Somos unos irresponsables, de Fernando Vallespín en El País
El debate general de Presupuestos llegó a lo bochornoso, casi a lo esperpéntico
En el momento en que más arrecia la crisis económica, la gran preocupación de los españoles no parece ser la búsqueda de una solución a sus muchos males. No, lo que más nos excita es definir al culpable, al responsable de la situación en la que nos encontramos. El espectáculo del martes en el debate general de Presupuestos llegó a lo bochornoso, casi a lo esperpéntico. En vez de tratar de facilitar acuerdos, una vía para favorecer un puñado de consensos mínimos entre las fuerzas políticas, todas las energías se centraron en buscar un chivo expiatorio al que endosarle la responsabilidad por lo que nos pasa. Para unos eran las comunidades autónomas; para otros, el Gobierno anterior o, en fin, el errático rumbo de los recortes de Rajoy y su equipo. Y, se les nombre o no, los villanos habituales, la señora Merkel y los fantasmales mercados. Nadie hizo la más mínima autocrítica, el culpable siempre es el otro. Lo más fascinante es que, al parecer, quien nos va a resolver el problema va a ser también alguien de fuera. François Hollande, por supuesto. Como si fuéramos menores de edad sin el más mínimo control sobre nuestro destino.
Así visto, y ya que necesitamos saber imperiosamente quién o qué nos ha traído hasta aquí, tengo para mí que el culpable es nuestra propia irresponsabilidad, la incapacidad para asumir las consecuencias de nuestros actos. Y a este respecto no nos libramos ninguno. En primer lugar, los políticos. A lo largo del extenso ciclo de bonanza hemos alimentado una especie que, a falta de mejor término, calificaría como la del “político pelota”. Su principal característica consistiría en el permanente halago al ciudadano, en hacerle sentir que importa y, por tanto, en permitirle obtener todos sus caprichos, los que pedía y los que entendía que se le habían de conceder para crearse clientelas fijas, un electorado fiel. Se abrió así una puja por ver quién daba más. Que hubiera dinero o no era ya una cosa secundaria. Lo importante era comparecer en las siguientes elecciones con todas las medallas puestas. Y hoy el resultado de esta subasta lo están pagando los jóvenes. Pueden desplazarse en AVE por la geografía nacional, estudiar en su propia capital de provincia, pero si quieren empleo habrán de cruzar alguna frontera.
Luego está la propia ciudadanía, encantada de verse únicamente como titular de derechos y sin ninguna obligación; limitada a su papel de consumidora de servicios públicos, e indignada después cuando vino el ajuste. En parte tiene razón, no era eso lo que le habían vendido, aunque hay que decir que tampoco hizo nada por ver qué había detrás de tantos cantos de sirenas. Como bien decía el profesor Del Águila, “cuanto más se aleja el individuo del ciudadano, cuando más dejamos de lado los deberes, incluyendo el deber de pensar o juzgar políticamente las situaciones, más infantiles nos volvemos”. Y ese sujeto infantilizado se embarcó también en una orgía consumista de hipotecas y coches de alta gama. Siempre a crédito, por supuesto. Y aquí entran, claro, los que ahora vemos como los más mezquinos, los banqueros. Porque, como todos los seductores, pierden su interés por la presa una vez obtenida y buscan afanosamente otra sobre la que descargar su codicia. Ahora siguen siendo un problema, ya que a sus dirigentes les parece interesar más la conservación del poder en sus entidades que su saneamiento efectivo, aunque de eso no se hable. Y podemos incluir también a los medios de comunicación, que no hicieron la pedagogía adecuada y porfiaron en pintarnos una realidad de Alicia en el país de las maravillas.
Lo que quiero decir es que un país no puede endeudarse al ritmo en el que vinimos haciéndolo sin que, por la causa que fuere, todos seamos responsables. Mientras sonaba la música, seguíamos bailando. Ahora se acabó la fiesta y hemos de refrenar nuestros impulsos cainitas, arremangarnos y empujar en la misma dirección. Si nos hundimos, nos hundimos todos, hasta el que viaja en primera. Hemos de mirar hacia adelante, no hacia atrás, y diseñar un proyecto común, unos objetivos compartidos; abandonar tanto el ensimismamiento tecnocrático del recorte como fin en sí mismo, sin modelo que lo sustente, como los simplismos populistas. Necesitamos enhebrar un nuevo relato de lo que queremos y podemos ser. Y las actitudes también cuentan. Basta ya de lamentos, de acusaciones retrospectivas y de tanta depresión colectiva y pasemos a la acción. Recuperemos de una vez el sentido de la responsabilidad que perdimos entre tanta ensoñación de niños malcriados.
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