martes, 5 de diciembre de 2017

AMBROSIO DE SPÍNOLA, UN GENIO MILITAR DE LOS TERCIOS DE ESPAÑA

Ambrosio Spínola fue el genio militar de los Tercios que destrozó las inexpugnables defensas holandesas de Breda. Para muchos el último gran general español del siglo XVII, terminó su vida acorralado y humillado por el valido del rey: el Conde-Duque de Olivares

«Honor y reputación, honor y reputación». Las palabras que balbuceó incesantemente el general Ambrosio de Spínola en su lecho de muerte demuestran las dos premisas que rigieron su existencia. Tan solo habría que añadir un término más a esta pequeña lista para terminar de definirle: España. 

Y es que, el que fuera uno de los últimos grandes generales de los Tercios se dejó la fortuna de su familia, y hasta la vida, para acabar con los enemigos del Imperio allá por Flandes.

 De hecho, su capacidad estratégica le permitió tomar en 1625 Breda, la plaza mejor fortificada de su tiempo y uno de los centros neurálgicos de los rebeldes en plena Guerra de los Treinta Años. Fue, en definitiva, un héroe al que su origen genovés no le impidió abrazar nuestra amada España.

De Ostende a Frisia, sus batallas se contaron casi siempre por victorias gracias a su carácter pragmático (no solía embarcarse en empresas que no viese factibles) y a su maestría a la hora de dirigir a los combatientes. 

Por ello, el popular escritor y periodista Fernando Martínez Laínez (un clásico en lo que a escribir de Tercios se refiere) ha elaborado su nueva novela en torno a su figura. «La senda de los Tercios. Las lanzas» (Ediciones B, 2017), recorre la vida de este general. Un hombre que, a pesar de ser genovés, amó a España como a su patria y a sus líderes como hermanos.

Y todo ello, a pesar de que al final de su vida fue menospreciado y atacado por el Conde-Duque de Olivares, valido de Felipe IV. Un pésimo gobernante que, según explica el autor a ABC, llevó a nuestro país a la ruina: «Era un fantasmón. Hablaba de grandes proyectos que, posteriormente, se demostraban irrealizables». 

El autor afirma, a su vez, que este político fue el representante más claro de una «selección natural a la inversa» acaecida en España desde la muerte de Felipe II. Es decir, la tendencia a que hayan sido «los peores los que hayan actuado políticamente en los momentos de crisis de este país».

Si Spínola viviera le diría que no le falta razón, pues por culpa de las envidias y odios del valido, el que fuera uno de los generales más laureados de los míticos Tercios españoles acabó su vida apartado de la política y marginado por la misma monarquía por la que había combatido durante décadas y a la que había otorgado unas victorias militares incomparables.


A través del mismo Spínola, y junto a Alonso de Montenegro (un soldado ficticio con el que Laínez busca reunir el espíritu de los combatientes españoles de la época) «La senda de los Tercios. Las lanzas» busca recorrer el inicio del ocaso de las «legiones romanas españolas». Unos hombres curtidos que llegaron a dominar Europa a base de pica y arcabuz.

El popular autor también recrea el viaje acaecido en 1629 en el que el militar, ya sesentón, se topó con Diego Velázquez. Un encuentro en el que, según determina el escritor español, el oficial ofreció datos clave al artista para que elaborar el cuadro de «Las lanzas». 

Por si fuera poco, también guarda algunas de las muchas páginas de la obra para narrar las vicisitudes de Federico de Spínola, un héroe olvidado a pesar de ser hermano de Ambrosio y de que tuvo la osadía de querer conquistar Inglaterra. Todo ello, antes de morir «partido en dos» por una bala de cañón.

Los Tercios eran una fuerza de choque al servicio de una política. En ese momento, una Corona que representaba al Estado. El problema es que esa política quebró en el siglo XVII.

Los Tercios cumplieron su cometido hasta que, debido a la política desastrosa que se fue gestando, se quedaron solos y empobrecidos. Poco a poco, empezaron a faltar el dinero y los recursos humanos (hombres que combatieran). Esto sucedió incluso en Castilla, la cantera principal de los Tercios. Esa conjunción, la falta de hombres y de fondos, es lo que finalmente aniquiló a España.

Ambrosio de Spínola fue un personaje muy querido por sus hombres. No pedía nada que no pudiese hacer él mismo. Casi siempre pagaba puntualmente, algo muy difícil en una época donde los retrasos en los sueldos podían ser de años. 

Tampoco se embarcaba en empresas vanas. Así, cuando acometía una tarea, sus soldados sabían que tenían muchas posibilidades de éxito. Todo eso daba mucha moral a la tropa y le granjeó muchas simpatías.

Antes de ser un gran general tenía envidia de su hermano Federico, el aventurero, el héroe. Lo único que le gustaba era la espada, dedicarse a las empresas bélicas. De hecho, planteó de nuevo la conquista de Inglaterra por mar. Era un verdadero militar. Fue uno de los que se dio cuenta de que a Holanda había que vencerla por mar y no por tierra. Toda su obsesión fue conseguir galeras para combatir a los rebeldes. Atacarles donde más le dolía y hacerlo mediante el corso. Por desgracia, murió como le correspondía: una bala de cañón le partió prácticamente en dos.

El caso de Ambrosio de Spínola es muy distinto. Era un patricio genovés destinado a las finanzas y a ganar dinero. Tuvo que seguir otro camino para adquirir esa capacidad militar con la que Federico nació. Él la consiguió a base del estudio, por ejemplo, de la táctica (en la que fue un maestro). Federico no estudió nada.

Está claro que tenían dos personalidades diferentes que se complementaban. Un ejemplo es que, cuando Federico murió, Ambrosio se dio cuenta de que era una locura intentar invadir Inglaterra y se negó a continuar esa empresa. Reconoció que no había medios para ello y que no era posible construir una flota que se midiera a la británica en el Canal de la Mancha.

La falta de dinero de España llevó a Spínola a sufragar su propio ejército con la fortuna de su familia. Spínola era un personaje excepcional en ese sentido. ¿Quién tendría hoy en día arrestos para perder una gran fortuna como la que tenía en la guerra? Y eso, siendo un extranjero, aunque siempre consideró que tenía dos patrias.

Estuvo colmado de honores. Fue Grande de España y le nombraron prácticamente todo lo que podían nombrar desde el punto de vista honorífico. Pero la realidad era que había muchos que le consideraban extranjero.

Además, los genoveses tenían mala fama por entonces. Se les consideraba mercaderes que explotaban y vampirizaban el oro y la plata que llegaba desde América.

Sus victorias militares fueron más que destacables. Sin embargo, la de Breda fue la más determinante.

Breda era una ciudad fortificada rodeada de una serie de posiciones defensivas muy poderosas. Además había zonas pantanosas casi inaccesibles. A parte de ello, había que evitar que se abasteciera mediante barcos.

Además estaba bien defendida. Los enemigos se dividieron en dos fuerzas. Una que se encontraba dentro de la ciudad, dirigida por Justino de Nassau, y otra que atacaba desde el exterior, a las órdenes de Mauricio de Sajonia. El objetivo de ambos era coger entre dos fuegos a Spínola. Por eso era tan difícil mantener el cerco en torno a Breda.

Entre los sitiados había holandeses, pero también ingleses y franceses. Era una tropa curtida, había voluntarios, mercenarios contratados... Una fuerza de varias nacionalidades.

Desde el punto de vista logístico fue una gran hazaña porque hubo que hacer frente a factores como la climatología -fue un invierno durísimo-, a las enfermedades o a la desviación de ríos -Spínola ideó un sistema para canalizar las corrientes a base de barreras para que su ejército se pudiese mantener en la zona-. Como asedio de una gran ciudad fue un modelo casi irrepetible.

Posteriormente creó trincheras a su alrededor para evitar la comunicación de Breda con el exterior. Spínola era un gran admirador de Julio César, que era un líder de espada, pero también de pico y pala. Lo primero que hacían los romanos cuando llegaban a un sitio era cavar trincheras y levantar empalizadas. El genovés siguió esa tradición heredada en principio de las legiones, pero también de los tiempos del Gran Capitán.

Al final, tras 11 meses de asedio, se logró tomar la ciudad. Realmente nadie tenía confianza en que se fuera a tomar Breda. Incluso los oficiales eran escépticos y afirmaban que era una locura. Decían que lo único que iba a generar era un gran gasto de dinero. Casi contra la opinión de la gran mayoría de los oficiales, Spínola se empeñó y lo consiguió.

El problema es que Breda capituló 13 años después de mala manera. Se perdió por la falta de dinero y de recursos y se volvió al punto cero.

Desde el punto de vista militar, y visto con perspectiva, Breda fue una hazaña tremenda que cambió el mundo. Pero fue una gran batalla de una guerra perdida, un episodio brillante de heroísmo de perdedores.

¿Por qué entró en conflicto con el Conde-Duque de Olivares a pesar de todas sus victorias?

Era un personaje muy pragmático. Eso le llevó a chocar con el Conde-Duque de Olivares. Cuando el político empezaba a elaborar planes fantásticos que no tenían posibilidad real de llevarse a cabo, Spínola le cantaba las cuarenta. Le decía que eran entelequias, que los Tercios no podían combatir a ese ritmo porque no había soldados ni armas.

Mientras Olivares elucubraba sin ninguna base real, Spínola buscaba conseguir una paz con Holanda al precio que fuese. Lo hacía porque sabía que aquella guerra se estaba llevando por delante a España.

Hubo un momento en el que Spínola casi se rebeló. Fue cuando, tras volver a España, el Conde-Duque y el Rey le ordenaron regresar a Flandes para seguir combatiendo. Él se negó. Les dijo que no tenía ningún sentido volver si carecía de recursos y les explicó que la situación era desastrosa. Eso se interpretó como una grave falta. En esa disputa estuvo en Madrid muchos meses. Mientras tanto, sus enemigos le fueron minando el terreno. Llegó un momento en el que se hartó de todo. Eso contribuyó a su ruina personal.

Fue entonces cuando conoció a Diego Velázquez. Le conoció porque el rey encargó al pintor que fuera a Italia a adquirir obras de arte para la Corona española. En ese viaje que hizo desde Barcelona coincidió con Spínola, que iba al norte de Italia tras ser designado capitán general en el Milanesado. Por entonces Velázquez se consideraba un funcionario, para él pintar era casi un hobby. Su obsesión era tratar de ascender socialmente en la corte.

Finalmente Spínola murió en 1630 hastiado. Es muy triste como le fueron acorralando hasta casi quitarle el mando en Italia. Murió casi de pena, del propio estrés, de la decepción y el desengaño. Todo ello le llevó a la tumba.

Era casi medieval en algunos aspectos. Un sujeto del renacimiento tardío imbuido todavía de los ideales de la caballería que aparecen en el Quijote. Fue un personaje crepuscular condenado a desaparecer con la historia de su propio país.

Su historia demuestra como grandes figuras españolas han acabado en el basurero, además de vilipendiadas y marginadas. Spínola no fue una excepción, es algo que ha sucedido a una serie interminable de grandes personajes de este país que han terminado de mala manera.

La decadencia de España por culpa de los políticos se inició en el siglo XVII. Empezó una vez muerto Felipe II con los validos y los favoritismos. En ese momento se perdió la conciencia de Estado. Hasta entonces, tanto este monarca como Carlos V se habían rodeado de muy buenos secretarios. Consejeros muy competentes. 

Esa administración era bastante buena, pero se rompió en la época de Felipe III con el Duque de Lerma, un golfo y un corrupto hasta la médula que se quedó con el dinero de media España.

A partir de ese punto se inició la cuesta abajo. Se empezó a elegir a los más corruptos y a los que menos talento tenían.

Desde los tiempos de Felipe III la clase política española ha funcionado como una especie de selección natural a la inversa. Han sido los peores los que, en los momentos críticos de este país, han actuado políticamente. El desastre nacional que hemos vivido en los grandes períodos se explica en base a ello.

En tiempos de Felipe IV esta tendencia se acentuó con el Conde-Duque de Olivares. Un fantasmón que siempre hablaba de grandes proyectos que, posteriormente, se demostraban irrealizables. Además estaba imbuido de una gloria personal que le llevó a la ceguera, a no ver el drama que se estaba desarrollando: el de una España empobrecida, rodeada de enemigo que estaba siendo atacada por muchos frentes y que se iba derrumbando poco a poco.

Esta tendencia a los malos gobiernos es una de las claves que explica la parte tan negativa de nuestra historia. Hemos tenido históricamente muy mala suerte. Ha habido una especie de maldición. Una gran falta de cabezas rectoras, de personas con talento político y con una envergadura suficiente para sacar al país del atolladero.

Esta tendencia se atenuó con los Borbones, pero luego volvió a crecer en la Guerra de la Independencia. En aquellos años estuvimos rodeados de personajes esperpénticos y nefastos. La misma Guerra Civil muestra la incapacidad política de este país.

Fernando Martínez Laínez, autor de «La senda de los Tercios. Las lanzas», explica a ABC cómo fue el auge y la caída de este personaje

MANUEL P. VILLATORO - ABC - 03/10/2017 

LA BATALLA DE ALJUBARROTA EN LA QUE PORTUGAL DERROTÓ A CASTILLA

Cuando en el siglo XVI, antes de que Felipe II anexionara Portugal, un franciscano visitó la corte portuguesa se encontró en medio de la algazara por el aniversario de la batalla de Aljubarrota. El Rey portugués preguntó al español si en Castilla se celebraban también fiestas tales por semejantes vencimientos. «No se hacen, porque son tantas las victorias nuestras, que cada día sería fiesta, y morirían los oficiales [artesanos] de hambre», contestó el franciscano.

Una respuesta conforme a la bravuconería española, pero que escondía el terrible recuerdo que aún pesaba en la memoria castellana por aquella batalla celebrada el 14 de agosto de 1385, con el infausto Juan I como Rey.

Batalla de Aljubarrota, 13 de agosto de 1385 entre las coronas de Portugal y Castilla

A la muerte de Enrique «El Fratricida», el primero de los reyes de la dinastía de los Trastámara, le sucedió en el trono castellano su hijo Juan I de Castilla, que también tuvo que luchar para defender sus derechos al trono frente a los descendientes de Pedro «El Cruel», de la dinastía depuesta. 

Juan fue un continuista del anterior reinado y el artífice de un periodo de maduración institucional para la Corona de Castilla, precisamente, porque los enemigos exteriores acosaban sus fronteras y se hacían fuertes en el país vecino.

Como prueba de ello, en julio de 1380 se firmó en Estremoz un acuerdo secreto que preveía una acción anglo-portuguesa sobre Castilla para sustituir al trastámara por Juan de Lancaster, casado con la hija de Pedro «El Cruel». Afortunadamente para la estabilidad de Castilla, la operación fue un fracaso y, de la enemistad con Portugal, se transitó de golpe a la amistad a través de la boda de Juan y la hija del Rey luso.

Castilla se apropia de la Corona de Castilla
Con la intención de evitar un nuevo desembarco inglés en Portugal, Juan de Castilla reclamó a la muerte del Rey de Portugal los derechos dinásticos de su esposa para establecer un protectorado sobre el reino portugués a partir de 1383. El matrimonio fue reconocido como Rey y Reina de Portugal por la nobleza, con la oposición del pueblo en algunos puntos del país, lo cual encendió una revuelta en Lisboa encabezada por el maestre de Avís. El levantamiento en torno al hermano bastardo del anterior Rey se extendió pronto a Oporto.

En un momento dado la Reina Leonor se distanció de su marido para apaciguar a los revoltosos, lo que dio lugar a una situación confusa en la que convivieron tres poderes en el país vecino: el de Leonor, el de Juan y el del maestre de Avís, proclamado por elementos populares con el título de Defensor del Reino.

Como se explica en el libro «Historia de España de la Edad Media» (Ariel), coordinado por Vicente Ángel Álvarez Palenzuela, Juan exigió en enero de 1384 desde Santarem la entrega de poderes a su esposa, que cuando se negó fue recluida en Tordesillas, como un siglo después lo sería la célebre Juana «La Loca». Así las cosas, Santarem se convirtió en la sede del poder castellano en Portugal, donde acudieron numerosos nobles a jurarle lealtad a Juan, alarmados por las consecuencias de la revuelta popular.

El Monarca decidió marchar, por tierra y por mar, sobre Lisboa para acabar con la revuelta de Avís definitivamente.

La desesperada resistencia de Lisboa y Oporto y la aparición de la peste negra colocaron al ejército castellano al borde del desastre. El 3 de septiembre de 1384, Juan I de Castilla dejó guarniciones en las plazas de sus partidarios, regresó a Castilla y pidió ayuda al Rey de Francia. 

El poder militar de Castilla y el gran número de fortalezas bajo su control siguió manteniendo vivas las esperanzas de victoria. Sin embargo, su ausencia en Portugal fue aprovechada por el Maestre de Avís para que las Corte reunidas en Coimbra le proclamaran como Rey Joao I de Portugal, el 6 de abril de 1385.

Mientras Juan obtenía el apoyo de Francia y Aragón, Joao I ofreció a Inglaterra una alianza militar y el respaldo al candidato Lancaster al trono castellano. De manera que cuando Juan inició una nueva invasión con la intención de reforzar su posición en las distintas guarniciones leales, las tropas de Joao habían crecido ostensiblemente. En mayo de 1385, las tropas castellanas experimentaron un primer tropiezo en Trancoso, pero la flota y el ejército continuaron con sus planes.

Tras una serie de combates infructuosos y una larga travesía en medio del calor de agosto, las tropas castellanas se toparon con el enemigo en una colina cerca de Aljubarrota. En total, los fatigados castellanos sumaban 31.000 hombres, entre ellos 2.000 caballeros franceses, frente a solo 6.000 portugueses, asesorados por mandos ingleses.

La trampa portuguesa
Los portugueses les estaban esperando, aun cuando estaban en inferioridad numérica, porque confiaban en que la altura les daba ventaja. 

Siguiendo el mismo plan con el que los ingleses habían sorprendido a los franceses en las recientes contiendas de la Guerra de los Cien años, la caballería desmontada y la infantería se colocaron en el centro de la línea rodeadas por los flancos de arqueros ingleses, protegidos por varios riachuelos. En la retaguardia, se situó el propio Joao para realizar una posible salida cuando –esperaban los portugueses– los castellanos se estrellaran con su muro defensiva.

El Rey de Castilla también advirtió la dificultad de un ataque frontal contra los portugueses, más cuando sus tropas estaban exhaustas. Sin embargo, sus exploradores encontraron que en la vertiente sur de la colina había un desnivel más suave para realizar un asalto a las líneas lusas. 

Sin pestañear, el ejército portugués invirtió su disposición y se dirigió a la vertiente sur. Los portugueses tuvieron tiempo de construir trincheras y cuevas frente a la línea de infantería.

El combate se trabó con las últimas luces de la tarde del 14 de agosto de 1385. Como habían previsto los lusos, los castellanos atacaron de forma desordenada colina arriba en la clásica carga de la caballería francesa. En lo alto, los atrincherados arqueros ingleses del ejército de Joao, cerca de un centenar, causaron graves estragos a la caballería. La infantería portuguesa se encargó de aniquilar a los restos de la caballería franco castellana.

Todavía en superioridad numérica aplastante, Juan de Castilla hizo avanzar a su infantería. Los arqueros ingleses dieron un paso atrás para que los infantes portugueses organizaran un movimiento envolvente. Sobre las desorientadas huestes castellanas, cayó Nun Alvares Pereira, condestable del reino, para consumar la catástrofe. 

A la puesta del sol, con el día perdido, Juan I de Castilla ordenó una retirada que terminó en desbandada. La cifra de muertos fue dantesca, cerca de 10.000, entre ellos dos hermanos de Nun Alvares Pereira que luchaba con los castellanos y numerosos miembros de la nobleza patria.

Uno de estos caídos fue Pero González de Mendoza, capitán general del ejército castellano, que entregó su caballo al Rey Juan I cuando una flecha portuguesa mató a su montura. El Rey le ordenó que subiera a la grupa para escapar ambos, a lo que González de Mendoza contestó: «Non quiera Dios que las mujeres de Guadalaxara digan que aquí quedan sus fijos e maridos muertos e yo torno allá vivo».

La mayoría de bajas se produjo en esta huida, cuando la retirada castellana derivó en una gran matanza a manos de los soldados y de los lugareños. 

La leyenda de la panadera Brites de Almeida ilustra el odio que se desató entre los locales. Esta mujer, cuya panadería se encontraba a once kilómetros del escenario bélico, halló a siete soldados castellanos (el número varía según la versión) escondidos en el horno del pan y, usando la pala con la que sacaba la comida, los fue matando a golpes según iban saliendo de su improvisado refugio.

Enfermo y agotado, Juan I cabalgó hasta Santarem para reunir a los supervivientes y, tras descender por el Tajo, se reunió con su imponente flota en el estuario del río. En Sevilla evaluó la situación catastrófica. 

Sin recursos económicos ni humanos para continuar la campaña, el Rey dejó caer las fortalezas que mantenía en Portugal e inició una estrategia defensiva para prevenirse de un contraataque inglés. De la pujanza hacia el exterior, se retrocedió otra vez en Castilla al tiempo de las luchas internas.