demandan los tiempos decisivos, la calidez de tono con que se afronta el frío de las encrucijadas. Y se reiteraron medio siglo más tarde, cuando salíamos de un largo desencuentro para afirmar de nuevo la realidad histórica de una España capaz de integrarnos a todos. La Transición fue una prueba que exigió de nosotros un patriotismo tenaz, una lealtad sin dobleces, una generosa disposición a sentirnos miembros de una comunidad segura de sí misma. En 1976, un hombre bueno, enseguida primer presidente del Gobierno de la democracia conquistada, se dirigió a quienes habían de superar las dos Españas con las palabras de otro hombre bueno, el poeta que las había denunciado: «Hombres de España: ni el pasado ha muerto/ni está el mañana –ni el ayer– escrito».

¿Escuchamos ahora voces de este calibre, cuya emoción nunca se perdió en la retórica del populismo o en la gesticulación limosnera de la demagogia? ¿Oímos aquel sobrio redoble de conciencia nacional, capaz de convocarnos en horas de riesgo, de esperanza y de acción? No; nada hay de ese lenguaje en los discursos de la crisis. Hemos rodado por una pendiente de desidia intelectual, de complaciente ignorancia, de feroz relativismo, de altanera deslealtad a nuestros principios. Se ha preferido el entretenimiento a la cultura, el placer al esfuerzo, la intensidad de momentos fugitivos a la tenacidad de una obra duradera. Y hemos acabado borrando el perfil de los valores en los que una nación necesita reconocerse ante el espejo de la civilización.

La derecha española habrá de construir su proyecto político mostrando su mejor solvencia para afrontar la crisis económica. Pero habrá de rescatar su identidad dando forma a una idea de España que recupere el aliento perdido porque los principios que han inspirado nuestra cultura se han dilapidado en tiempos de opulencia y nos han dejado indefensos en los de pobreza. Las ideas que se ha considerado inútil defender, los baluartes morales entregados sin lucha, deben volver a identificar a quienes, frente a sus impugnadores, se plantean no solo la salida de la crisis económica, sino también el principio de la regeneración nacional.

La libertad, el patriotismo, la defensa de la familia, la educación al servicio de la igualdad de oportunidades, la propiedad y el trabajo como responsabilidades sociales destinadas al bien común, el auxilio a los humildes y la lucha contra la marginación, la tolerancia frente a quien discrepa, la exigencia del respeto a la dignidad de cada persona, el valor irrenunciable del cristianismo en la formación de nuestra cultura. He aquí el espíritu de una civilización, los elementos sobre los que se levanta una personalidad colectiva. Antes que ejercicio de una voluntad, la soberanía nacional es una toma de conciencia, la fidelidad a unos principios.

En 1914, al presentar su nueva política contra la desmoralización y el cinismo, Ortega salió al paso de una nación que «no ejerce más función vital que la de soñar que vive». España no resolverá ni siquiera sus problemas financieros sin aceptar que los empellones de la devaluación moral y la desnacionalización han acompañado su entrada en el nuevo siglo. Dado que la izquierda suspendió clamorosamente este examen, y no parece dispuesta a adecentar su preparación, solo a la derecha corresponde devolver a España aquellos valores que permitan impulsar un gran acuerdo entre partidos nacionales, dotados de ideologías distintas pero unidos en una misma convicción patriótica. A esa derecha corresponde la tremenda exigencia de que la palabra España vuelva a pronunciarse con su sentido pleno. Porque hasta hace unos años, hasta el momento en que esta nación empezó a írsenos de las manos, huyó del ánimo y abandonó nuestra esperanza, nos faltó esa palabra. En el principio fue la nada. En el principio fue el silencio.



viernes, 14 de febrero de 2014

CRISTOBAL DE MONDRAGÓN, UN VASCO GUERRERO POR ESPAÑA

Aquel hombre de origen vasco, pero nacido en Medina del Campo en 1514, se gastó media vida, y más que media, una vida entera, setenta años luchando por España, despachando calvinistas y protestantes en los Países Bajos, donde su bravura y su bonhomía (se guardaba la sangre solo para el campo de batalla), su valor y su genio militar le valieran un gentil sobrenombre, El Coronel. 

Y lo fue, y antes soldado, alférez, capitán, maestre de campo, gobernador de villas conquistadas y reconquistadas. Experto en el vadeo de ríos y mares, fue también un militar que siempre supo de la importancia del espionaje y de los servicios secretos como una baza decisiva para obtener la victoria. Se llamaba Cristóbal de Mondragón y fue otro de los grandes héroes de nuestros Tercios.

En 1532, siendo un mozalbete de 18 años se alista en el ejército, bajo el reinado del emperador Carlos V y luego, con los años, demostraría su coraje en los campos de batalla de Italia, Túnez, Provenza, Alemania y Flandes.

Primeras heroicidades
Sus ejemplos de bravura empezaron pronto. Por ejemplo, en la batalla de Mühlberg, hoy en Brandeburgo, contra los luteranos de la Liga de Esmascalda. Allí andaban los germanos dándonos guerra por todas partes, y en estando acampados a orillas del Elba habían cortado todos los puentes lo que suponía un impedimento enorme para las tropas del Emperador.

Pero en estas que el tal Mondragón se echó la espada a la boca y con el agua al cuello y bajo un intenso fuego de moquete, acompañado de otros nueve de los nuestros consiguió recuperar varios pontones y así facilitar un paso para el ejército imperial, dirigido en persona por Carlos V y el Duque de Alba. Echado pie a tierra, y en vista del éxito, el Emperador nombró alférez ipso facto al bueno de Mondragón. Más adelante, nuestro volvería a demostrar que era un experto en operaciones anfibias, realizadas con el agua hasta la barba y los arcabuces sobre la cabeza.

Siempre luchando
Pero Cristóbal de Mondragón no iba a parar. En abril de 1559 fue nombrado gobernador de Damvillers en el Ducado de Luxemburgo y coronel de valones de los Tercios de España. Pronto empezaron los altercados de los protestantes en Flandes, liderados por Guillermo de Orange, y Mondragón tuvo que defender las villas de Lieja y Deventer, atacadas por los mendigos del mar, nombre con el que se conocía a los piratas holandeses. Empezada la Guerra de los Ochenta Años, en 1570, el Duque de Alba le encarga a Cristóbal de Mondragón la defensa de Amberes, Middelburg y Goes, en la provincia de Zelanda, donde una vez más Mondragón iba a tirar de coraje, sobredosis de agallas e imaginación para derrotar al enemigo.

Goes había sido sitiada por los calvinistas que habían cerrado las dos bocas del río Escalda. Mondragón y su jefe, Sancho Dávila, decidieron vadear el río en la bajamar a pesar de las fortísimas corrientes. Cristóbal de Mondragón, acompañado en la empresa por otros tres mil valientes, vadeó los quince kilómetros de mar con el agua remojándoles las barbas. Los siete mil holandeses que mantenían el sitio cayeron en brazos del espanto cuando vieron salir de las aguas a los nuestros con unas pintas salvajes y unas caras de matar que inspiraban terror. Cuentan las crónicas que los siete mil holandeses prefirieron poner pies en polvorosa. Era el 20 de octubre de 1572.

Nuestro coronel, sin embargo, no se da respiro. Nueve meses después recupera la cabeza del canal de la isla de Tholen, en 1575 contiene un levantamiento en Amberes y es nombrado Gobernador de Gante. Ese mismo año, recupera, tras otro espectacular vadeo, la isla de Schouwen. En 1576, tras nueve meses de sitio, rendía la ciudad de Zierikzee.

En 1578 tomaba Limburgo y el castillo de Dalhem. En junio, Maastricht fue tomada por las tropas de Alejandro Farnesio después de cuatro meses de asedio en los que tuvo una importante participación el coronel Mondragón.

En 1582 era nombrado maestre de campo del Tercio Viejo, que con el tiempo llevaría su nombre, Tercio de Mondragón. Los años siguientes, a pesar de su avanzada edad continúa guerreando con tanto coraje como éxito en tierras de Flandes. Casi octogenario, es nombrado capitán general y maestre de campo general del ejército de Flandes y siguen sus victorias como la conseguida ante las tropas de Mauricio de Nassau a orillas del río Lippe.

Por fin, en diciembre de 1595 Cristóbal de Mondragón se retiró al Castillo de Amberes, donde moría el 4 de enero de 1596, después de sesenta y cuatro años de heroico servicio en los Tercios.

Valor sin premio
A pesar del gran aprecio que le tenían sus esforzados camaradas de los Tercios, a pesar de la gran admiración que suscitó entre sus mandos, como Luis de Requesens, Alejandro Farnesio, el Duque de Alba y Juan de Austria, y el denuedo con el que luchó para sus reyes Carlos V y Felipe II, jamás consiguió que se le otorgara título de nobleza, ni consiguió tampoco (la envidia española, siempre presente) el hábito de ninguna orden militar (hasta se le inventaron antepasados judíos).

Pero en buena medida se le recuerda como uno de nuestros más bravos militares, de nuestros más peculiares héroes, en aquel tiempo en el que en España no se ponía el sol. P




ALONSO DE CONTRERAS, MILITAR E HISTORIADOR DE LOS TERCIOS

No solo se dejó el pellejo allende el Océano, sino que su espada luchó también con brío en el Mare Nostrum (entonces en buena parte en manos del Turco y de los berberiscos) y se fajó con coraje y con extremada gallardía en los terruños de Flandes.

Pero además, este peculiarísimo héroe contribuyó con otra peculiar empresa a la causa de la Monarquía, de España y de los Tercios, pues a él se debe una de las pocas autobiografías de soldados que formaron parte de aquella formidable milicia creada por los Austrias.

¿Nuestro hombre? Alonso de Guillén, más conocido en las industrias de las armas y las letras como Alonso de Contreras, a la sazón, militar, marino y corsario, y escritor.

El nombre de su libro es tan largo como largo es su ingenio: «Vida, nacimiento, padres y crianza del capitán Alonso de Contreras, natural de Madrid Caballero del Orden de San Juan, Comendador de una de sus encomiendas en Castilla», escrita por él mismo, y por subtítulo, «Discurso de mi vida desde que salí a servir al rey, de edad de catorce años, que fue el año de 1597, hasta el fin del año de 1630, por primero de octubre, que comencé esta relación».

El manuscrito original se encuentra hoy en día en la Biblioteca Nacional de España, y fue publicado por primera vez en 1900. Se cuenta que lo escribió por consejo de su buen amigo Lope de Vega.

Alonso nació en la villa de Madrid el 6 de enero de 1582 y llegó al ejército siendo un adolescente con apenas catorce huyendo de una fechoría: había escabellado a un compañero de colegio. Se ve que desde crío no le tembló el pulso. Y así sería su vida que a grandes rasgos ahora reseñamos.

Adolescente en los Tercios
Así que con poco más de catorce primaveras, en septiembre de 1597, ya estaba en Flandescon las tropas del Príncipe Cardenal, Alberto de Austria. No duró mucho en su primer destino, pues enemistado con sus superiores, acabó en Palermo, enrolado en la pequeña armada de Pedro de Toledo, que en aquellas aguas se dedicaba a hostigar a cuanto bajel musulmán se le pusiera a tiro.

Alonso fue algo más que un grumete intrépido, ya que en 1601 se le encargaba ya el mando de una fragata con la que merodeó por las islas griegas buscando otomanos a los que mandar a mejor vida. No le eran extraños en aquella época los líos de faldas que alternaba con sus querencias guerreras. En 1603, ya era alférez de infantería.

Tres años después se casaba con una viuda española. Y su genio volvió a llevarle por el mal camino, pues cuentan las crónicas que la mató cuando descubrió que le era infiel.

Vuelto a Madrid intenta hacer una buena carrera en la Corte. Pero no lo consigue y se retira
a una ermita en Moncayo, donde vivía como un ermitaño hasta que fue reclamado por la justicia como supuesto cabecilla de una rebelión morisca.

Fue considerado inocente, pero en Madrid tenía demasiados enemigos y marchó de nuevo para Flandes donde residió poco tiempo antes de volver al mar, de nuevo al Mediterráneo, con una recomendación de altura bajo el brazo para presentarse ante el Maestre de la Orden de Malta. Por el camino, fue confundido con un espía y acabó en la cárcel. Libre por fin, volvió a hacerse cargo de un barco, mientras seguía con sus pendencias y sus duelos.

Contras los piratas ingleses
Ya estaba en Flandes, ya estaba en América donde se las vio nada más y nada menos que contra el corsario Walter Raleigh, en aguas de Puerto Rico. En 1616, estaba de vuelta en el Mediterráneo dándoles lo suyo a los turcos que pusieron precio a su cabeza. Tiempo después, era nombrado gobernador de una ciudad Italia, L’Aquila, situada al noreste de Roma, donde se le encomendó poner orden, lo que hizo con su eficiencia habitual.

Entre unas y otras, y sin dejar nunca de dar la cara por Dios, por el Rey y por España, en 1630 se retiraba del ejercicio de la guerra. Moría en 1641, pero antes nos dejaba escrita esa autobiografía que nos acerca a la vida de los soldados y marinos españoles de aquella época en la que en España nunca se ponía el sol.

LA LIBERTAD SE LLAMA DIGNIDAD

La libertad se llama dignidad

ABC | Fernando García de Cortázar 14.02.2014

En el principio fue el miedo. En el principio fue el temor a que las propias convicciones no dispusieran de la popularidad que señalan los sondeos. En el principio fue el pánico a ir contra la corriente, el horror al deterioro de la propia imagen, el espanto de quien se queda a solas con sus ideas

Porque el liderazgo político de nuestros días no se basa en la ejemplaridad de la conducta, sino en la adaptación a las circunstancias. Lo más desdichado de este tiempo no es solo que nuestra sociedad haya perdido aquellos valores esenciales que explican el sistema nervioso de una cultura y el andamiaje ético de una civilización. Es más lamentable, en fin, haber bajado a un nivel en que el espesor del compromiso con la verdad se considere menos apreciable que la delgadez del relativismo. Es desolador que, tras haber destruido uno a uno los edificios en los que se inspiraba nuestra arquitectura cultural, haya quien quiera convertir lo que no es más que intemperie ética en el refugio ilusorio de una irresponsable libertad.

Los historiadores hemos percibido siempre la crisis de una civilización en la pérdida de una conciencia, en la erosión de una serie de certezas fundacionales en las que cobra significado el sentirse parte de una inmensa tradición y de un gran proyecto de vida en común. La ausencia de esa perspectiva, mucho más que las penalidades materiales, es lo que ha conducido a la destrucción de sociedades que dejaron de creer en ellas mismas porque empezaron por perder su fe en los principios sobre los que se habían constituido. La quiebra de los valores en los que se funda una comunidad afecta a la imprescindible integridad de una cultura, a la validez de una manera de entender el mundo, a la firmeza de un modo de ordenar una existencia colectiva.

Si una nación es la causa que defiende, si una sociedad es el espíritu que la inspira, si una civilización es la conciencia de su continuidad histórica, la gravedad de la crisis de España no se encuentra en los curables desequilibrios de nuestra economía, sino en el atroz vaciado de los principios que nos hicieron parte de un gran espacio al que llamamos Occidente. No podrá consolarnos de esta pérdida que también se sufra en otros países europeos, aunque en el nuestro la cosa empeore por la falta de resistencia ideológica, por el complejo de inferioridad, por la inaudita carencia de coraje cívico con el que se acepta la derrota sin haber dado la batalla. Y mucho más porque España es el único país occidental en el que se admiten reproches políticos y desplantes doctrinales de quienes, en los últimos cien años, han hecho pasar a Europa por las etapas más vergonzosas de las que guarda memoria la modernidad.

La norma que debe regular la interrupción del embarazo vuelve a presentarse como ese territorio de abundantes vicios privados y escasas virtudes públicas donde toma forma nuestra vida social. Los conflictos desatados por el proyecto son el escenario en el que se representa la triste envergadura de nuestras convicciones. En estas últimas jornadas, el llamado «tren de la libertad» ha realizado un corto viaje sentimental, un vociferante transporte de mercancías ideológicas, cuyo evidente estado de caducidad no les impide presentarse como alimento del progreso y tonificante de la democracia. De nuevo, las exhortaciones de este sector guardan los atributos esenciales de un acto de propaganda y descartan cualquier indicio de los recursos de una argumentación. Lo que cuenta es, como siempre en el mundo estético de nuestra izquierda, la puesta en escena: exhibir dos caminos que conducen al mismo corazón de las tinieblas.

El primero, que la defensa de la vida es una patética exageración del lenguaje, una inexactitud grandilocuente de reaccionarios, que confunden una simple acumulación de materia orgánica con un ser humano. El segundo, que sea cual sea la condición de lo que una mujer embarazada lleva en su seno, a ella solamente corresponde tomar la decisión de permitir que la gestación continúe o se interrumpa. Siempre fiel a ese melodramático estupor laicista que paraliza los órganos sensoriales de nuestra izquierda, quienes se manifiestan indican que la Iglesia trata una vez más de inculcar sus dogmas a los no creyentes, como si el aborto fuera un asunto que nace y muere en el cauce moral del catolicismo. Como si la defensa de ese proyecto existencial que es una vida ya concebida no tuviera más motivación que las convicciones religiosas.

No creo que haya espectáculo más doloroso que el de una sociedad que se plantea la cancelación de una vida como un acto de libertad. Dejemos ahora la ya penosa argumentación acerca de la calidad humana de lo que una madre lleva en su vientre. Consideremos que el único motivo que conduce a proponerse el aborto es, precisamente, que lo que nacerá será una persona, cuya existencia generadora de conflictos o incomodidades, cuya existencia inoportuna, cuya existencia sin valor quiere destruirse. Porque, de no estar prevista la llegada al mundo de una persona, ¿en qué consistiría la preocupación de esa madre que define como derecho la propiedad absoluta sobre su cuerpo y una aberrante soberanía sobre una vida que aún ha de existir? Si nacer es algo más que cumplir un trámite hospitalario, si vivir conscientemente es algo más que un hecho biológico, no podemos pensar que la concepción es un simple asunto de eficiencia reproductiva, sino el preámbulo fascinante y abrumador de la capacidad de crear una existencia humana.

La libertad es aquello que nos realiza, es aquello que nos da nuestra condición única entre todas las especies que viven en la Tierra. Proclamar que la interrupción de una vida no es un mero acto de voluntad, sino el acontecimiento en el que la libertad cobra toda su plenitud, solo puede emanar de ese trayecto ferroviario, de ese viaje al fondo de la noche que se ha emprendido en nombre de una falsa emancipación. Porque aquí no se trata ya de que una mujer exprese las condiciones dramáticas en que tantas veces puede darse un embarazo no deseado. Estamos ante la aniquilación moral de una sociedad, que considera que las cuestiones llamadas «de conciencia» y que se refieren a valores fundamentales pueden privatizarse hasta el punto de excluir cualquier atención del poder público, cualquier vigilancia sujeta al bien común, cualquier defensa de los derechos de todos. ¿Quedará la política para cuestiones menores, para asuntos administrativos, para temas de tertulia, mientras los aspectos esenciales que han definido la calidad superior de nuestra cultura son abandonados en el reducto autista de la conciencia individual?

Por creer lo contrario, quienes pensamos que en nuestra conducta deben ser preservados los derechos y no los privilegios, que nuestra legalidad no puede dar por bueno lo que repugna a nuestra moral, hemos sido agasajados con la munición habitual de nuestra izquierda. Por si nos sirve de consuelo en este trance difícil, en el que debemos oponer la envergadura de las convicciones a los índices de popularidad, no estará de más recordar lo que un siempre lúcido y ya viejo Chesterton dijo a quienes le trataban de reaccionario: 

«Aprendí lo que era la libertad cuando pude darle el nombre de dignidad».

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

martes, 11 de febrero de 2014

DE COMO GALICIA SE CONVIRTIÓ EN POBRE MIENTRAS CATALUÑA SE HIZO RICA

Por descubrir algunas verdades ocultas de forma intencionada, este artículo de Luis Ventoso en ABC merecería ser distribuido como lectura obligatoria en las escuelas de esta país, porque esto es historia real, no inventada, estos son los privilegios de Cataluña frente al resto de los españoles, esta es parte de la historia sobre cómo Cataluña creció a costa del resto de España.


La memoria es corta. Tendemos a interpretar el pasado filtrándolo por el tamiz de lo que vemos en el tiempo presente. Si en una charla de cafetería preguntásemos cuál de estas dos regiones, Cataluña o Galicia, contaba con más población en el siglo XVIII, indudablemente la mayoría de los parroquianos nos dirían que Cataluña, pues hoy la comunidad mediterránea aventaja a la atlántica en 4,8 millones de habitantes. Sin embargo, lo cierto es que en 1787 Galicia tenía más población que Cataluña: 1,3 millones de gallegos frente a 802.000 catalanes. Los saludables datos demográficos del confín finisterrano eran además un síntoma de pujanza. En el siglo XVIII algunos pensadores ilustrados presentaban a Galicia ante otros pueblos de España como un ejemplo de sociedad bien articulada económicamente.

Bendecida por un clima templado y con generosos dones naturales, ya bien conocidos desde los romanos, buenos amigos de su oro y su godello, entre 1591 y 1752 se estima que Galicia duplicó su población. Su éxito se basaba en una agricultura autosuficiente, que recibió un empujón formidable con la perfecta y temprana aclimatación del maíz a los valles atlánticos. Pero había más. Una primaria industria popular, cuyo mejor ejemplo era el lino. Y también, claro, los recursos de las salazones de pescado, donde tanto ayudaron empresarios catalanes; la minería, las exportaciones ganaderas, el comercio de sus puertos… Todo ese edificio gallego, tan perfectamente ensamblado durante siglos y triunfal en el XVIII, entrará en crisis súbitamente en el XIX y se vendrá abajo. Fue un colapso de naturaleza maltusiana (Galicia se torna incapaz de atender las necesidades que genera su bum demográfico) y da lugar a un éxodo de magnitudes trágicas: desde finales del siglo XVIII hasta los años 70 del siglo pasado se calcula que un millón y medio de personas huyeron de la miseria de Galicia. Buenos Aires fue durante largo tiempo la segunda ciudad con más gallegos y ese gentilicio todavía es allí sinónimo de español.

¿Por qué se hunde Galicia en el siglo XIX? Porque decisiones políticas externas voltean su modo de vida tradicional. La apuesta por la industria del algodón mediterránea, que será protegida con reiterados aranceles por parte del Gobierno de España, arruina la mayor empresa de Galicia, la del lino. Los nuevos impuestos del Estado liberal, que sustituyen a los eclesiásticos, obligan al campesinado a pagar en líquido, en vez de en especie, y lo acogotan. Aislado del milagro del ferrocarril, el Noroeste languidece, lejano, ajeno a los nuevos focos fabriles, establecidos en Cataluña, con su monopolio de la industria del algodón, y en el País Vasco, cuya siderurgia pasa a ser también protegida como empresa de interés nacional.

Stendhal ante el proteccionismo

El declive de Galicia en el XIX coincide con el espectacular ascenso de Cataluña, debido al ingenio y laboriosidad de su empresariado y a su condición de puerta con Francia. Pero hubo algo más. En su Diario de un Turista, de 1839, Stendhal, el maestro de la novela realista, recoge con la perspicacia propia de su talento sus impresiones tras un viaje de Perpiñán a Barcelona: «Los catalanes quieren leyes justas –anota–, a excepción de la ley de aduana, que debe ser hecha a su medida. Quieren que cada español que necesite algodón pague cuatro francos la vara, por el hecho de que Cataluña está en el mundo. El español de Granada, de Málaga o de La Coruña no puede comprar paños de algodón ingleses, que son excelentes, y que cuestan un franco la vara». 

Stendhal, que amén de escritor era también un ducho conocedor de la administración napoleónica, para la que había trabajado, capta al instante la anomalía: el arancel proteccionista, implantado por los gobiernos de España en atención a la perpetua queja –y excelente diplomacia– catalana, ha convertido al resto de España en un mercado cautivo del textil catalán, cuando es notorio que es más caro y peor que el inglés. Un premio colosal, pues no había entonces industria más importante que la del algodón, que será pronto matriz de otras, como la química. Esa descompensación primigenia, el arancel, reescribe toda la historia económica de España. A partir de esa discriminación positiva inicial, que le permite arrancar con ventaja frente a las otras comunidades, pues España era un páramo industrial, Cataluña va acumulando más y más espaldarazos por parte del Estado. Aunque también hay que ensalzar el ímpetu y la capacidad de la burguesía catalana.

Cataluña, siempre lo primero

La primera línea férrea de España es la Barcelona-Mataró, en 1848. Galicia contará con su primer tren en 1885, ¡37 años después! 

La primera empresa de producción y distribución de fluido eléctrico a los consumidores se creó en Barcelona, en 1881, se llamaba, y es significativo, Sociedad Española de Electricidad. 

La primera ciudad española con alumbrado eléctrico fue Gerona, en 1886. La teoría del agravio a Cataluña no se sostiene. 

De hecho, el resto de España todavía aportará algo más: mano de obra masiva y barata para atender a la única industria que existía, la catalana (salvo el oasis de Vizcaya).

En el siglo XX llegaran más ventajas competitivas para Cataluña. En 1943, Franco establece por decreto que solo Barcelona y Valencia podrán realizar ferias de muestras internacionales. Ese monopolio durará 36 años. Fue abolido en 1979 y solo entonces podrá crear Madrid su feria, la hoy triunfal Ifema. 

Catalanas son las primeras autopistas que se construyen en España (Galicia completó su conexión con la Meseta en el 2001 y la unión con Asturias se culminó hace dos semanas). 

La fábrica de Seat, la única marca de coches española, se lleva a Barcelona

Otro hito son los Juegos Olímpicos del 92, un plató de eco universal, conseguido, concebido y sufragado como proyecto de Estado (o acaso cree alguien que aquello se logró y se costeó solo por obra y gracia del Ayuntamiento de Barcelona y el gracejo de Maragall). 

En los años noventa se completará la entrega a empresas catalanas del sector estratégico de la energía, un opíparo negocio inscrito en un marco regulado: 
  1. En 1994, el Gobierno de Felipe González vendió Enagás, monopolio de facto de la red de transporte de gas en España, a la gasera catalana, por un precio inferior en un 58% a su valor en libros
  2. Repsol, nuestra única petrolera, también pasará a manos catalanas
Los modelos de financiación autonómica se harán siempre a petición y atención de Cataluña

También es privilegiada en las inversiones de Fomento y se le permite aprobar un estatuto anticonstitucional que establece algo tan insólito como que la instancia inferior, Cataluña, fije obligaciones de gasto a la superior, España. 

Todas las capitales catalanas están conectadas por AVE en la primera década del siglo XXI, mientras que la línea a Galicia todavía no tiene fecha cierta y los próceres de CiU presionan que no se construya.

Retroceso con la libertad

Cuando llegan las libertades económicas y se evaporan los aranceles y los monopolios, España logra crear, contra todo pronóstico, la mayor multinacional textil del planeta, Inditex. Resulta harto revelador que la compañía nazca en La Coruña, en el confín atlántico, y no en la comunidad que durante un siglo largo disfrutó del monopolio del algodón y el textil. Lo mismo sucede con las ferias de muestras de Barcelona y Madrid.

En realidad la libertad económica, unida al ensimismamiento nacionalista, sienta mal a Cataluña, acostumbrada a competir apoyada en la muleta del Estado intervencionista. Según la serie histórica de desarrollo regional de Julio Alcaide para BBVA, en 1930 la primera comunidad en PIB por habitante era el País Vasco y la segunda, Cataluña; Galicia se perdía en el puesto quince. En el año 2000 Baleares era la primera; Madrid, la segunda; Navarra, la tercera, Cataluña caía al cuarto lugar; y el País Vasco, al sexto; por su parte Galicia recortaba varios puestos.

Las sorpresas del siglo XXI

El corolario de esta historia es que hoy Galicia coloca sus bonos y presenta unas cuentas saneadas, mientras que Cataluña vuelve a estar sostenida por el Estado, pues su deuda padece la calificación de bono basura y se ha quedado fuera de mercado.

Galicia ha vadeado el sarampión nacionalista (Fraga fue un disperso presidente regional, pues su gobernanza era un atolondrado ir de aquí para allá sin proyectos claros, pero tuvo una idea genialoide: ocupó el espacio del nacionalismo, creando un galleguismo sentimental e intrusivo, pero imbricado en España).

Los gallegos saben que si un café vale 1,20 euros en Tui y 90 céntimos al otro lado del río, en Valença do Minho (Portugal) es porque formar parte de España reporta un mayor nivel de vida, y asumen que ese plus es lo que hace viable a Galicia.

Por el contrario Cataluña, desconcertada al verse obligada a competir en el mercado abierto, desangradas sus arcas por la entelequia identitaria, se deja embaucar por los cantos de sirena de la independencia, inculcada sin descanso por el aparato de poder nacionalista, con técnicas de propaganda de trazas goebbelianas.

España es una buena idea. La libertad, también. Y a veces, como ahora, libertad y España son sinónimos.


domingo, 9 de febrero de 2014

HISTORIA DE UN DESPROPÓSITO

Esta semana que empieza el ex Presidente de la Comunidad de Madrid, el socialista Joaquín Leguina, publica su libro "Historia de un Despropósito" en el que hace un buen repaso de la desastrosa gestión del infausto Presidente Rodríguez Zapatero. Reproduzco aquí un artículo de El Mundo que recoge unos extractos del citado libro.

Cinco maldades de los míos, por Leguina

En el libro Leguina ajusta cuentas con ZP y cía.: el «gurú» que le convenció de que la crisis duraría meses... O cómo se improvisó el «pelotazo» de colocar a Carme Chacón al frente de Defensa ....
Zapatero nunca tuvo empacho en sostener que lo que debían hacer los ministros era obedecer sus órdenes, aparte de facilitarle la vida al presidente. De esa premisa se derivaron consecuencias muy negativas, pues la calidad profesional y humana de los elegidos para muy altos cargos cayó en picado... Hubo nombramientos «sorprendentes» que transcurrido un tiempo se revelaron chuscos. De los criterios para nombrar ministros da cuenta una anécdota que me contó una persona muy próxima a uno de los protagonistas y que tuvo lugar en abril de 2008, en vísperas de un cambio de Gobierno.

Reunidos en torno a una mesa estaban Miguel Barroso, José Blanco y Javier de Paz cuando sonó el teléfono móvil de Blanco. Era el presidente del Gobierno. Después de hablar con él, Blanco volvió a la mesa e informó de que Zapatero estaba pergeñando un cambio de Gobierno, del que saldría el ministro de Defensa, José Antonio Alonso, y el presidente estaba pensando en poner al frente de aquel ministerio a una mujer.

«ZP opina que al ser la primera mujer ministra de Defensa será un pelotazo mediático, y está pensando en Elena Salgado», informó Blanco. «Si lo que quiere es dar un gran pelotazo mediático, lo que tiene que hacer es nombrar a mi mujer [Carme Chacón]. También es mujer, pero además es catalana y está embarazada. Eso sí que será un pelotazo», argumentó Barroso. Entonces Blanco, encantado con la idea, volvió a comunicarse con Zapatero... y de aquel profundo debate se derivó una muy conocida escena: la de una mujer joven con un «bombo» de ocho meses dando una orden militar: «Capitán, mande firmes».

Trinidad Jiménez. El 25 de mayo de 2003 se celebraron en toda España elecciones municipales. La ejecutiva federal impuso a Trinidad Jiménez, paradigma de los nuevos valores y esperanza blanca del renovado socialismo, como cabeza de lista a la alcaldía de Madrid. Antes, Simancas había encargado una encuesta para testar varios posibles aspirantes, entre ellos el de Javier Solana, además de Jiménez y dos más.

Los resultados, a los que tuve acceso, mostraban sin lugar a dudas que Solana estaba en las mejores condiciones para acceder a la alcaldía. Simancas se trasladó a Bruselas para ver a Solana y le ofreció la candidatura. Solana estuvo dispuesto a aceptarla, pero siempre que tuviera la bendición de Zapatero, para lo cual llamó a este. ZP le dijo que ya tenía él una candidata «imbatible». ¿Por qué no quiso Zapatero que encabezara la lista? Las hipótesis son dos, y ambas bastantes miserables: porque Solana era -en términos de Rodríguez Ibarra- del «antiguo testamento», o por temor a que el futuro alcalde pudiera hacerle sombra.

ZP. Un diputado del PP que, para más inri, ejercía entonces de látigo en el Congreso, me agarró por el hombro un día de 2005 en un pasillo del Congreso y me dijo: «El nuestro [Aznar] se volvió loco durante la segunda legislatura, pero el vuestro [Zapatero] estaba ya loco cuando lo elegisteis» [...].

No recuerdo de qué iba la cosa, pero critiqué alguna decisión del Gobierno y ZP tuvo la deferencia de tomar mi intervención en cuenta y me contestó con una pata de banco como la siguiente: «Leguina escribe muy buenas novelas... pero, la verdad, últimamente en cuestiones políticas no atina demasiado».

En otra ocasión le reproché que en los nombramientos no tuviera en cuenta «el mérito y la capacidad» de los promocionados. La respuesta -muy significativa- vino a ser la siguiente: «Cualquier militante puede aspirar a cualquier cargo interno y, por supuesto, mientras yo sea presidente del Gobierno, cualquier socialista podrá ser promocionado a cargos gubernamentales de alta responsabilidad».

La crisis. En 2008, como consecuencia de la crisis, la recaudación del Estado cayó en España un 5% del PIB, y por la misma causa el gasto estatal creció un 2%. En otras palabras: el agujero en las arcas públicas a causa de la crisis fue el 7% del PIB, pero como se venía de un superávit de, aproximadamente, el 3%, el déficit podía haberse colocado en torno al 4%. Pero algún gurú del Gobierno debió decirle a Zapatero: «Esta crisis solo va a durar algunos meses», así que el presidente siguió con sus regalos y otras operaciones keynesianas como el Plan E, generando un gasto adicional del 3,2%.

Como consecuencia de ese «optimismo», en poco más de un año se pasó del 3 % de superávit al 9 % de déficit... y en mayo de 2010 llegó Paco con la rebaja, Zapatero cayó del caballo y pegó un giro que dejó lo de san Pablo en el camino hacia Damasco en un juego de niños.

A partir de aquella epifanía primaveral comenzaron, en efecto, los recortes (perdón, las reformas). Habrá de reconocerse que, en tanto que mensajes tranquilizadores dirigidos a «los mercados», esas «reformas» no sirvieron para mucho respecto a lo que más importa: el crecimiento económico y el empleo. Lo ha ilustrado con gracia el analista Antón Costas: «Vaya usted a Fátima de rodillas y después pase por el banco a pedir un préstamo y verá lo poco que le impresiona su sacrificio al responsable de riesgos de ese banco». En fin, según se dijo, todo para «calmar a los mercados» y también para poder «mantener el Estado de Bienestar». Ya lo dibujó El Roto: «Para garantizar el futuro de las pensiones, hay que hacerlas coincidir con la fecha del fallecimiento».

El PSC. Subirse al carro del nacionalismo o simplemente contemporizar con los nacionalistas está resultando letal. Pero la trampa [del «derecho a decidir»] tiene su lógica. Reitero una cita de Juan Antonio Cordero: si se hiciera una encuesta preguntando a los entrevistados si desean «decidir» sobre cualesquiera aspectos de la vida colectiva, el porcentaje de síes estaría muy cerca del 100%. Nada más normal: la mayoría de los vascos, de los catalanes, de los ilicitanos o de los de Pucela, puestos en la tesitura de elegir entre querer o no querer «decidir», quieren «decidir». Pero ¿«decidir» sobre qué?

Por mucho que se empeñe uno, no puede decidir volar como los pájaros, porque existe la ley de la gravedad. Algo parecido les pasa a los nacionalistas vascos o catalanes, que no pueden «decidir» convertir en estados independientes a sus comunidades autónomas porque existe una ley llamada Constitución que los vascos y los catalanes (al igual que el resto de los españoles) decidieron aprobar, y lo decidieron masivamente. Si alguien convocara un referendo proponiendo que se vayan de España los gitanos (o los moros, o los bajitos, o los calvos... o los catalanes), esa consulta no sería democrática. ¿Por qué? Porque la segregación racial o cultural está prohibida por las leyes y en primer lugar por la Constitución.

Preguntado Mauricio Lucena, que es ahora diputado del PSC y portavoz del grupo en el Parlamento de Cataluña, por qué estando contra la secesión de Cataluña estaba a favor del «derecho a decidir»,contestó que él estaba a favor porque el 70 % de los catalanes lo estaba.