Arturo Pérez Reverte ha publicado en el
XL Semanal de ABC un homenaje a la caballería española, que después de 90 años ha conseguido que se reconociera el sacrificio se sus jinetes. Como siempre en España, los muertos sin nombre se olvidan y el homenaje se dedica a sus oficiales:
A veces se hace justicia, aunque sea tardía. Aunque sólo sirva para
conmover las entrañas de los pocos que aún recuerdan. Es cierto que el
ondear de banderas tiene algo de sospechoso, pues entre los pliegues de
éstas, sin distinción de colores, suele esconderse mucho hijo de puta.
Tampoco quienes conceden o reciben medallas son siempre de limpia
ejecutoria. Pero a veces hay excepciones; momentos en los que las cosas
se hacen como es debido. Y éste es uno de esos momentos. Noventa y un
años después del desastre de Annual de 1921, donde 8.000 soldados
españoles fueron exterminados por la estupidez de un rey, la venalidad
de los políticos -nada hay nuevo bajo el sol-, la incompetencia de los
generales y la desvergüenza de numerosos jefes y oficiales, el gobierno
español ha concedido la Laureada de San Fernando, con carácter
colectivo, al regimiento de caballería Alcántara, que se sacrificó casi
en su totalidad para proteger la retirada de sus compañeros. La Laureada
es la máxima condecoración militar española, y se obtiene por acciones
extraordinarias en combate. Por aquella jornada, el jefe del regimiento
recibió a título póstumo la Laureada individual; pero la tropa, como de
costumbre, fue olvidada. Ninguno de los intentos posteriores por honrar
su memoria tuvo éxito. Políticos y espadones de diversa ideología, desde
el general Franco a la ministra Chacón, coincidieron en no querer
remover aquello. Pero al fin, para satisfacción de los nietos y
bisnietos de esos hombres, se repara la vergüenza.
Imaginen la
escena: las harkas de moros sublevados por Abd el Krim acosan a la
desorganizada columna que intenta escapar hacia Melilla abandonando a su
suerte a heridos y enfermos. Aquello es una matanza inaudita, y
millares de soldados abandonados por jefes y oficiales corren
despavoridos, atormentados por la sed, intentando ponerse a salvo. En el
camino de Dar Dríus a El Batel y Monte Arruit, la protección de la
retaguardia de los fugitivos recae en un regimiento de caballería que
todavía se encuentra intacto y bien mandado, el Alcántara nº 14. Su jefe
es el teniente coronel Fernando Primo de Rivera, hermano del teniente
general del mismo apellido, que en seguida comprende que se está
pidiendo a sus 691 hombres que se dejen la piel por salvar a los
compañeros. Pero no hay otra. Hace de tripas corazón, arenga a su gente,
les dice que toca bailar con la más fea del Rif, y el regimiento,
disciplinado y silencioso, se pone en marcha con sus escuadrones
protegiendo los flancos y la retaguardia de la columna en retirada.
A
las cuatro de la tarde, aparte infinidad de escaramuzas parciales, los
jinetes de Alcántara ya han tenido que dar su primera carga al galope
contra una fuerte concentración enemiga. Pero es en el cruce del río
Igán, que está seco y en torno al que se atrincheran miles de rifeños
que hacen fuego graneado, donde la columna se arriesga a quedar cercada.
Entonces, el teniente coronel les toca a sus hombres la única fibra que
a esas alturas, con semejante panorama, cree que puede funcionar: «Si
no lo hacemos, vuestras madres, vuestras mujeres, vuestras novias,
dirán que somos unos cobardes. Vamos a demostrar que no lo somos».
Y
no lo fueron. Siete veces cargó Alcántara monte arriba y sable en mano,
reagrupándose tras cada carga, cada vez menos hombres, más heridos,
exhaustos y sedientos jinetes y caballos, una y otra vez bajo la
granizada de balas enemigas, entre las zarzas y parapetos rifeños, tan
diezmados y agotados al final que la última carga, octava del día, hubo
que darla con los caballos al paso, pues ya no podían ni trotar; y aún
después se continuó ladera arriba, a pie, combatiendo al arma blanca.
Cargaron los soldados, y también el joven trompeta de quince años que
llevaba el cornetín de órdenes. Y cuando a la quinta o sexta carga ya no
hubo hombres suficientes para cerrar las filas, cargaron también,
aunque nadie los obligaba a ello, los tres alféreces veterinarios, y el
teniente médico, y hasta el capellán fue adelante con la tropa. Y cuando
ya no quedó nadie a quien recurrir, cargaron también los catorce
maestros herradores, y con ellos los trece chiquillos de catorce y
quince años de la banda de música del regimiento; que, como el joven
corneta de órdenes, murieron todos. Y al anochecer, cuando los
supervivientes consiguieron llegar a la posición de El Batel, agotados,
llenos de heridas, caminando entre las sombras con sus extenuados
caballos cogidos de la brida, de los 691 hombres del regimiento sólo
quedaban 67. Desde luego, aquel 23 de julio de 1921 los del regimiento
Alcántara cumplieron con su teniente coronel. A ellos, ninguna madre,
mujer o novia los llamó cobardes.